Ciencia contra religión: la verdadera diferencia

Por Pepe Cervera, el 20 septiembre, 2010. Categoría(s): Divulgación

Las verdades de la religión son universales y eternas. Y sin embargo las explicaciones científicas, lo que podríamos llamar las doctrinas de la ciencia, cambian con el tiempo. Esto, más que ninguna otra cosa, separa a las religiones del mundo del conocimiento científico: la absoluta certeza del conocimiento religioso frente a la absoluta falta de certeza del conocimiento científico. Más que la existencia o no de un dios creador que se interesa por cada uno de nosotros, más que la duda sobre si todo lo que ocurre tiene o no sentido, la ciencia es radicalmente distinta de la religión porque duda constantemente. Mientras que todas las religiones se basan en la absoluta certeza, incluso hasta renunciar a la lógica, incluso hasta creer sin necesidad de (o en contra de) las pruebas.

La religión es una explicación sencilla y completa de la existencia y funcionamiento del Universo que proporciona a quien de verdad tiene fe en ella la confortadora noción de comprender todo lo que ha pasado, pasa y pasará. Todo se basa en el plan y en la voluntad de una deidad, y para explicar las veleidades del destino humano hay que hacer encaje de bolillos teológico con conceptos como el libre albedrío, la predestinación, la omnisciencia y la omnipotencia: en última instancia, un interesante ejercicio cerebral, en el que lo único que no cabe es la duda. El Universo tiene una explicación, y esa explicación, causa, creador y cuidador es un dios. Punto. Después, cada religión tiene un (normalmente único) libro sagrado con las instrucciones que esa deidad ha dejado a los humanos. Las instrucciones (y su interpretación) pueden variar con el tiempo; el libro jamás lo hace, y la preexistente certeza en que es la Palabra del dios tampoco. Las religiones son el reino de la absoluta certeza.

En cambio la ciencia es mudable, caprichosa, incluso volátil. Hace 1.000 años los más avanzados sabios estaban convencidos de que el Universo estaba centrado en la Tierra y compuesto de esferas concéntricas que rotaban a su alrededor hechas de un misterioso material transparente. Hace 300 años la combustión se explicaba por la presencia en todo material combustible de una esencia llamada flogisto. Hace 200 años se sabía que las enfermedades eran causadas por el aire fétido (mal aria, mal aire), que la carne dejada descomponer generaba espontáneamente gusanos y la ropa vieja ratones, y que los médicos no necesitaban lavarse las manos entre una autopsia y la atención a una parturienta. Hace 100 años los físicos intentaban demostrar de una vez para siempre la existencia del Éter, un misterioso material transparente que permeaba el cosmos entero, y los geólogos descartaban que los continentes se moviesen porque ¿qué podría moverlos?. El conocimiento científico jamás es estático: siempre está a merced de un nuevo descubrimiento, de una nueva teoría, de un nuevo fósil, de una nueva explicación. Porque la esencia de la ciencia es cuestionarlo todo constantemente.

Ésta es la característica que diferencia sobre todo a las personas que se dedican a una y a otra cosa: la disposición a cambiar de opinión. Quienes no se sienten cómodos en un mundo carente de certezas encuentran la ciencia frívola, cambiante, tan sólida como arenas movedizas; sólo la absoluta certidumbre de una buena religión puede proporcionarles el ancla cósmica que necesitan. Para quien gusta de conocer las razones que hay debajo de todas las explicaciones el tener (en el fondo) una única respuesta inamovible a todas las preguntas (porque la deidad así lo quiere) provoca un confinamiento intelectual insoportable. No hay duda de que existen personas que concilian la práctica personal de una religión con un perfectamente adecuado trabajo científico, pero en el fondo son la excepción. Porque estos dos tipos de personalidades no son sencillos de conciliar.

Por supuesto que hay personas religiosas capaces de poner en cuestión los dogmas y de aplicar la lógica con honradez intelectual. El problema es que si lo hacen fuera de la zona de filigrana teológica aceptada por su iglesia particular pronto acaban expulsados, perseguidos, o fundando una nueva religión. Por supuesto que hay científicos profesionales más que capaces de transformar las certezas provisionales de su generación en dogmas inamovibles, y de resistirse con todas sus fuerzas a la adopción de nuevas ideas, a cambiar sus teorías y sus explicaciones en lo más mínimo. Es simplemente humano; todos terminamos por cogerle cariño a aquello que conocemos, y a resistirnos al cambio, sobre todo con la edad. Pero en la práctica científica habitual esto puede ser incluso saludable, al actuar como un freno a la especulación descontrolada: las pocas ganas de cambio de los científicos mayores obligan a los jóvenes con ideas nuevas a respaldarlas con mayor solidez, a apuntalarlas con más experimentos, hechos y razonamientos. Mientras para los partidarios de la certeza la duda es un veneno, para los partidarios de la duda la certeza refuerza su sistema.

La disposición a cambiar la doctrina según lo exija la realidad es la diferencia principal que enfrenta ciencia y religión. La capacidad de confrontar la duda, los datos contradictorios, el desconocimiento, la negación. En principio un gran científico tiene que estar dispuesto a tirar por tierra la teoría a la que dedicó su vida si los resultados experimentales la contradicen; con todo lo que eso conlleva de coste personal. Justo lo contrario es la marca del gran religioso: ser capaz de mantener una fe inamovible aun en presencia de las más contundentes pruebas en contra. Teniendo en cuenta que a los humanos nos molesta desconocer cosas, lo realmente impresionante es que en la historia de la ciencia encontramos ejemplos de lo primero. Vivir en la duda puede ser al menos tan heroico como morir por una certeza, pero ambas cosas son radical y profundamente diferentes. Y por eso, se argumente como se argumente, incompatibles.



Por Pepe Cervera, publicado el 20 septiembre, 2010
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