Un goldilock, dos goldilocks, tres goldilocks…

Por Sergio L. Palacios, el 4 octubre, 2010. Categoría(s): Astronomía • Física

«Ricitos de oro» («Goldilocks», en inglés) es una niña con unos preciosos cabellos rubios. Un día, paseando por el bosque (en los cuentos infantiles clásicos los niños siempre deambulan solos por los bosques y, claro, luego pasa lo que pasa…) descubre una casita vacía (ella no sabe que allí vive una familia de tres osos: papá, mamá y su cría). Como está hambrienta, la niña decide comer algo y se encuentra con tres platos de sopa, uno demasiado caliente, otro demasiado frío y un tercero, por el que se decide finalmente, con la sopita templada. Luego suceden una serie de chorradas, más o menos parecidas, que tienen que ver con las sillas y las camas de la familia oso, pero no me entretendré en ellas porque ya todos somos mayorcitos y nos sabemos el cuento. Y, a propósito de cuentos, ¿qué pinta éste aquí? Leed, leed un poco más y lo averiguaréis.

En la actualidad, la ciencia denomina zonas Goldilocks a aquellas situaciones, circunstancias, coincidencias, rangos de valores de determinados parámetros físicos que hacen posible el desarrollo de la vida, tal como la conocemos en la Tierra. Repasaré, a continuación, algunas de estas «casualidades».

1. Zona de habitabilidad

Es la región comprendida entre la distancias mínima y máxima al Sol que permiten que el agua se encuentre en estado líquido. Si utilizo un sencillo modelo de cuerpo negro llego rápidamente a la conclusión de que ese rango de distancias se localiza entre 0,6 UA (la UA es la unidad astronómica, distancia media entre la Tierra y el Sol) y 1, 2 UA. Esto comprende las órbitas de Venus (a una distancia del Sol de 0,7 UA) y la Tierra (Marte se encuentra a 1,5 UA del Sol). Por supuesto, el modelo empleado no tiene en cuenta otros factores, como la composición de las atmósferas planetarias. Así, la temperatura es altísima en Venus debido al tremendo efecto invernadero provocado por su densa capa de nubes, mientras que en Marte es bajísima por culpa de lo tenue de su atmósfera incapaz de dotar a su superficie de la presión suficiente para mantener agua en estado líquido.

El agua líquida permite y facilita el transporte de átomos o moléculas suficientemente rápido como para que se den las reacciones químicas. Casi la mitad de los elementos químicos conocidos son solubles en agua; el oxígeno disuelto en el agua hace posible la respiración de los peces y los nutrientes disueltos en agua son fácilmente absorbidos por las raíces de las plantas y los sistemas digestivos de los animales.

2. Tamaño de la Luna

Las estaciones climatológicas en nuestro planeta no son debidas a la mayor o menor distancia entre la Tierra y el Sol, sino a que el eje de rotación terrestre no es perpendicular al plano de la órbita (eclíptica). El ángulo que forma nuestro eje con la perpendicular a dicho plano es de algo más de 23º (oblicuidad de la eclíptica) y varía ligeramente entre los 22,1º y los 24,5º, con una periodicidad de unos 41.000 años. En otro planeta del Sistema Solar, como Júpiter, el eje de rotación sí es perpendicular al plano de su órbita y, en consecuencia, no posee estaciones.

Se requiere un satélite natural de aproximadamente 1/3 del tamaño del planeta para lograr estabilizar el eje de rotación de éste. Si no fuese así, a lo largo de millones de años la inclinación del eje hubiese oscilado entre los 0º y los 85º dando lugar a unos cambios climáticos violentos. Se estima que por encima de los 54º los polos de la Tierra soportarían temperaturas superiores a las de las regiones ecuatoriales.

Lo anterior resulta tan decisivo que se piensa que una molécula como la del ADN no hubiese podido desarrollarse sin una larga estabilidad climática. Por ejemplo, un planeta como Marte, con dos lunas naturales demasiado pequeñas (ni siquiera son esféricas, más bien patatoideas o tuberculoides) experimenta molestos períodos de inestabilidad climática.

En el mundo de la ciencia ficción, podéis encontrar una escena en la película La máquina del tiempo (The Time Machine, 2002) en la que una detonación nuclear ha provocado la fragmentación de la Luna. En la mítica serie de TV Espacio 1999 (Space: 1999) nuestro satélite sale despedido de su órbita y se pierde en el espacio exterior a causa de un accidente en la cara oculta. Afortunadamente, el número de episodios no alcanzó una cifra suficiente para ver los resultados en la Tierra. De todas formas, nuestra luna, la real y no la de la ficción, se aleja de nosotros todos los años unos 4 cm a causa de las fuerzas mareomotrices.

3. Presencia de planetas grandes

Cuerpos del tamaño de Júpiter o similares parecen jugar un papel decisivo a la hora de expulsar o desviar asteroides o cometas potencialmente peligrosos para el desarrollo de la vida en la Tierra, evitando cataclismos globales. A veces, también pueden actuar simplemente como atractores, haciendo que los cuerpos que constituyen amenazas lleguen a impactar contra su superficie, como de hecho sucedió con el cometa Shoemaker-Levy 9 en el año 1994.

El mundo helado de Hoth que se refleja en El retorno del Jedi (Star Wars: Episode VI – Return of the Jedi, 1983) sufre el bombardeo constante de cuerpos rocosos. Esto podría ser una evidencia de la relativa juventud del planeta, ya que los asteroides abundaban en las primeras fases de nuestro sistema solar, hace unos 4.000 millones de años. De no ser por planetas del tamaño y fuerza gravitatoria de Júpiter, que ha ido limpiando de molestos escombros a modo de inmensa escoba, nuestro planeta aún se vería frecuentemente asediado por objetos no demasiado halagüeños. Sucesos como el que aconteció hace 65 millones de años y que acabó con la extinción de los dinosaurios podrían tener lugar con una frecuencia de escasamente 10.000 años.

4. Forma de la órbita

Si se mira a la forma particular de las órbitas de los planetas del Sistema Solar, enseguida salta a la vista su forma casi circular, con elipses de pequeñas excentricidades. La importancia de este hecho es decisiva a la hora de evitar, de nuevo, colisiones con otros planetas. Claro que nunca se puede decir que no vayamos a ser alcanzados por otros cuerpos errantes que podrían irrumpir en nuestro rinconcito de la galaxia. ¿Os imagináis que se dirigiese hacia aquí una estrella tipo Bellus, acompañada del planeta Zyra, como en la mítica Cuando los mundos chocan (When Worlds Collide, 1951)? Miedito, miedito…

5. Distancia al centro de la galaxia

Actualmente parece estar fuera de toda duda que el centro de la Vía Láctea alberga un gigantesco agujero negro. Nuestro Sistema Solar se encuentra a una distancia prudencial, ni demasiado cerca como para que el elevado nivel de radiación suponga un peligro inminente, pero tampoco excesivamente lejos como para padecer la escasez de elementos químicos pesados, imprescindibles para la aparición de la vida. Los núcleos atómicos más pesados que el hierro solamente se generan en procesos violentos de las estrellas, como las supernovas.

6. Tamaño del planeta

Un planeta demasiado pequeño no tendría la masa suficiente para retener una atmósfera y ésta acabaría escapando al espacio. En cambio, un tamaño demasiado grande, como el de planetas del tipo Júpiter o Saturno, podría retener elementos ligeros e incluso nocivos. Podéis ver más detalles en esta serie de seis artículos que escribí hace tiempo sobre el fantástico proceso de la terraformación planetaria.

7. Tamaño de la estrella

Un planeta que no disponga del tiempo suficiente nunca logrará albergar vida compleja. Las estrellas grandes, muy masivas, consumen violentamente su combustible nuclear a un ritmo muchísimo más elevado que las estrellas menos masivas. Si una estrella tuviese una masa aproximada 10 veces mayor que la del Sol, únicamente viviría unas cuantas decenas de millones de años, lapso demasiado corto como para dar tiempo a la aparición de organismos más complejos que los unicelulares. En la Tierra fueron precisos más de 4.000 millones de años para dar lugar a seres como nosotros. Freeman Dyson señalaba en 1979 que harían falta un millón de años para que apareciera una especie nueva, 10 millones de años para un género, 100 millones una clase, 1.000 millones el filo y 10.000 millones de años para que se completase la evolución de babosa a Homo Sapiens.

Por otro lado, las estrellas pequeñas y con poca masa, tampoco resultan adecuadas. Los planetas que estuviesen en órbita alrededor de ellas deberían encontrarse demasiado próximos si quisiesen recibir la cantidad de calor necesaria. Como consecuencia, experimentarían enormes fuerzas de marea. Si la diferencia entre la atracción gravitatoria sobre el lado más cercano a la estrella y el más lejano es muy grande, el planeta puede incluso superar el denominado límite de Roche y fragmentarse, dando lugar a un anillo o un cinturón de asteroides. En cambio, si la aludida diferencia de atracciones gravitatorias no llega a tal extremo, aun así el efecto de frenado será suficiente para provocar que el planeta sincronice y ajuste sus períodos de rotación y traslación, ofreciendo siempre la misma cara a su estrella, de forma similar a lo que sucede con nuestra luna o planetas como Mercurio,  haciendo que la cara iluminada soporte un calor abrasador y la oscura un frío insoportable (acordaos de la sopa de «Ricitos de oro»)

8. Campo magnético

En las etapas primigenias de la formación de un planeta debe generarse una cantidad de calor suficiente como para llevar su núcleo hasta el punto de fusión. A este proceso pueden contribuir factores como la contracción gravitatoria a medida que se colapsa el protoplaneta, los impactos de meteoroides (muy abundantes en las primeras fases del Sistema Solar), el decaimiento radiactivo, etc. Una vez que el núcleo ha alcanzado la temperatura de fusión, la propia rotación planetaria genera corrientes eléctricas que dan lugar a un campo magnético mediante lo que se denomina efecto dinamo. Este campo magnético actúa de escudo protector frente a las partículas cargadas eléctricamente procedentes del espacio exterior o de la misma estrella madre.

Desde luego, lo que nunca podrá hacer el campo magnético terrestre será protegernos de radiaciones electromagnéticas, tal y como nos quieren hacer creer los guionistas de El núcleo (The Core, 2003). Para eso ya se basta solita nuestra maravillosa atmósfera, con todo ese ozono fantástico del que disfrutamos.

Y hasta aquí lo que se conoce como visión pesimista de la vida en otros planetas, ya que evidentemente, a la vista de todo lo anterior, parecen requerirse demasiadas coincidencias para que aparezcan seres vivos suficientemente complejos. Y en este punto, se hace imprescindible recordar que actualmente se conocen multitud de organismos terrestres que son capaces de subsistir en ambientes y condiciones extremas, casi inconcebibles. Entre algunos de estos organismos, conocidos como extremófilos, se pueden contar criaturas que sobreviven a niveles elevados de radiación, o a temperaturas (superiores a los 350 ºC) y presiones extremas (cientos de atmósferas), como en las proximidades de las fumarolas oceánicas.

Después de todo, quizá sólo se necesiten unas cuantas condiciones no demasiado restrictivas para la aparición de la vida en un planeta, puede que nada más que unas pocas moléculas orgánicas complejas, agua y energía. Aún nos queda mucho por comprender, indagar y descubrir sobre este asombroso fenómeno que conocemos como vida. Sea como fuere, tengo que deciros que a mí, personalmente, todas estas cosas me recuerdan mi infancia y cada vez que escucho o leo la palabra «goldilock» me viene irremediablemente a la cabeza una musiquilla como ésta del clip que os dejo aquí debajo. Solamente tenéis que sustituir la palabra «globo» por «goldilock» y veréis…

[youtube]http://www.youtube.com/watch?v=10ybinDWfoE[/youtube]

NOTA: El pasado jueves, 29 de setiembre, el observatorio Keck, situado en el Monte Mauna Kea de la Gran isla de Hawaii anunciaba el descubrimiento del primer exoplaneta de tipo terrestre ubicado en la zona de habitabilidad de su estrella. Bautizado con el nombre de Gliese 581 g, dista unos 20 años luz de la Tierra. Los próximos meses se anuncian interesantes.

Fuentes:

Universos paralelos. Michio Kaku. Atalanta. 2008.

The Science of Star Wars. Jeanne Cavelos. St. Martin’s Griffin. 2000.

Aliens: la ciencia tras  la vida extraterrestre. Clifford Pickover. Robinbook. 2009.

Imágenes: Wiki Commons (1 y 2) y NASA.



Por Sergio L. Palacios, publicado el 4 octubre, 2010
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