Estimado político,
Me dirijo a usted en su calidad de persona que toma decisiones de gobierno para su país y para sus habitantes.
A efectos de esta carta, da igual si ganó unas elecciones democráticas u obtuvo su puesto mediante alguna irregularidad electoral, por herencia, golpe de estado o cualquier otro procedimiento. También da igual si es o dice ser de derecha o de izquierda, o si alimenta la fantasía del «centro» ideológico; si es hombre o mujer, heterosexual, homosexual, bisexual, polisexual o asexuado. Resulta irrelevante también si actúa buscando beneficiar a sus conciudadanos o simplemente pretende su beneficio personal. Y no tiene ninguna importancia si usted es honrado o pillastre, o si trabaja de presidente, primer ministro, presidente de gobierno, caudillo, premier, diputado, senador, gobernador, presidente de provincia o comunidad autónoma, asambleísta, congresista, presidente municipal, edil, concejal, o en cualquier otra posición de responsabilidad en la toma de decisiones.
Sólo quiero que mire bien lo que hay a su alrededor, que a veces lo obvio se nos pasa de noche, y lo evalúe cuando deba tomar decisiones en el futuro, sobre todo si implican ciertas palabras extrañas, desusadas o en apariencia poco relevantes en la vida diaria. Que valore que aunque las palabras suenen ajenas, los conceptos que transmiten no lo son.
Piense usted en lo que ocurre en la mañana, cuando se levanta. Seguramente tiene usted un lecho limpio y razonablemente cómodo, sea modesto u opulento. La gran mayoría de los dirigentes a lo largo de toda la historia de la humanidad han dormido en condiciones mucho menos deseables que las suyas, acompañados de chinches, pulgas y piojos, ya en el catre de Alejandro Magno, en las mullidas camas de plumón de ganso de Enrique VIII o en el lecho presidencial de Abraham Lincoln.
Como hemos descubierto que estos parásitos no sólo son repugnantes y nos causan picores, sino que transmiten graves enfermedades, los hemos expulsado de nuestros dormitorios. La pulga fue responsable de la peste negra que acabó con entre 1/3 y 1/2 de la población europea en el siglo XIV. Los piojos transmiten enfermedades microbianas y nos pueden inocular desagradables gusanos parásitos. Las chinches provocan poco estéticas erupciones de la piel y graves infecciones.
Por eso se limpia su casa, se airea la ropa de cama y se lava con jabones y detergentes que alejan a los parásitos. Por eso usted se baña, quizás diariamente. Y por eso está libre de muchas enfermedades… y de picores incómodos.
Todo esto lo descubrieron los científicos, haciendo una cosa que se llama ciencia en variedades tan raras como la entomología,la epidemiología, la microbiología y otras palabras así.
Usted se asea, se viste y desayuna. Quizás no sabe que las máquinas que han tejido la tela de su ropa están estrechamente relacionadas con la informática: los sistemas automatizados que se empezaron a usar para obtener tejidos complejos son ancestros de los que se utilizan para programar su teléfono móvil o celular, su ordenador o computadora, y el ordenador o computadora que se usa para controlar sus vuelos en avión y garantizarle todos y cada uno de los despegues, recorridos y aterrizajes de los que ha disfrutado en su vida.
Todos estos dispositivos están construidos sobre principios científicos de nombres como cibernética, robótica, microelectrónica, mecánica de fluidos, aerodinámica, etc. Cuando esos principios se ponen en práctica mediante la ingeniería, hablamos de tecnología. Sin ciencia no hay tecnología… ni sus beneficios.
Lo que usted desayuna no es menos importante. Usted confía razonablemente que sus alimentos no transmiten enfermedades y no tienen sustancias nocivas, además de que puede ver que son económicamente accesibles debido a que existe la agricultura tecnológica y disciplinas como la botánica y la zoología, gracias a que sabemos algo sobre la composición química y el funcionamiento de los seres vivos, su desarrollo, sus relaciones (ecológicas, imagínese) con otros seres vivos, su fisiología y su genética y demás. Y utilizamos eso para producir, transportar y comercializar los productos, y también para analizarlos y certificar que son aptos para el consumo humano. Cuando usted se come un plato de huevos con tocino (o bacon, o panceta) y un vaso de leche, tiene una seguridad razonable de que no se está alimentando con un mortal cóctel de salmonela y triquina aligerado con un vaso de fiebre aftosa.
Todo eso es ciencia, pero con palabras cotidianas: cama, camisa, huevos con tocino, leche, avión, viaje. La ciencia es un sistema probado para obtener conocimientos fiables, un sistema al alcance de todos. Bástele saber eso: funciona, es fiable, no es secreta, conviene.
Seguramente ha tenido problemas de salud, pero sabe que usted y los suyos tienen probabilidades de vivir hasta bien pasados los 70 años. Esto le puede parecer natural, pero no lo era en el pasado. En el siglo XVIII, que no es precisamente la prehistoria, la expectativa de vida era de 35 años. Y no porque todos murieran a los 35, claro, sino por la gran mortalidad infantil, tanta que si usted no es demasiado joven recordará cuando se decía que alguien había tenido tantos hijos y «le habían vivido» tantos. Y luego vivir más de 50 años era igualmente poco frecuente. A los 70 llegaban muy, muy pocos.
Esto se debe a que hoy existen conceptos y productos que no había en el siglo XVIII: asepsia, vacunas, antibióticos, anestésicos, analgésicos, conocimientos de nutrición, etc. Todas esas cosas logradas mediante investigaciones científicas, corroboradas y perfeccionadas continuamente.
Seguramente le han dicho que ciertas «medicinas» antiguas curan ciertas afecciones. No deja de ser raro que no las curaran antes, y que fuera necesario que se desarrollara la medicina basada en evidencias, ésa que llamamos «medicina científica», para curarlas. La viruela era tan común en China como en la India y en Europa, por más yerbas y agujas que usaran, hasta que la medicina científica enfrentó el problema. Hoy no tenemos miedo a la viruela, la erradicamos en 1977 gracias a la ciencia, a cosas como la virología, la inmunología, la bioquímica y otras disciplinas de nombres raros.
Pero tampoco curaban -ni curan- las enfermedades que la medicina científica aún no sabe curar. Por ello, como sociedad –y como individuos– es más inteligente apostar por la muy joven y muy exitosa medicina científica, que avanza todos los días y que puede demostrar sus logros durante los últimos 150 años, para llegar a curar esas enfermedades que hoy aún son un azote, y no por quienes no han conseguido ningún logro relevante durante siglos o milenios.
De hecho, si usted sufre en el gobierno problemas como «el envejecimiento de la población», es porque los seres humanos de la era científica viven más años y con mejor calidad que los de tiempos y lugares no científicos. Y eso lo goza usted, probablemente con de válvulas cardiacas nuevas, insulina para la diabetes, alguna cadera nueva, un antihipertensivo que le alarga la vida a su corazón y quizá hasta una coqueta liposucción.
Todo eso es ciencia.
Le daré un solo ejemplo más para no agobiarlo con detalles abigarrados: Todo.
Todo lo que usted tiene, vive y disfruta, es resultado de la ciencia. Las edificaciones de su vivienda, oficinas y demás no se caen porque han sido construidos sabiendo científicamente la resistencia y capacidad de los materiales de construcción que vemos funcionar bien día a día, todos los días. Su automóvil. La gasolina que lo mueve. Sus teléfonos. Sus gafas (hijas de los estudios de óptica de Newton). La celdilla fotoeléctrica que impide que el ascensor o elevador se le cierre en las narices (gracias a un principio descubierto por Einstein). El ascensor. La luz del ascensor. Radio y televisión. Bolígrafos e instrumentos de acero. Papel y gomina para el pelo. Latas de anchoas y el láser de su lector de DVD o el que se usó para alinear el túnel del metro (ese láser que decían que no servía para nada). Su reloj y su GPS. La cinta adhesiva y los caramelos para el aliento. La cámara de fotos o de vídeo con que inmortaliza a su familia. Todo, todo es resultado de la ciencia y nada de la pseudociencia, la superstición o la falta de recursos para avanzar. Todo se ha logrado gracias a que algunos seres humanos especialmente curiosos se dedican a averiguar cómo funcionan las cosas, qué leyes las rigen y cómo podemos usarlas y mejorarlas en nuestro beneficio. En el de usted, principalmente.
Porque, verá usted, hay un problema.
Algunas veces parece que los logros y conocimientos de la ciencia son tan abrumadores que ya lo sabemos todo. (Paradójicamente, hay vendedores de miedo al conocimiento y de cierta visión pastoril y ñoña de un pasado que nunca existió, que dicen que la ciencia no sabe nada.)
Pues no, no lo sabemos todo. Ni mucho menos. Sabemos muchas, muchísimas cosas, más cada día… pero son muy poco comparadas con todo lo que nos queda por saber. La ciencia tiene esa peculiar característica: cuando responde una pregunta provoca muchas otras. Como si al conseguir abrir una puerta entráramos a una habitación donde hay otras veinte o más puertas que hay que abrir, con distintas cerraduras, cada una más compleja que la otra.
Para vivir mejor, para que sus conciudadanos vivan mejor, qué caramba, para que usted y sus hijos y sus nietos vivan mejor, más tiempo, con menos incomodidad, más felices y tranquilos, la ciencia debe seguir desarrollándose, aprendiendo, planteándose preguntas difíciles. Esto necesita no sólo investigación, sino recursos y voluntad para formar científicos, para que más jóvenes estudien carreras científicas en mejores condiciones, con mejores profesores y laboratorios, para que los medios informen de modo correcto sobre qué es la ciencia, y para que florezcan disciplinas con nombres que nos pueden sonar raros pero que significan camas, ropa, jabón, teléfonos, caderas, desayunos y películas 3D en DVD.
Entiendo que es muy seductora la idea de complacer a sus electores otorgando financiamiento público a prácticas supuestamente curativas (digamos, por decir, la homeopatía o la acupuntura) que nadie ha demostrado que funcionen y que además contravienen cuanto sabemos (cosas que funcionan y se llaman química, fisiología, física y así). La gente las quiere, y usted sabe que si uno les da lo que quieren, votan por uno, lo cual no está del todo mal. Igualmente es seductor prohibir cosas que unos señores muy escandalosos aseguran que son dañinas y peligrosas (digamos, por decir, los teléfonos móviles o las vacunas) para que voten por nosotros o al menos nos aplaudan mucho y dejen de estar molestando, lo que siempre es agradable. Pero esa seducción tiene su precio.
Los escasos recursos del estado (y no importa si su país es pequeño y pobre o grande y económicamente poderoso, los recursos del estado siempre son escasos) que se desvíen de la ciencia hacia otras actividades más cercanas a la magia acaban redundando en perjuicio de todos, especialmente de usted mismo y de su cómoda supervivencia futura. No apoyar a Jonas Salk en 1955 durante la epidemia de poliomielitis de Estados Unidos, por ejemplo, podría haber significado que sus hijos (los de usted, no los de Salk) hubieran sufrido la enfermedad. O usted mismo. Y entonces la cama, el desayuno, el vuelo y el trabajo de toma de decisiones de gobierno sería bastante menos amable. Sin piernas, imagínese. O conectado de por vida a un respirador. O muerto, que no es una buena situación para disfrutar de la vida como es debido.
La ciencia es fundamental y promover su desarrollo, su conocimiento, su presencia y su reconocimiento, es tema de la más elemental justicia. No debe dejarse sólo en manos de la libre empresa (que usted, sea de izquierda o de derecha, me da igual, sabe que no es muy de fiar), sino que debe ser parte de cualquier política de gobierno a cualquier nivel. Lo contrario, desproteger a la ciencia o, peor aún, promover la anticiencia, la charlatanería, la brujería, el esoterismo y la superstición, es una injusticia para toda la sociedad y, sobre todo, para usted.
Y no me refiero sólo a la justicia básica que implica el que su pueblo (pobre o rico) reciba información real y no engaños. Ni a la justicia que implica el no premiar a embusteros sino a la gente que en realidad trabaja. Se trata de la justicia de no privarlos a usted y los suyos de lo que puede ofrecer la ciencia: triunfos aún mayores contra el cáncer (que ya mata muchas menos personas que en el pasado), contra la diabetes, contra el Alzheimer, contra la caries… viajes turísticos al espacio, mejores consolas de juegos, televisión en tres dimensiones. Todo lo que nos da el conocimiento ante la ausencia de aportaciones (salvo endulzarnos la oreja) que ofrece la superstición.
Hágase justicia, pues, señor político. La ciencia es fundamental y hacerla crecer entre toda la sociedad es benéfico, redituable y de gran importancia para tener una existencia mejor. Sí, para todos nosotros, para sus electores, súbditos, ciudadanos, vasallos o compatriotas, sí. Pero sobre todo para usted.
La próxima vez que tenga que tomar decisiones sobre ciencia, piense en su lecho, su ropa, sus vuelos, su teléfono, su ascensor, sus gafas, sus hijos vivos y sanos.
Nada más.
Atentamente,
Mauricio-José Schwarz
Periodista, escritor y fotógrafo (entre otras cosas) asturmexicano con más de 30 años dedicado a la divulgación de la ciencia. Escribe los blogs «El retorno de los charlatanes» sobre crítica al mundo «del misterio» y «Los expedientes Occam» con los artículos de ciencia que semanalmente publica en suplemento «Territorios de la cultura» del diario El Correo. Mantiene el podcast «El rincón prohibido» sobre ideas, música y poesía, y el videoblog «El rey va desnudo». Es Premio Nacional de Periodismo del Club de Periodistas de México de 1997 por su programa de ciencia «Muy interesante» y ha publicado más de una docena de libros de ficción y no ficción.