El Nobel tardío de la Sra. McClintock

Por J. M. Mulet, el 9 noviembre, 2010. Categoría(s): Historia • Personajes

El premio Nobel de este año en fisiología o medicina a Robert Edwards es un buen ejemplo de lo que podríamos denominar nobeles tardíos. La primera bebé probeta nació en 1978, pero el reconocimiento a su padre intelectual ha tardado 32 años en llegar, posiblemente por la presión de sectores que poco tienen que ver con la ciencia. No es el primer caso. Sin duda el ejemplo más hiriente sea el de Barbara McClintock.

Barbara McClintock

Nacida en Estados Unidos en 1902 se graduó en Ingeniera agrónoma por la Universidad de Cornell en 1923. Se doctoró en esta misma universidad, en el departamento de botánica, puesto que el departamento de mejora genética no admitía mujeres en el programa de doctorado. De hecho su condición de mujer le supuso muchas trabas durante su carrera.

Le denegaron la beca de estudios en el extranjero, con el pretexto de que no era recomendable dársela a una mujer, por que podía dejar los estudios en el momento que se casara. En otra ocasión tuvo que soportar la reprimenda de su director porque había visto anunciado su compromiso matrimonial en el diario, aunque en realidad se trataba de otra Barbara McClintock que no tenía ninguna relación con ella.

Lejos de amilanarse con estos contratiempos esta menuda (por estatura) botánica se dedicó a estudiar las células de maíz. Durante esta época no estaba claro cuantos cromosomas tenía el maíz, esta cuestión no es nada trivial si tenemos en cuenta que en muchas plantas dentro de la misma especie puede haber variaciones en el número de cromosomas. Intentando resolver este problema específico dio con la solución a un problema general. Todos sabemos que dos hermanos pueden parecerse, pero nunca son idénticos salvo que sean gemelos univitelinos, lo cual es un poco extraño ya que al venir de un mismo padre y una misma madre tienen el mismo material genético.

El biólogo estadounidense Morgan había descubierto estudiando moscas que ocasionalmente ocurren recombinaciones al azar entre cromosomas homólogos, lo que hace que cuando se forman los óvulos y los espermatozoides cada uno tenga una dotación genética diferente. Sería como tener dos mazos de cartas ligeramente diferentes que los mezclaras y luego los volvieras a separarar. Ninguno sería igual a los mazos originales, pero se parecerían.

Por eso todos los miembros de una especie no somos clónicos, pero nos parecemos a nuestros progenitores (o al tío Mariano). Barbara Mc Clintock fue la primera en demostrar a nivel citológico esta recombinación al observarla en polen de maíz, gracias a las técnicas que había desarrollado para determinar el número de cromosomas del maíz. No obstante su descubrimiento más crucial tuvo lugar en la década de los 40. Todos hemos visto esas mazorcas de maíz en las cuales cada grano tiene un color diferente.

Lo más curioso es que el patrón de herencia de estos colores parecía escapar a todas las leyes de la genética conocidas hasta el momento. Por segunda vez en su carrera Barbara McClintock fue capaz de descubrir un proceso general estudiando un problema particular (pinta tu aldea y serás universal). El patrón de colores se debía a la presencia de elementos transponibles, fragmentos de ADN que son capaces de replicarse y cambiar su posición en el genoma. Este descubrimiento fue acogido con rechazo, o directamente, hostilidad por la comunidad científica. Era un descubrimiento radicalmente nuevo y que viniera de una mujer bajita, que además trabajaba con plantas, no ayudaba a que fuera tenido en consideración por la comunidad científica del momento.

Como pasa en estos casos, el tiempo le dio la razón a la profesora McClintock. Hoy sabemos que aproximadamente el 40% del genoma del Homo sapiens debe su estructura a la acción de estos elementos transponibles. Su origen continúa siendo incierto, aunque se sospecha que son restos de virus arcaicos integrados en el genoma.

El Nobel llegó, pero muy tarde, en 1983, treinta años después de la publicación de los resultados, y casi cuarenta desde las primeras observaciones.

Más vale tarde que nunca.



Por J. M. Mulet, publicado el 9 noviembre, 2010
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