Del relativismo al cientificismo

Por César Tomé López, el 7 julio, 2011. Categoría(s): Divulgación

Si hiciésemos una encuesta sobre quien es el pensador que más ha influido en la sociedad actual aparecerían muchos nombres. Probablemente entre ellos no estaría Protágoras, un sofista del siglo V a.C. y, sin embargo, una de sus ideas centrales parecen permear amplios estratos de la sociedad que afirma sin rubor “es que esto es verdad para mí”. Protágoras es el padre del relativismo; su famosa máxima “el hombre es la medida de todas las cosas”, tantas veces citada fuera de contexto, viene a resumir su pensamiento de que las apariencias de las cosas percibidas por una persona y sus creencias son la verdad para esa persona. Protágoras intenta eliminar la objetividad y, ya puestos, la Verdad, con mayúsculas.

El relativismo ha tenido sus defensores a lo largo de los siglos, y uno bien notable en el siglo XX fue Paul Feyerabend, un filósofo de la ciencia. Hoy día podemos encontrar su influencia en el pensamiento meditado o regurgitado de muchas personas y es fuente de división entre las dos culturas de las que hablaba C.P. Snow.

El auge de las pseudociencias, el pensamiento mágico, culturas new age y el desprecio y alarde de desconocimiento de la ciencia por parte de la clase dirigente y buena parte de los llamados intelectuales hunde sus raíces en esta actitud (pues es actitud, ya que no resiste el mínimo análisis racional).

Pero, ¿qué es el relativismo? ¿Qué implica? El Manifiesto Relativista (basado en algunas ideas de Feyerabend) podría articularse de la siguiente forma:

La ciencia tiene una inmerecida posición de privilegio en la cultura. El llamado método científico es una entelequia, por lo que no se puede justificar que la ciencia sea la mejor forma de adquirir conocimiento. Ni siquiera los resultados de la ciencia prueban su superioridad, ya que estos resultados han dependido muchas veces de la presencia de elementos no científicos: casualidades, serendipias, coyunturas sociales, políticas, religiosas o personales.

La prevalencia de la ciencia es una opción ideológica y otras tradiciones, a pesar de sus logros, no han tenido su oportunidad. La ciencia está más cerca del mito de lo que la filosofía científica está preparada para admitir. Es sólo una de las muchas formas de pensamiento que ha desarrollado el hombre y no necesariamente la mejor. Es inherentemente superior sólo para aquellos que ya han decidido en favor de una cierta ideología, o aquellos otros que la han aceptado sin más, sin haber examinado sus límites y sus ventajas.

A la separación de la iglesia y el estado debería añadirse la separación de la ciencia y el estado con objeto de permitirnos alcanzar la humanidad de la que somos capaces. Si la sociedad libre y democrática ideal es una sociedad en la que todas las tradiciones tienen derechos iguales e igual acceso a los centros de poder, entonces la ciencia es una amenaza para la democracia. Para defender a la sociedad de la ciencia deberíamos poner la ciencia bajo control democrático y ser intensamente escépticos con los “científicos expertos”, consultándoles solamente si están controlados democráticamente por tribunales de no-científicos.
La prepotencia científica va mucho más allá ya que el objeto ontológico de la ciencia, “el mundo o universo”, está constituido no solo de una clase de cosas sino de un número incontable, cosas que no pueden “reducirse” unas a otras. De hecho, no hay razón para suponer que el universo tenga una sola naturaleza determinada. Más bien somos los que nos preguntamos por esa supuesta naturaleza los que construimos el mundo en el curso de nuestras pesquisas, y la pluralidad de nuestras investigaciones asegura que el mundo mismo es cualitativamente plural: los dioses homéricos y las partículas subatómicas son simplemente formas distintas en las que el “Ser” responde a diferentes tipos de investigaciones. El mundo “en sí mismo” nunca puede ser conocido.

Esta incapacidad para acceder a la verdad última del universo lleva a que existan creencias y modos de vida contradictorios. Pero ninguna de esas creencias, y sus modos de vida asociados, es ni metafísica ni epistemológicamente superior a otra, por lo que el relativismo es la solución. Una verdadera sociedad libre y democrática será aquella en la que todas las tradiciones tengan derechos iguales e igual acceso a los centros de poder. En este sentido, los padres deberían ser capaces de determinar el contexto ideológico de la educación de sus hijos, en vez de tener un número limitado de opciones debido a los estándares científicos.

¿Chocante? Y, sin embargo, muchos de los puntos del Manifiesto Relativista los reconocemos implícitamente en los discursos de muchos políticos, “intelectuales” y pseudocientíficos, sin que ninguno se llame a sí mismo relativista, ni examine el origen de sus posiciones.

No nos confundamos, algunas religiones organizadas, notoriamente la católica y la islámica, atacan el relativismo, pero entendido como cualquier cosa que ponga en pie de igualdad cualquier creencia con la revelada por sus respectivos dioses/profetas. Este ataque de las religiones hace que, a ojos de algunos, el término relativista sea visto como algo bueno o, al menos, no malo.

Pero no solamente magufos y gente de letras más o menos limitadas, también hay científicos de primer nivel que lo dan por sentado. En este sentido, y a título de ejemplo, es interesante este texto de John Eccles, neurocientífico merecedor del premio Nobel, extraído de su libro  “La psique humana” y que abraza muchos de los puntos del Manifiesto Relativista:

Una insidia perniciosa surge de la pretensión de algunos científicos, incluso eminentes, de que la ciencia proporcionará pronto una explicación completa de todos los fenómenos del mundo natural y de todas nuestras experiencias subjetivas: no sólo de las percepciones y experiencias acerca de la belleza, sino también de nuestros pensamientos, imaginaciones, sueños, emociones y creencias […]. Es importante reconocer que, aunque un científico pueda formular esta pretensión, no actúa entonces como científico, sino como un profeta enmascarado de científico. Eso es cientificismo, no ciencia, pero impresiona fuertemente al profano, convencido de que la ciencia suministra la verdad. Por el contrario, el científico no debe pretender que posee un conocimiento cierto de toda la verdad. Lo más que podemos hacer los científicos es aproximarnos más de cerca a un entendimiento verdadero de los fenómenos naturales mediante la eliminación de errores en nuestras hipótesis. Es de la mayor importancia para los científicos que aparezcan ante el público como lo que realmente son: humildes buscadores de la verdad.

Una de las acusaciones que los relativistas de todo pelo (de bases filosóficas, religiosas, míticas, espirituales, humanísticas o pseudocientíficas) lanzan peyorativamente a los que afirmamos que la ciencia es la forma de conocimiento por antonomasia es la de que somos cientificistas, como hace Eccles, que para nosotros la ciencia es una religión o una ideología, al mismo nivel que cualquier otra. Sin embargo, si partimos de una hipótesis bien sencilla, a saber, que en el universo de una misma causa se sigue siempre un mismo efecto, ceteris paribus, podemos establecer un criterio de clasificación de las tradiciones del conocimiento independiente del camino que recorran, basándonos solamente en los resultados. Existirán entonces las que permitan describir el universo y lo que en él sucede, y usar ese conocimiento para predecir hechos consistentemente, mejorar nuestra vida (tratando la enfermedad con eficacia) y modificando el entorno a nuestra conveniencia (máquinas, estructuras), y las que no. Sólo un tipo de conocimiento es capaz de superar este test, la ciencia, además confirmando que lo complejo es reducible a partes más simples incluso si el todo es más que las partes.

De esta forma el cientificismo se reivindica. Podemos definir el cientificismo, pues, como la visión del mundo en todas sus manifestaciones que afirma que éstas son entendibles y explicables por la razón empírica, sin necesidad de recurrir a especulaciones míticas, religiosas o sobrenaturales de ningún tipo, y que genera el único conocimiento cierto. Esta definición es más dura de lo que parece, pues de aquí se deduce que:

a)  Las ciencias experimentales son más importantes que las humanidades/”ciencias sociales”/artes/religiones a la hora de comprender el mundo en el que vivimos, o incluso, son lo único que necesitamos para esa comprensión.

b) Sólo es aceptable intelectualmente una metodología científica. Por lo tanto, si las humanidades/”ciencias sociales”/artes/religiones quieren ser parte del conocimiento genuino deben adoptarla y asumir las consecuencias.

c) Los problemas filosóficos son realmente problemas científicos y sólo deben ser tratados como tales.

En otras palabras, cualquier pregunta con sentido y significado sobre el universo puede ser respondida con los métodos de la ciencia. Otra cosa es que las implicaciones intelectuales, políticas, e incluso presupuestarias, no sean del agrado de muchos.



Por César Tomé López, publicado el 7 julio, 2011
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