7 cosas que quizás no sabías de la vida del radioastrónomo

Por Miguel Santander, el 23 marzo, 2012. Categoría(s): Astronomía • Divulgación
Interferómetro ATCA, en Australia

La vida del astrónomo profesional es bastante diferente a la visión romántica del imaginario popular: el señor sentado junto a su telescopio toda la noche, a la intemperie, mirando por el ocular mientras apura el termo de café, hace tiempo que pasó a la historia (no así el astrónomo aficionado, que por lo general sigue teniendo que pagar ese precio por desarrollar su pasión).

Hoy en día, las observaciones en telescopios profesionales se realizan desde la comodidad de la sala de control, a través de una serie de monitores que nada tiene que envidiar a la sala de guerra del Pentágono. Las condiciones meteorológicas, el estado del telescopio, los datos… todo se visualiza desde la sala de control. Hasta tal punto, de hecho, que ni siquiera es necesario salir afuera y contemplar el impagable firmamento con nuestros propios ojos.

¿Poco romántico? Puede. Pero la vida del observador también está plagada de pequeñas vicisitudes, anécdotas y momentos de gran intensidad que la hacen apasionante.

Y si, de todas las clases de astronomía, nos centramos en la que estudia el Cosmos en longitudes de onda de radio (más o menos a partir de 1 milímetro), todo el asunto cambia aún más, pues la realidad se parece aún menos a la idea romántica de marras. En concreto, he aquí siete cosas que (quizás) no sabías de la vida del radioastrónomo.

1. Los cascos, mejor para escuchar música

La Dra. Eleanor Arroway tiene unas aficiones de lo más extrañas

Todos recordamos a la Dra. Eleanor Arroway (Jodie Foster), en la película “Contact”, buscando señales de civilizaciones extraterrestres… a través de sus auriculares. Los radiotelescopios recogen la radiación electromagnética que llega del espacio en las frecuencias de radio, pero esto no quiere decir que uno vaya a escuchar la emisora de grandes éxitos de las estrellas si se pone los cascos (más bien lo que oiría sería un ruido ininteligible). Los datos, mejor, en el monitor del ordenador.

2. ¿Quién quiere fotografías?

Olvídate de esas fotografías a todo (falso) color de galaxias que producen los telescopios en luz visible. Sí, esas en las que casi se les distinguen las vergüenzas a las nebulosas y que asombran al público. Nada de eso. Un radiotelescopio no es más que una antena que recibe una potencia determinada a cada frecuencia y produce una sobria gráfica que no enseñarías a tus amigos pero que, sin embargo, nos da muchísima información sobre el Universo muy frío, gobernado tanto por hidrógeno atómico como por moléculas (monóxido de carbono, agua, amoniaco, etc.), así como sobre la radiación sincrotrón procedente de algunos de los fenómenos más violentos del Cosmos, como agujeros negros o supernovas… En resumen, aspectos del Universo sobre los que la luz visible no puede “iluminarnos”.

Si aún así tienes nostalgia de las fotografías, no te preocupes: hay unos pocos instrumentos, muy caros, que agrupan receptores como si de los pixeles de una cámara se tratase. Eso sí, comparadas con las imágenes producidas por el telescopio espacial Hubble, éstas parecen vistas por alguien que rozara la miopía magna.

La famosa nebulosa de la cabeza de caballo (a la derecha en luz visible, a la izquierda en radio, a 1 milímetro), es una nube de polvo y gas en el interior de la cual se forman estrellas. La imagen en radio es más fea, de acuerdo, pero nos da más información de lo que ocurre en el interior de la nube

Aunque, claro, todo puede mejorar. Si juntas muchas antenas tendrás un radiointerferómetro, capaz de combinar los datos de todos para producir imágenes de calidad —incluso se pueden combinar ambos sistemas, como en el australiano ASKAP. Y puede mejorar mucho: cuando ALMA, el radiointerferómetro más avanzado del mundo, cuente con sus 64 antenas ¡será capaz de producir imágenes aún más nítidas que las del mismísimo Hubble!

3. Observando a ciegas

El lector atento se habrá preguntado que, si el radiotelescopio no produce imágenes, ¿cómo puede uno estar seguro de apuntar al objeto correcto? Pues buscándolo de la misma manera que uno puede buscar el sol con los ojos cerrados en un día despejado, por la intensidad del color rojizo (y del calor) que atraviesa los párpados. Puede que sorprenda, pero siguiendo este método para corregir un apuntado a ciegas ya de por sí bueno, el error en la puntería de estos aparatos ronda los pocos segundos de arco, o, en otras palabras, unas pocas milésimas del tamaño de la Luna en el cielo.

De hecho, esta precisión es uno de los mejores argumentos para desmontar la teoría de la conspiración lunar: las señales de radio del Águila fueron seguidas en directo por multitud de radiotelescopios en todo el mundo. Si el Apollo XI no hubiera seguido la trayectoria que siguió, la Unión Soviética no habría tardado ni dos minutos en darse cuenta.

4. Móvil, wifi, bluetooth… ¿eso qué es?

Ni móvil, ni wifi, ni bluetooth... ¡Bienvenido a los 80!

Si no fuera por las pantallas planas, el ambiente en la sala de control de un radiotelescopio podría llevarnos a creer que estamos de vuelta en los 80. Los teléfonos y los ratones tienen cable, tu ordenador no detectará redes wifi en las cercanías, y una alarma sonará como loca si detecta que tienes el móvil o el wifi encendido (por cierto que la wifi es hija directa de la radioastronomía; fue desarrollada en el ATNF).

Y es que cualquier dispositivo que emita ondas de radio está absolutamente prohibido en todo el observatorio, debido a la interferencia que produce en los instrumentos que mezclan las ondas recibidas, llevándolas a las mismas bandas de frecuencia en la que operan todos estos aparatos. Por no haber, en algunos radioobservatorios no hay ni microondas.

Así que no te lleves el iPad, porque tampoco te servirá de mucho.

5. El día más largo

Olvídate de irte a dormir con la salida del Sol, que aún te queda: la atmósfera no dispersa la emisión de radio del Sol, de modo que poco importa que sea de día o de noche; el cielo es oscuro a las longitudes de onda de radio. El radiotelescopio funciona continuamente, y no entiende de fines de semana o festivos. Ni siquiera de Nochevieja (los observatorios están llenos de anécdotas navideñas en que las fiestas se celebran con una familia diferente a la habitual).

Eso sí, hablando de observar de día, ojo con apuntar al Sol. No sólo no verás a la Virgen, sino que la superficie de la antena, aún sin estar pulida como los espejos, refleja y concentra el suficiente calor proviniente del Sol como para quemar el instrumental situado en el foco primario. Por eso los radiotelescopios tienen mecanismos de seguridad que les impide apuntar demasiado cerca del Sol (excepto, claro, los radiotelescopios más pequeños o aquellos especialmente diseñados para observar nuestra estrella).

6. La atmósfera molesta pero no impide

La atmósfera es el peor enemigo del astrónomo que observa en el rango visible. Éste sueña con que un cataclismo la barra de un plumazo, de manera que no emborrone sus observaciones (¿a quién le importa respirar? ¡lo primero es la ciencia!). Pero a medida que nos alejamos del rango del visible hacia las ondas de radio, la molestia de la atmósfera disminuye progresivamente. En el extremo más cercano al visible, a longitudes de onda aún por debajo del milímetro, necesitamos una atmósfera bastante despejada y en relativa calma. Un poco más allá, a partir de 2 ó 3 milímetros, sólo el viento excesivo nos impediría observar, aunque las nubes, si son muy gruesas, pueden molestarnos por la gran cantidad de vapor de agua en suspensión, que absorbe parte de la emisión de los objetos e interfiere en las observaciones. Y mucho más allá, a longitudes de onda centimétricas, ni siquiera la lluvia nos detendrá.

7. Ermitaños en la montaña

Radiotelescopio IRAM de 30 metros en Pico de Veleta (Granada).

Por lo general, los radiotelescopios se ubican en lugares aislados para evitar interferencias de radio, en altiplanicies desérticas y secas para minimizar el efecto del vapor de agua, o en alta montaña, pues, aunque la atmósfera no sea  tan molesta como en el visible, cuanta menos tengamos sobre nuestras cabezas, mejor.

Así, llegar al observatorio puede ser una odisea. En invierno, la subida al radiotelescopio de 30 metros de IRAM, situado a 2850 metros de altitud en Pico de Veleta (Granada), requiere de un viaje en teleférico seguido de otro en snowcat, a veces sumidos en plena ventisca. Y en Plateau de Bure, en los Alpes franceses, se llega, o en helicóptero, o tras una larga caminata atado a un guía equipado con crampones.

Importante: el desodorante, mejor en crema. Si llevas un roll-on, la bola saldrá disparada en cuanto abras la tapa, debido a la diferencia de presión atmosférica con la de tu lugar de origen. Las botellas que subiste silban y las tapas de los yogures están hinchadas y pueden provocar un accidente si uno no los abre con cuidado. La menor cantidad de oxígeno hace que te canses más al subir y bajar escaleras, y puede hacer que pienses con menos claridad. Y esto puede llegar a suponer un problema: los técnicos de ALMA —situado en el llano de Chajnantor, Chile, a la friolera de 5058 metros sobre el nivel del mar—, pueden saber perfectamente qué cable han de cambiar, pero eso no garantiza que cuando lleguen al observatorio, tras un largo ascenso, sustituyan otro cable diferente.

Y todo esto, claro, por no hablar de las dificultades de evacuar a un herido o enfermo en una emergencia, o la aventura de quedarse días aislado de la civilización por una tormenta de nieve.

(Mis agradecimientos al Lobo Rayado, el colaborador de Amazings que más sabe de radioastronomía, por dejarse torturar con el borrador de este artículo.)



Por Miguel Santander, publicado el 23 marzo, 2012
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