Un cromatógrafo por nariz

Por El Buho del Blog, el 25 junio, 2012. Categoría(s): Divulgación
James Lovelock

James Lovelock, autor de la Hipótesis Gaia, y la bióloga marina Rachel Carson, autora del libro “La primavera silenciosa”, son considerados por muchos como los padres del ecologismo imperante. La historia de esa paternidad arranca con el debate en Estados Unidos, a principios de los sesenta, sobre los efectos del DDT, el insecticida cuya producción se triplicó entre los años 1953 y 1959. La Carson murió joven, víctima del cáncer, sin poder paladear la influencia de sus tesis. Lovelock se ha convertido en un abuelo gruñón, pronuclear y, más recientemente, con un toque negacionista  sobre el cambio climático.

Pero en esta entrada no nos vamos a meter en esos complicados jardines, prefiriendo resaltar la figura de James Lovelock como la de la persona que desarrolló el llamado detector de captura electrónica (ECD), un dispositivo que revolucionó los niveles de detección de sustancias químicas mediante una técnica que ha pasado a ser un clásico de los laboratorios de análisis químico, la llamada cromatografía de gases (GC en la prepotente terminología anglosajona).

En esa técnica, una muestra minúscula de una mezcla de gases o vapores se introduce en una corriente continua de un gas que actúa meramente como portador (helio, nitrógeno). El conjunto se hace pasar por una delgada columna metálica rellena de un material capaz de interactuar con los componentes de la mezcla de forma diferenciada.

Como consecuencia de ello, sustancias con estructuras dispares interaccionan de forma diferente con el relleno de la columna, “entreteniéndose” más o menos tiempo en su interior y saliendo al exterior a diferentes tiempos, donde el detector ECD es capaz de dar un aviso de su salida y cuantificar las proporciones de esos componentes en la mezcla. Con lo que, contándolo de forma sencilla, podemos saber cuántos componentes hay en la mezcla (el número de picos del diagrama que aparece bajo estas líneas) y en qué cantidades relativas (relación de alturas en el mismo diagrama) se encuentran dichos componentes.

Lovelock entró en contacto con la técnica cromatográfica en el verano de 1951, cuando unos colegas del londinense National Institute of Medical Research (NIMR)  introdujeron la GC en el Instituto, como consecuencia de su creciente fama en los medios analíticos. La técnica estaba siendo fundamental para la incipiente industria petroquímica, que necesitaba una técnica rápida de separación y detección de las complejas mezclas existentes en sus líneas de producción.

También había interesado a bioquímicos y analíticos como posibilidad de separar productos similares en cantidades muy pequeñas. Y, de hecho, ese era el problema que preocupaba a Lovelock, interesado en los efectos de la criogenización en tejidos y fluidos vitales y, más concretamente, en cómo evolucionaban en esa situación los ácidos grasos de los lípidos constituyentes de las membranas celulares. Lo que implicaba medir pequeñas variaciones de esas sustancias, dado el tamaño de las muestras de tejidos de animales empleados en el laboratorio.

Aunque desde los colegas del NIMR se le hizo llegar a Lovelock el clásico consejo de los que nos hemos dedicado a caracterizar sustancias y materiales, ”no me vengas con muestras tan pequeñas, procura producir más cantidad acumulando experimentos”, alguien le sugirió que, para alcanzar sus fines, quizás fuera mejor desarrollar un detector más sensible que el empleado en cromatografía hasta entonces. Y lo consiguió.

Desde el invento de Lovelock, la sensibilidad de los detectores ECD ha evolucionado y actualmente ronda las 10 ppc (partes por cuatrillón) o, lo que es igual, es capaz de detectar un miligramo de una sustancia química concreta en cien mil toneladas de una muestra compleja. Lo que quiere decir que, en el plazo de unas cinco décadas, hemos alcanzado sensibilidades a pesticidas y otros productos químicos cien millones de veces mayores que las que tenía el primer detector de Lovelock, que andaba por la parte por millón.

La cromatografía de gases ha permitido resolver muchos y muy intrincados problemas. Se pueden aducir cosas muy sofisticadas pero también nos podemos quedar con una cuestión aparentemente tan prosaica como el sabor a corcho de algunos vinos. Tradicionalmente, el efecto se ha asociado a una mala conservación del mismo en sitios expuestos a la luz, cambios bruscos de temperatura, incorrecta colocación, etc., pero esas no son sino condiciones asociadas a la aparición del verdadero problema. Como siempre que tiene que ver con sabores u olores, en el origen hay alguna sustancia química.

En un principio, se propusieron como culpables de ese problema olfativo y gustativo los compuestos 1-octeno-3-ona, 1-octen-3-ol y 2-metil isoborneol (MIB). A medida que se fueron afinando las técnicas de detección y análisis de compuestos minoritarios en vinos (con la GC en primera línea), se incluyeron otros posibles culpables, como el 2,4,6-tricloroanisol (TCA) que hoy en día se tiene como la principal causa del gusto a corcho en vinos.

Olores y aromas son una parte importante de nuestra sofisticada vida moderna, en ambientes como la cosmética, la cocina tecno-emocional (molecular, o como se llame), los alimentos industriales, etc. ¿Por qué?. Porque nuestra nariz es un cromatógrafo perfecto, capaz de inducir al cerebro sensaciones agradables (o desagradables) gracias a su capacidad para detectar determinados compuestos volátiles en cantidades que se encuentran próximas a las que detecta un verdadero cromatógrafo.

Por ejemplo, el característico y apetecible olor a determinadas setas y hongos, debido al 1-octen-3-ol arriba mencionado, puede ser detectado por nuestra nariz a concentraciones del orden de 3 ppt, trescientas veces más altas que las detectables por un sofisticado cromatógrafo de miles y miles de euros. Pero la comparativa anterior no debe inducir a error en detrimento de nuestra nariz y sus capacidades. Una parte por trillón (ppt) todavía implica “encontrar” un miligramo de una sustancia en un millar de toneladas de una mezcla compleja.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre un cromatógrafo y una nariz. La respuesta del cromatógrafo es puramente cuantitativa y si dos moléculas se encuentran en concentraciones muy diferentes aparecerán dos picos de alturas muy diferentes y proporcionales a las cantidades. En la nariz, la cosa cambia. Por ejemplo, la rotundona, una molécula que da su aroma característico a la pimienta negra, y que también juega un papel predominante en el aroma de la variedad de uva conocida como  shiraz, es para la nariz humana, a igual concentración, varios cientos de veces más intensa que la vanillina, la molécula que proporciona el aroma característico a la vainilla y que también se encuentra en el whisky escocés envejecido en madera.

Estas diferentes características a la hora de la detección de una determinada molécula, ha dado lugar a una curiosa simbiosis entre hombre y máquina, la llamada cromatografía de gases/olfatometría, en la que el cromatógrafo hace la separación de los compuestos contenidos en una muestra y una nariz humana, colocada a la salida de la columna, trata de identificar sustancias que, aunque sean minoritarias en la muestra en cuestión, puedan ser relevantes a la hora de proporcionar a la mezcla en estudio sus características organolépticas. Porque en muchos de los aromas complejos que nos atraen en la naturaleza, o en un perfume generado por el hombre, la clave no está siempre en la concentración.

Claro que esa inusual combinación tiene sus inconvenientes, ya que cada nariz humana es diferente de la del vecino y sus sensores olfativos también. Lo que introduce un matiz subjetivo en la detección basada en panelistas, que es como se llama a las personas cuya nariz les da de comer a base de olfatear lo que sale de una columna cromatográfica. Por ello, los expertos en olfatometría requieren un entrenamiento riguroso, de cara al establecimiento de unos criterios lo más consistentes posibles a la hora de comparar los resultados proporcionados por narices distintas.

Pero la técnica está más que consolidada y ha permitido, por ejemplo, que las grandes firmas de perfumería desarrollen esencias exclusivas basadas en moléculas que no necesitan estar en proporciones mayoritarias dentro de la compleja mezcla que es hoy un perfume de alta gama. Ese es el caso de un aroma que tiene una larga historia: el almizcle o musk, segregado por un pequeño cérvido asiático (Moschus moschiferus) en la piel de su abdomen. El análisis de esas secreciones revela que contiene colesterol, éteres de ácidos grasos y una pequeña proporción de una cetona, la muscona que es la que proporciona el olor característico a almizcle. Para no andar matando ciervecillos al ritmo que pudieran dictar las grandes marcas, casi toda la muscona que se utiliza es de origen sintético.



Por El Buho del Blog, publicado el 25 junio, 2012
Categoría(s): Divulgación