Un paseo por los planetas gigantes

Por Daniel Marín, el 26 julio, 2012. Categoría(s): Astronomía • Divulgación

Imagínate por un momento cómo sería volar por los cielos de Júpiter.

Te rodea un cielo azul púrpura similar al que puedes ver en la Tierra desde la ventanilla de cualquier avión. Bajo tus pies puedes contemplar varias capas de nubes de distintos colores: azules, blancas, rojas, marrones,…; sientes curiosidad y decides descender un poco. Atraviesas una fina capa de nubes de cristales de amoniaco y ahora puedes ver más claramente gigantescos cúmulos de nubes blancas y ocres mezclándose entre sí. Una fina nieve de amoniaco cae sobre ti desde la capa nubosa superior, así que buscas una zona más despejada. Sin montañas o accidentes geográficos con que compararlas, se te hace difícil juzgar la escala de las nubes, pero sabes que son gigantescas. Y son nubes de todo tipo: cúmulos, cirros, cumulonimbos, estratos,… el sueño de un meteorólogo hecho realidad.

De vez en cuando un enorme relámpago sacude el majestuoso paisaje. El sonido del trueno te llega mucho antes que en la Tierra porque el ‘aire’ que te rodea es principalmente hidrógeno. Te llaman la atención las nubes inferiores de color rojizo y sientes que deberías estudiarlas más de cerca.

Tienes que maniobrar con cuidado para no meterte dentro de ellas sino quieres que tu aeronave sea despedazada por las fuertes corrientes de convección. Pero sobre todo, evitas sumergirte en las profundidades, allí donde la temperatura y la presión superan los límites del diseño de cualquier vehículo construido por el ser humano. Tras una breve inmersión, vuelves a las alturas. En el horizonte -y en Júpiter el horizonte está realmente lejos– vislumbras una imponente muralla de nubes que demarcan la separación entre los cinturones nubosos del planeta, una región dominada por gigantescos ciclones con vientos huracanados. Decides que no es una buena idea atravesar ese muro y cambias de rumbo.

Representación artística de la atmósfera de Júpiter

¿Un simple relato de ciencia ficción? Podría ser, pero lo cierto es que los gigantes gaseosos presentan una atmósfera compleja y fascinante a partes iguales. Sin ir más lejos, fíjate bien en estas dos imágenes:

¿Lo has notado? Ese pequeño punto azul que aparece en la fotografía de la izquierda en medio de un remolino no parece gran cosa, pero en realidad se trata de un potente relámpago visto por la sonda Cassini de la NASA en el lado diurno de Saturno. No, lo que has leído al inicio es una descripción de lo que podrán experimentar los futuros exploradores que viajen a los dos gigantes gaseosos de nuestro Sistema Solar, Júpiter y Saturno.

¿Y qué pasa con Urano y Neptuno? Ambos planetas son muy parecidos entre sí, pero muy diferentes tanto en tamaño como en composición comparados con Júpiter y Saturno, motivo por el que se les conoce como ‘gigantes de hielo’ y merecen ser tratados por separado.

La atmósfera de los gigantes gaseosos 

Júpiter y Saturno no tienen una superficie sólida. Son enormes bolas de gas y líquido con una composición muy similar a la del Sol que giran sobre sí mismas a gran velocidad. No en vano, a Júpiter y Saturno se les llama ‘gigantes gaseosos’ por algo (aunque realmente deberían ser ‘gigantes líquidos’, ya que la mayor parte de su interior está en forma líquida o metálica). 

La atmósfera superior de los dos planetas está dominada por un llamativo conjunto de bandas y cinturones nubosos que nada tiene que ver con los patrones climáticos de nuestro planeta. ¿A qué se debe esta diferencia? La radiación solar. Efectivamente, en la Tierra el astro rey es el causante de la circulación atmosférica. La gran diferencia de temperaturas entre las regiones tropicales y los polos es el factor principal que rige nuestra atmósfera. Este gradiente de energía provoca la creación de células de convección de Hadley cerca del ecuador y además las montañas y cordilleras se encargan de bloquear los vientos, creando patrones climáticos locales muy característicos.

¿Y qué pasa en Júpiter y Saturno? En este caso, el factor principal es el calor interno. De hecho, la diferencia de temperaturas entre el ecuador y los polos es prácticamente nula, pero para comprender el clima de estos planetas debemos saber primero cómo es su interior. Júpiter y Saturno están formados principalmente por hidrógeno y algo de helio (un 15%), más o menos igual que el Sol. A medida que nos adentramos en el interior de uno de estos mundos, la temperatura aumenta y la atmósfera se va haciendo más densa hasta que el hidrógeno se vuelve líquido. Si seguimos descendiendo el hidrógeno líquido se convierte en hidrógeno metálico.

Precisamente, es esta capa de hidrógeno metálico la causante del los potentes campos magnéticos que rodean a estos planetas. De hecho, si pudiéramos ver a simple vista la magnetosfera de Júpiter, ocuparía un tamaño en el cielo similar al de la Luna llena. Por algo se dice que es el ‘objeto’ más grande del Sistema Solar -después del Sol, obviamente-. ¿Y qué hay en el centro de estos planetas? Nadie lo sabe.

Posible estructura interior de los planetas exteriores del Sistema Solar (NASA).

Si consultas cualquier libro de astronomía verás que la mayoría suelen representar el centro de estos planetas como un núcleo sólido formado por hielos y roca con una masa varias veces superior a la de la Tierra. En realidad, desconocemos si existe este núcleo o cómo son sus características. Por lo que sabemos, en el interior de los gigantes gaseosos podrían existir diamantes del tamaño de pequeños mundos. El centro de los planetas gaseosos viene a ser algo así como el equivalente astronómico del hic sunt dracones de los mapas medievales. Precisamente, la sonda Juno de la NASA tiene como objetivo averiguar de una vez por todas la misteriosa estructura interna de Júpiter.

Pero volvamos a la atmósfera superior. Todo el clima de estos planetas tiene lugar en esta capa, que apenas constituye un 1% del conjunto de la atmósfera. Lo primero que nos llama la atención es el patrón de franjas nubosas de estos planetas, mucho más marcado en el caso de Júpiter, pero también visible en Saturno. Las bandas oscuras se conocen como ‘cinturones’, mientras que las claras se denominan ‘zonas’. Las zonas son por lo general masas de aire frío descendentes -recuerda que el ‘aire’ en Júpiter y Saturno es principalmente hidrógeno-, mientras que los cinturones son masas ascendentes. Los vientos de las zonas y cinturones soplan a una velocidad casi constante en la misma dirección, pero a veces en sentidos contrarios entre sí. En Júpiter los vientos pueden alcanzar los 350 km/h, pero Saturno le gana por goleada en este aspecto, con vientos que llegan a los 1800 km/h. Como resultado, la velocidad relativa entre los vientos de zonas y cinturones puede superar los 500 km/h en Júpiter. Como vimos en la introducción, si uno pudiera volar en avión por el gigante joviano no sería muy recomendable atravesar a baja altitud las fronteras que separan las zonas y cinturones, so pena de sufrir violentas turbulencias que incomodarían bastante a los pasajeros en el mejor de los casos y despedazarían nuestra nave en el peor.

En este punto, un lector avispado se puede estar preguntando con respecto a qué se mide la velocidad de los vientos si estos planetas no tienen superficie alguna. Buena pregunta. Los científicos calculan dicha velocidad respecto al campo magnético, que se supone que es un indicador fiable de la rotación del conjunto del planeta. Se supone. Es posible, aunque improbable, que las capas exteriores no giren exactamente a la misma velocidad angular que la capa de hidrógeno metálico. La diferencia podría ser mayor en el caso de Saturno, cuya capa de hidrógeno metálico es más fina y mucho más profunda que la de Júpiter, y por tanto sería más probable que estuviese desacoplada de las capas exteriores. Por este motivo, nadie sabe con precisión cuánto dura el día en Saturno. Esto podría explicar los elevados vientos del planeta anillado, un misterio que por ahora desafía la mayoría de modelos teóricos.

Efectivamente, los vientos de la región ecuatorial de Saturno superan todo lo conocido y no tienen equivalente en Júpiter. Como tampoco lo tienen las ‘cadenas de perlas’, cinturones de tormentas circulares que separan las zonas de fuertes vientos ecuatoriales de las regiones con vientos retrógrados.

Como vimos más arriba, el calor interno de los planetas es el que gobierna los vientos y la formación de estructuras en Júpiter y Saturno. ¿Pero de dónde proviene este calor? Uno de los misterios de los gigantes gaseosos es la relativa ausencia de helio en la atmósfera exterior. No obstante, sabemos que el helio forma el 15% de estos mundos. Se cree que el helio, al ser más denso que el hidrógeno, se condensa en la capa de hidrógeno metálico formando enormes gotas que se precipitan hacia el núcleo del planeta, liberando calor en el proceso. Esta lluvia de helio en un mar de hidrógeno metálico es la principal fuente de energía interna de los gigantes gaseosos, a la que debemos añadir el calor residual de formación de ambos planetas.

Júpiter visto en infrarrojo. Las zonas más brillantes son 'agujeros' en la atmósfera por los que se aprecia el calor interno del planeta (NASA).

Pero el calor interno no explica por si solo la estructura en bandas de la atmósfera. La rapidísima rotación es otro factor a tener en cuenta. Júpiter y Saturno tienen un periodo de rotación muy similar, de unas diez horas, lo que provoca un abultamiento ecuatorial visible a simple vista. La famosa expresión ‘la Tierra está achatada por los polos’ se queda corta a la hora de describir lo que ocurre en estos planetas. Esta elevada velocidad de rotación determina también la estabilidad de bandas y cinturones. En la Tierra las tormentas vienen y van en cuestión de horas o días. En Júpiter y Saturno las grandes estructuras nubosas pueden durar fácilmente décadas o siglos. La enorme escala temporal de la atmósfera de Júpiter y Saturno es otra de las diferencias con la atmósfera terrestre.

Por contra, las pequeñas estructuras tienen una vida mucho menor. Las tormentas o remolinos que aparecen en los bordes de las franjas pueden aparecer y desaparecer en cuestión de pocos días, como en la Tierra. Curiosamente, se cree que son estas turbulencias las que generan los vientos zonales y no al revés. Es decir, no es que los fuertes vientos generen remolinos y ciclones, sino todo lo contrario.

Bandas y cinturones de Júpiter vistos por el telescopio espacial Hubble (NASA).

Pero mentiríamos si dijésemos que entendemos la relación entre la emisión del calor interno del planeta y la formación de estructuras nubosas. Desde hace décadas los científicos discuten si la atmósfera exterior de Júpiter y Saturno se halla totalmente separada de las capas interiores del planeta -y sufre hasta cierto punto la influencia de la radiación solar-, o si por el contrario las zonas y cinturones no son más que una manifestación exterior de una estructura interna en forma de cilindros coaxiales. Los modelos de ordenador favorecen esta última hipótesis, pero los detalles -y el diablo está en los detalles- siguen sin estar claros.

Por otro lado, debemos tener cuidado a la hora de exagerar la magnitud del calor interno de los planetas gigantes. Sí, estamos hablando de muchísima energía en términos absolutos, pero la superficie irradiada también lo es. Por eso la potencia generada por esta fuente de calor, aunque superior a la solar, es de apenas unos cuantos vatios por metro cuadrado, mientras que la irradiación del Sol sobre la Tierra es de unos cien vatios por metro cuadrado. No obstante, como veremos más abajo, en el caso de Saturno la mayor inclinación de su eje de rotación (27º frente a los 3º del eje de Júpiter) provoca cambios en la atmósfera de naturaleza estacional, por lo que, a pesar de no ser el factor más importante, la luz del Sol sí que influye en los gigantes gaseosos, o al menos en Saturno.

Nubes de colores

Sin una superficie sólida, las nubes son la principal característica visible de Júpiter y Saturno. Pero a diferencia de las nubes blancas de nuestro planeta azul, las nubes de Júpiter y Saturno parecen salidas de la imaginación de un van Gogh cósmico. Tonos rojos, ocres, amarillos y naranjas de todo tipo se combinan para formar la paleta de colores de las nubes en estas atmósferas. ¿A qué se debe esta riqueza cromática?

Júpiter y Saturno tienen tres capas principales de nubes situadas una encima de la otra. En la parte superior encontramos blancas y finas nubes de cristales de amoniaco que recuerdan a los cirros terrestres. En la parte intermedia destacan las anaranjadas nubes tóxicas de hidrosulfuro de amonio (NH4SH), mientras que la parte inferior está dominada por las blancas nubes de agua que todos conocemos. La profundidad y altura entre capas es distinta en Júpiter y en Saturno, por la distribución general es la misma. Por supuesto, esta estructura no es rígida y la atmósfera se ve sacudida con corrientes de convección que mezclan estas capas nubosas.

Por ejemplo, es frecuente que las nubes de agua asciendan y atraviesen la capa de nubes de hidrosulfuro de amonio. De no ser por estos movimientos, la capa nubosa exterior de estos planetas sería siempre de color blanco. En el caso de Saturno, es posible que las dos primeras capas sean muy tenues, con finas nubes en forma de cirros, mientras que la capa inferior de nubes de agua tampoco cubriría una gran superficie.

Estructura de la atmósfera de los planetas gigantes (NASA).

Por encima del trío de capas nubosas se encuentra una neblina fotoquímica de metano y otros compuestos orgánicos. Esta neblina se forma por la acción de la luz ultravioleta del Sol sobre el metano atmosférico, un fenómeno que también ocurre en Titán, la luna de Saturno. Precisamente, esta neblina fotoquímica es especialmente densa en Saturno, donde apenas deja entrever los patrones nubosos de la atmósfera inferior. Y sin embargo esta compleja estructura no explica los colores rojos o marrones que se pueden ver con un pequeño telescopio.

Los libros de astronomía nos dicen que los ‘compuestos orgánicos’ son la causa de los colores rojizos y marrones de estos planetas. Y todo indica que efectivamente esto es así, pero una vez más lo cierto es nadie sabe exactamente qué compuestos y en qué proporción son los que se encargan de colorear las atmósferas de los gigantes gaseosos. Por ejemplo, no tenemos ni idea de por qué las nubes de hidrosulfuro de amonio tienen ese color marrón anaranjado y no otro. El fósforo de la fosfina o el azufre del ácido sulfhídrico serían responsables de formar los compuestos con los colores más ocres y rojizos, pero el caso es que, aunque conocemos los ingredientes, somos incapaces de descifrar la receta encargada de producir los colores de los planetas gigantes. Algo así como lo que sucede con la fórmula de la Coca-Cola, pero en plan astronómico.

A diferencia de Júpiter, Saturno presenta una atmósfera de color azul en el hemisferio que se encuentra bajo la sombra de los anillos (fenómeno que desaparece cerca de los dos equinoccios, lógicamente). Se cree que la sombra de los anillos, junto con las bajas temperaturas del invierno local, provoca que las nubes se formen en las profundidades de la atmósfera y no sean visibles. En este caso, el azul de la atmósfera de Saturno se debería al mismo mecanismo que está detrás de los cielos azules de nuestro planeta: la dispersión de Rayleigh.

Saturno visto por la sonda Cassini. Se aprecia la atmósfera de color azul en el hemisferio donde se encuentra la sombra de los anillos (NASA).

Otro misterio es la cantidad de agua que esconden los gigantes gaseosos. La sonda Galileo soltó en 1995 una pequeña cápsula que se internó en la atmósfera de Júpiter hasta una profundidad donde la presión alcanzaba los 20 bares. Hasta la fecha, es el único artefacto humano que ha estudiado directamente la atmósfera de los planetas gigantes.

Para sorpresa de los científicos, la cantidad de agua medida fue muy inferior a la esperada, aunque luego se comprobó que la sonda había tenido la mala suerte de descender a través de un ‘agujero’ en la atmósfera, es decir, una zona sin nubes especialmente seca. Pero desde entonces los científicos están con la mosca detrás de la oreja y no saben hasta qué punto la escasez de agua observada por la Galileo es real o no. Y no es un asunto menor. La cantidad de agua en estos planetas es proporcional a la cantidad de oxígeno que existía en la nebulosa protoplanetaria a partir de la que se formaron. La carencia de agua significaría poco oxígeno primordial y, por consiguiente, habría que revisar los modelos de formación planetaria actuales.

Representación artística de la cápsula de la sonda Galileo descendiendo por la atmósfera de Júpiter (NASA).

Pero no podemos hablar de las nubes de Júpiter sin mencionar la mayor estructura de su atmósfera. Por supuesto, nos referimos a la Gran Mancha Roja o GRS (Great Red Spot). Lo de ‘gran’ va en serio. Esta estructura nubosa es más grande que nuestro planeta, aunque a diferencia de lo que mucha gente cree no es una ‘tormenta’, sino una región de altas presiones cuyas nubes se elevan unos 8 kilómetros por encima de las áreas circundantes. Eso no evita que los vientos en su interior alcancen los 600 km/h. Sabemos que este anticiclón existe desde al menos unos tres siglos -otro ejemplo de la elevada escala temporal de las estructuras atmosféricas en estos planetas-, pues el mismísimo Giovanni Cassini la observó en 1665. Durante este tiempo ha cambiado su tamaño, forma y color en repetidas ocasiones.

Cuando las Pioneer 10 y 11 visitaron Júpiter en 1973 y 1974 se hallaba rodeada de nubes de color blanco. En 1979 la Voyager 2 pudo contemplar una mancha con menos contraste, más desdibujada y con remolinos más marcados en su interior. En los últimos años, los cambios morfológicos de la Gran Mancha  Roja son seguidos casi a diario por astrónomos aficionados y profesionales de todo el mundo, ayudados por potentes instrumentos como el telescopio espacial Hubble.

Además de la Gran Mancha Roja, existen otros anticiclones ovales más o menos estables que suelen fusionarse entre sí antes de desaparecer. Curiosamente, su color puede ser tanto blanco como rojizo. Por supuesto, también existen ciclones en Júpiter y Saturno, pero son una minoría. Efectivamente, y a diferencia de la Tierra, el 90% de los óvalos y vórtices que vemos son anticiclones. Nadie sabe por qué.

La Gran Mancha Roja comparada con la Tierra (Michael Carroll).

En cuanto a Saturno, éste no presenta ninguna mancha roja, peros sí numerosos óvalos y remolinos de altas y bajas presiones. Sin duda, la característica atmosférica más destacable del gigante anillado son las Tormentas Blancas o Manchas Blancas (GWS, Great White Spots) que surgen de vez en cuando. El fenómeno es claramente estacional, ya que presenta una periodicidad relacionada con la duración del año en Saturno (unos 28 años y medio). Un ejemplo de que el Sol todavía tiene algo que decir en el clima de los planetas gigantes.

La última tormenta blanca en Saturno vista por la sonda Cassini (NASA).

Menos conocido que la Gran Mancha Roja de Júpiter o las tormentas blancas, tenemos al Hexágono del polo norte de Saturno, una misteriosa estructura atmosférica situada a unos 78º de latitud norte con unos vientos que rondan los 350 km/h. Se desconoce cómo se ha formado. Aunque varias simulaciones numéricas han logrado reproducirlo, queda por explicar por qué no se observa ninguna estructura similar en el hemisferio sur.

El hexágono del polo norte de Saturno (NASA).

Rayos y truenos

Nadie se extrañará si decimos que Júpiter es el planeta del Sistema Solar donde encontramos los rayos más potentes. Sin embargo, lo cierto es que en realidad, y a pesar de tanta nube, se cree que hay menos rayos por unidad de área y tiempo que en la Tierra (la sonda Galileo detectó un 10% de la cantidad de rayos terrestres, pero ya hemos visto que descendió por una zona sin nubes).

Los rayos tienen lugar principalmente en gigantescas tormentas que miden entre doscientos y mil kilómetros. Los modelos indican que la mayor parte de rayos se originan entre las nubes de agua, sin que participen las nubes de amoniaco o de hidrosulfuro de amonio, ya que solamente el agua es lo suficientemente abundante para crear un aparato eléctrico llamativo. Los rayos y relámpagos se crean a partir de la carga electrostática que adquiere una nube como resultado de la colisión entre las partículas de hielo y agua líquida en su interior convectivo.

Y no sólo se originan rayos normales. La sonda Galileo detectó relámpagos tres veces más energéticos que los rayos terrestres más potentes conocidos.

Rayos en Júpiter vistos por la sonda Galileo (NASA).

Saturno tiene aún menos rayos que Júpiter, aunque se han detectado tanto en longitudes de onda de radio como en visible. Se especula con que la mayor profundidad a la que se encuentran las nubes de agua en este planeta (a 200 kilómetros por debajo de la ‘superficie’ visible, donde la presión es de 20 bares) podría explicar en parte esta escasez. De hecho, la sonda Cassini ha observado nubes oscuras formadas por compuestos orgánicos que se han creado a gran profundidad, quizás gracias a la ayuda de rayos, como en el experimento de Miller-Urey.

Volando por Júpiter y Saturno

La atmósfera de Júpiter no es el mejor lugar para un artefacto volador. Su elevada gravedad, combinada con una atmósfera de hidrógeno hacen que sea complicado diseñar un avión o un globo optimizado para estas condiciones. En la Tierra los dirigibles emplean hidrógeno o helio para flotar en el aire, cortesía del Principio de Arquímedes y de la menor densidad de estos gases con respecto al nitrógeno y el oxígeno.

En Júpiter la atmósfera está compuesta por hidrógeno, así que un globo o dirigible solamente podría mantenerse a flote calentando el aire de su interior, como hacen los globos aerostáticos terrestres. En el caso de una nave tripulada, un hipotético piloto joviano pesaría dos veces y media más que en la Tierra, por lo que podemos imaginar que la tarea de pilotar un avión en Júpiter no debe ser nada agradable. Por el contrario, la gravedad ‘superficial’ de Saturno es prácticamente similar a la terrestre, así que volar en su atmósfera podría ser a priori más sencillo. Quién sabe, ¿veremos algún día alguna sonda explorando los cielos de los gigantes gaseosos?

Epílogo

Tu viaje espacial te ha llevado hasta Saturno. Ahora estás en el hemisferio nocturno del planeta. Encima de ti los anillos, parcialmente iluminados, recorren el cielo como un arcoiris surrealista. Entonces decides que sería genial poder visitar los anillos de cerca. Pero eso es otra historia…

Referencias:



Por Daniel Marín, publicado el 26 julio, 2012
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