Voyager, historia de dos viajeras

Por Arturo Quirantes, el 20 agosto, 2012. Categoría(s): Astronomía • Historia

El reciente aterrizaje (o amartizaje, según gustos) de la sonda robótica Curiosity en Marte es ya un hito en la historia de la NASA. Amenazada por recortes presupuestarios y en medio de una crisis económica de primera magnitud, la agencia aeroespacial norteamericana ha enviado su robot más complejo y sofisticado en una misión digna de una película de ciencia ficción. Si todo va bien, la nueva exploradora proporcionará a la humanidad información científica sorprendente, y muy probablemente suscitará nuevas preguntas. No es la primera vez que somos testigos de ello. Hoy se cumplen treinta y cinco años de otra misión espacial tuvo que sobreponerse a retos similares.

Nuestra historia de viajeros se remonta al programa Mariner de la NASA, que en los años 60 y 70 exploró los planetas Mercurio, Venus y Marte. La opción lógica para continuar eran Júpiter y Saturno, y con ese objetivo en mente comenzó el diseño de las sondas Mariner 11 y 12. En aquella época, la NASA era aún la niña mimada de los Estados Unidos, la agencia que acababa de poner hombres en la Luna cumpliendo el sueño del presidente Kennedy. La gran aventura finalizaría pronto. Una crisis de confianza golpeó Estados Unidos como colofón de una década de conflicto racial, magnicidios y una guerra impopular en Vietnam que estaba provocando fracturas en su propio tejido social.

Pero la agencia aeroespacial todavía se atrevía a soñar con proyectos innovadores y ambiciosos. Gary Flando, uno de sus ingenieros, notó que en los años setenta los planetas exteriores se colocarían en una posición singular que permitiría a una nave explorarlos uno tras otro. Cada acercamiento planetario cambiaría su trayectoria de forma que lo lanzaría hacia su siguiente objetivo, una oportunidad de oro que solamente se presenta una vez cada 175 años. El programa Apolo estaba a punto de terminar, y la flota de transbordadores que en su momento asombraría al mundo aún estaban en fase de construcción, así que la NASA apostó fuerte para mantener el ritmo de la exploración del sistema solar fue la idea de Flando, el llamado Gran Tour … que en 1972 fue reducido por problemas presupuestarios.

Mal augurio. Es difícil creer que haya existido una época tan tormentosa como la actual en la historia reciente, pero la hubo. Entre la concepción del Gran Tour y el lanzamiento de las naves de exploración, Estados Unidos perdió una guerra, un presidente que casi fue enjuiciado por mentiroso, su supremacía económica y buena parte de su credibilidad. La actitud del público sobre su programa espacial pasó del orgullos de “sólo en América” al cinismo de “¿por qué gastamos tanto dinero en el espacio habiendo tantos problemas en tierra?” Si hubo una época propicia para misiones ambiciosas, no parecía ser aquella. Había demasiados problemas inmediatos, demasiados norteamericanos que no podían llenar el depósito de su Pontiac porque unos árabes lejanos les sometían a un chantaje económico.

Los ingenieros de la NASA, con una visión a más largo plazo, “mordieron la bala” y prepararon las dos naves que iban a abrir a los científicos planetarios las puertas del sistema solar exterior. La construcción de las dos sondas constituyó un prodigio de la técnica de entonces, aunque las características de sus ordenadores de a bordo nos harían sonrojar según los estándares de hoy. Bill Gates y Steve Jobs eran, como diría mi hermano, conocidos en su casa a la hora de comer; la capacidad de almacenamiento de datos de las naves rondaba los sesenta y pico megabytes; y la velocidad con que el torrente de información científica llegaría a la tierra se medía en kilobytes por segundo. Cada nave, con un peso de unos 700 kilogramos, llevaba un conjunto de cámaras e instrumentos científicos.  Su lejanía del sol haría inviable el uso de paneles solares, así que su fuente de energía sería un generador de plutonio, lo que tras el accidente de la central nuclear de Isla Tres Millas ya eran ganas de provocar.

Uno de los elementos más conocidos de estas naves es un disco audiovisual, chapado en oro, que contiene imágenes y sonidos de nuestro planeta. Se trata de mensaje en una botella, lanzado a cualquier civilización que en el futuro pueda encontrarla. La probabilidad de que eso suceda es infinitesimal, y hoy día hasta nosotros nos veríamos en dificultades para poder reproducirlo, tal ha sido nuestro avance tecnológico desde entonces; pero es un símbolo de que, quizá por primera vez, estamos haciendo un esfuerzo a nivel de especie para romper las barreras nacionales y perdurar como especie. Carl Sagan y otros visionarios tuvieron el coraje de proponer a la NASA este pequeño experimento sociológico.  Aquí y ahora, os damos las gracias.

Los lanzamientos tuvieron lugar desde Cabo Cañaveral durante el verano de 1977. Nosotros estábamos muy ocupados en un período de transición política, y al decir “nosotros” me refiero a los españoles en general, yo estaba más interesado en hacer castillos de arena en la playa.  Para los viajeros, era hora de partir.

La Voyager 2 despegó el 20 de agosto de 1977, mientras el mundo lloraba la muerte de Groucho Marx; su compañera de viaje, que debía seguir una ruta diferente, comenzó viaje algo más tarde, el 5 de septiembre, pero debido a su mayor velocidad pronto dejó atrás a su gemela.

En marzo y julio de 1979 ambas llegaron a la primera etapa del viaje, el gigante Júpiter. Aunque los detalles de la gran mancha roja y el descubrimiento de un sistema de anillos asombraron al mundo, no fueron más que pequeñas anécdotas en comparación con lo todo lo que aprendimos sobre el conjunto de satélites de Júpiter, un sistema planetario por derecho propio. Las imágenes que recibimos en la Tierra sorprenden incluso hoy día por su riqueza en detalles y su belleza sin par.

Cumplida su primera misión, una pequeña maniobra de billar planetario desvió ambas naves en dirección a Saturno, el hermoso gigante de los anillos. Voyager 1 llegó en noviembre de 1980, y su hermana unos meses después. Para entonces, ambas sondas habían estado viajando durante más de tres años. En tiempos de los grandes viajes de descubrimiento del siglo XVI, un buque que hubiera zarpado y del que no se tuvieran noticias en tres años se daba por perdido. Afortunadamente, los viajeros se encontraban en contacto permanente con sus creadores gracias a la Deep Space Network, una red de tres grandes estaciones de seguimiento de la NASA situadas en Goldstone (California), Canberra (Australia) y Madrid (España).

La visita de las viajeras a Saturno fue tan productiva en datos como la de Júpiter. Con tan sólo una pasada por planeta, las sondas tuvieron muy poco tiempo para explorar los sistemas planetarios de ambos gigantes. Era como una especie de “zapping” en el que cada satélite podía ser examinado brevemente. No había tiempo para detenerse. En un momento dato, los científicos tuvieron que tomar una difícil decisión. La Voyager 1, en su plan de vuelo original, iba a ser dirigida hacia Plutón, el planeta (sí, en aquel entonces aún era un planeta) menos conocido del sistema solar. En el último momento, los responsables de la misión dudaron. Los datos preliminares recibidos sobre la luna Titán les indicaban que podía contener ingredientes para la formación de la vida. Era un objetivo de gran valor científico.

Al final, se tomó la decisión de cambiar la etapa final del viaje del Voyager 1. La exploración de Plutón fue sacrificada para, a cambio, obtener más información sobre Titán. La apuesta tuvo éxito: Titán es una fuente de información tan fascinante que, un cuarto de siglo después, la NASA y la ESA unieron fuerzas para enviar una nave a Saturno y sus satélites. La llamada misión Cassini-Huygens incluyó una sonda que penetró en la atmósfera de Titán y descendió sobre su superficie. Este primo de la Curiosity nos envía ahora datos sobre lluvias de metano líquido y rastros de hidrocarburos. Pero esa es otra historia de viajeros.

Como resultado del cambio de objetivos realizado, Plutón, el lejano objeto transneptuniano anteriormente conocido como planeta, seguiría siendo una incógnita, pero aún quedaba mucha exploración por realizar. A la Voyager 2 le tocaba completar el Gran Tour con los dos grandes gigantes lejanos, Urano y Neptuno. El primero recibió la visita en enero de 1986, y el segundo en agosto de 1989.  Siguiendo fielmente las instrucciones recibidas, los instrumentos de a bordo captaron toda la información que pudieron y la enviaron a una Tierra que se encontraba en proceso de transformación.

Lo cierto es que si la Voyager 2 tuviese un piloto consciente, se habría sorprendido de cuánto había cambiado su mundo de procedencia.  Mientras se encontraba de camino a Urano, un tal Mijaíl Gorbachov (ahora un nombre en los libros de historia) comenzó en el país anteriormente conocido como Unión Soviética un proceso de cambios políticos y económicos sin parangón desde 1919.  Con palabras como glasnost o Perestroika se dio inicio a un proceso de cambios que culminaron con la caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS.  La polarización de bloques políticos conocida como la Guerra Fría terminó poco después de que el viajero cumpliese su última misión de exploración planetaria.

Las viajeras eran ajenas a todo ese frenesí típico de las actividades humanas.  Salvo los episodios de frenética actividad al acercarse a un planeta, lo habitual eran las tareas rutinarias. Un piloto consciente se hubiera aburrido mortalmente viendo por la ventana  el mismo paisaje, un día tras otro, sin apenas variaciones.  Las revoluciones, las depresiones económicas, las incertidumbres políticas son algo desconocido en ese pequeño mundo de silencio y quietud.  La imagen de la Enterprise cruzando el vacío interestelar a velocidad de vértigo es tan sólo una ficción televisiva … aunque el capitán Kirk y el señor Spock tuvieron sus más y sus menos con una ficticia “Voyager 6” en la película de 1979.  Fue un lógico tributo, más que merecido, a una pareja de pequeñas sondas que viajaron con audacia donde nadie había llegado antes, en una misión de exploración cuya duración nadie conocía realmente.

El Gran Tour de los dos viajeros había concluido, al menos sobre el papel.  Contra todo pronóstico, habían sobrevivido a ambientes hostiles al acercarse a los grandes planetas exteriores.  A partir de allí, solamente había la nada; o, para ser más puristas, una colección de gas y partículas increíblemente tenues que se aproximaban mucho a la nada.  Las dos naves no se detendrían jamás porque no había nada que las detuviese.  De un día para otro, el sol se iría convirtiendo en un punto algo menos brillante y las señales de la Tierra se debilitarían con la distancia muy lentamente.

Pero sucedía algo fascinante que impedía dar por concluida la misión: las Voyager seguían funcionando.  Casi todos los instrumentos seguían en buen estado y todavía había mucho Universo por explorar.  Ambas naves se encuentran fuera del plano de la eclíptica (definido por las órbitas de los planetas), y a pesar de que no encontrarán ya más planetas o satélites salvo por la más extraordinaria de las casualidades, todavía tienen mucho que medir: partículas cargadas, campos magnéticos, rayos cósmicos, ondas de plasma.  La supervivencia de las Voyager tan lejos del Sol representaba una oportunidad de oro para el estudio de las condiciones en el espacio interestelar.

Por supuesto, había que tomar medidas adicionales.  Los generadores nucleares de las naves son en esencia versiones sofisticadas de un fuego de chimenea, donde las brasas se van apagando lentamente.  La potencia de que disponen hoy las sondas es poco más que la mitad de la que tenían al despegue.  Aprendieron a ahorrar energía desconectando los instrumentos que fueron diseñados para sondear las atmósferas de planetas y satélites, y que nunca más volverán a utilizarse.  Las cámaras (o como las llaman pomposamente en la NASA, los “sistemas de ciencia mediante imágenes”) ya no tenían nada que fotografiar, y fueron desconectadas.

Todavía tuvieron ocasión para hacer historia una vez más.  En febrero de 1990, la Voyager 1 dirigió su cámara hacia el interior del sistema solar y envió una serie de fotografías del sol y sus planetas, un mosaico que hoy conocemos como la “foto de familia.”  Cuando llegó el momento de apuntar la cámara hacia nuestro propio mundo, el efecto de la luz dispersada por el sol produjo una imagen espectacular.    Desde la increíble distancia de seis mil millones de kilómetros, la Tierra aparece como una mera mota de polvo azul verdoso, apenas visible dentro de un haz de luz gigantesco.  La imagen del “punto azul pálido” (pale blue dot) rivaliza en belleza y simbolismo con la famosa fotografía de la Tierra vista desde la Luna en 1968, y fue descrita genialmente por Carl Sagan

Es aquí. Es el hogar. Es nosotros.

En él, todos los que amas, todos los que conoces, cualquiera de quien hayas oído nunca hablar, cada ser humano que existió, vivió allí su vida.

El conjunto de nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones en conflicto, ideologías y doctrinas políticas … cada madre y padre … cada político corrupto … cada “líder supremo,” cada santo y pecador en la historia de nuestra especie vivió allí; sobre una mota de polvo suspendida en un haz de luz … nuestra supuesta importancia, la ilusión de que vivimos en alguna posición privilegiada en el universo, se ve desafiada por este punto de luz pálida … para mí, [esta imagen] resalta la responsabilidad que tenemos de tratarnos con mayor amabilidad, y de preservar y apreciar el punto azul pálido, el único hogar que hemos conocido nunca.

Carl Sagan, que convenció a la NASA para realizar esa fotografía única, falleció en diciembre de 1996.  Pero las sondas Voyager continúan con la exploración del Cosmos que él tanto amaba, en una nueva aventura bautizada con el nombre de Misión Interestelar Voyager (Voyager Interstellar Mission, VIM).  A partir de ahora, ambas sondas son exploradoras del exterior de nuestro sistema solar.  O algo así, porque realmente no es fácil fijar la frontera.  Ya han dejado atrás nuestro sistema solar de ocho planetas, pero el sol hace notar su presencia mucho más allá.  La zona donde se siente la influencia solar (partículas del viento solar, campos magnéticos) se denomina heliosfera.  A continuación, tras una especie de frontera llamada “choque de terminación” (termination shock), la heliosfera da paso a una región de transición llamada “heliovaina” (heliosheath) donde el viento solar se va mezclando con las partículas del medio interestelar.  Finalmente, una región llamada heliopausa marca el final de la influencia de nuestro sol.  Más allá, como reza el antiguo adagio marinero, hay monstruos.

Un detalle importante a tener en cuenta es que la heliosfera, a pesar de su nombre, no es una esfera. La NASA tuvo la precaución de enviar las Voyager en la dirección de barlovento, por donde provienen los “vientos” del espacio interestelar.  Las sondas Voyager cruzaron la zona de terminación en diciembre de 2004 (Voyager 1) y agosto de 2007 (Voyager 2).  En la actualidad navegan por la zona de la heliovaina, y cuando atraviesen la heliopausa podremos decir que realmente han abandonado nuestro sistema solar.  No se sabe cuándo será eso, aunque hay estimaciones que rondan entre mañana y el año 2020 para la Voyager 1, y algo más tarde para la Voyager 2.  A mediados de junio la Voyager 1 anunció que estaba captando un mayor número de rayos cósmicos.  ¿Se estará acercando por fin al límite del sistema solar?  Esperemos que lo consiga.

En este momento, treinta y cinco años después de haber sido lanzada, la Voyager 1 es el objeto más lejano construido por el hombre, récord que le arrebató en 1998 al adelantar a la veterana Pioneer 10.  Ahora se encuentra a 18.150 millones de kilómetros del sol, y a pesar de ello aún surca el espacio a más de 60.000 kilómetros por hora, unos once segundos-luz diarios.  Se encuentra tan lejos que una orden desde la Tierra tarda más de dieciséis horas en llegarle.  Su compañera Voyager 2 está algo más cerca, a unas 13,7 horas-luz de distancia.  La lejanía y la edad no les impiden enviarnos mensajes por Twitter desde sus cuentas oficiales @NASAVoyager y @NASAVoyager2 (algunos desalmados dicen que realmente son humanos farsantes desde la Tierra, pero yo no quiero creer eso).

Mientras escribo estas líneas, Voyager 2 me avisa de que está reorientando su antena hacia la Tierra, y su gemela –algo más lacónica- envía unas líneas para felicitar a la sonda marciana Curiosity.  Todo un detalle por su parte.

Ojalá siguieran enviando datos durante décadas. Pero nada dura eternamente, y la comunicación se cortará tarde o temprano.  La NASA calcula que la energía y el combustible para las maniobras de orientación les permitirá seguir funcionando hasta 2020.  Después de ello, ni siquiera las enormes antenas de la Deep Space Network podrán captar sus mensajes.  Se encontrarán mudas a todos los efectos. Una vez entren en el medio interestelar, las Voyager continuarán su viaje indefinidamente, a menos que nuestros descendientes decidan recuperarlas y guardarlas en un museo.  Personalmente, no creo que lleguemos a verlo.  Treinta y cinco años no son nada para las viajeras gemelas, pero los seres humanos no estamos tan bien construidos.  Qué envidia me dan.