Esta frase encaja perfectamente en el mundo que vivimos puesto que estamos rodeados de sensores químicos y los utilizamos constantemente. Es el caso de los sistemas sensoriales, o sentidos, que hacen posible que estemos «en contacto» con nuestro entorno. Esa capacidad sensorial es la que nos alerta de los cambios en nuestro ambiente, y está gobernada principalmente por procesos (reacciones) químicos que desencadenan el milagro del movimiento y la comunicación.
Un claro ejemplo de sensor químico extensamente estudiado en organismos vivos lo tenemos en el sistema olfativo, (Figura 1) lo que mereció el Nobel de Fisiología y Medicina del año 2004. Tal descubrimiento hizo posible el estudio del olfato por medio de técnicas de biología molecular y celular modernas, y la exploración de los mecanismos con los que el cerebro distingue los olores.
La información sobre los cambios ambientales es recibida por los organismos vivos por medio de los sentidos. Ellos se encargan de percibir, reaccionar y analizar de forma especializada los diferentes estímulos provenientes de su entorno, siendo sistemas altamente complicados. Los primeros intentos de mimetizar a los órganos sensoriales se remontan a los años 80, con la aparición de la nariz y la lengua electrónica, sensores químicos inespecíficos para líquidos complejos como vino, aceite, zumo, etc. Su principal objetivo era evaluar sensorialmente el sabor, textura y olor de un alimento o bebida.
Pero, ¿a qué huele la vida?, ¿porqué asociamos algunos olores con momentos que nos han sucedido? Muchas sensaciones, aromas y perfumes los tenemos fuertemente vinculados a sentimientos, emociones o recuerdos que nos han acontecido. En la existencia de cada individuo hay un compendio de sensaciones olfativas que han dejado huella de alguna manera, ya que los olores poseen un «poder extraño» para afectarnos.
Un determinado perfume, una fragancia olvidada por mucho tiempo o incluso cuando degustamos una comida y decimos «es que sabe y huele como lo hacía mi abuela», pueden evocar instantáneamente escenas y emociones del pasado.
Así lo dejó plasmado el novelista francés Marcel Proust en su libro «En busca del tiempo perdido» con las siguientes palabras:
Cuando nada más subsiste del pasado, después que la gente ha muerto, después que las cosas se han roto y desparramado… el perfume y el sabor de las cosas permanecen en equilibrio mucho tiempo, como almas… resistiendo tenazmente, en pequeñas y casi impalpables gotas de su esencia, el inmenso edificio de la memoria.
Proust se refería tanto al sabor como al olor; y hacía bien en hacerlo, porque la mayor parte del sabor de los alimentos proviene de su aroma, que va flotando hacia arriba por las fosas nasales hasta alcanzar las células presentes en la nariz, y también llega a estas células, a través de un pasadizo que se encuentra en la parte trasera de la boca.
Nuestros botones gustativos sólo nos proporcionan cuatro sensaciones claras: dulce, salado, agrio y amargo. Los otros sabores provienen del olfato, y cuando la nariz es bloqueada por un resfriado, la mayoría de los alimentos parecen suaves o insípidos.
Tanto el olor como el sabor requieren que incorporemos -inhalando o tragando- las sustancias químicas que realmente se unen a los receptores presentes en nuestras células sensoriales. Estamos rodeados por moléculas odoríferas que proceden de los árboles, las flores, la tierra, los animales, el alimento, la actividad industrial, la descomposición bacteriana, otros humanos. No obstante, cuando queremos describir estos innumerables olores, a menudo recurrimos a las analogías crudas: algo huele como una rosa, como el sudor o como el amoníaco. Es casi imposible explicar cómo huele algo a alguien que no lo ha olido, ya que existen nombres para toda una gama de matices de colores, pero ninguno para los tonos y los tintes de un olor.
La frase que a veces mencionamos los químicos: «Todo lo que nos rodea, nosotros mismos y todo lo que usamos cada día, es Química», lleva implícito la cotidianeidad de nuestra vida diaria. Se puede afirmar que la Química se fundamenta principalmente en el estudio de las moléculas (palabras), sus átomos (letras), sus interacciones (reglas gramaticales) y propiedades. Así pues, se dice que la Química empieza en la última capa electrónica (electrones de valencia) de los átomos y que el resto del átomo es «cosa» de los físicos. Es cierto que los electrones de la capa más externa son los que participan en las reacciones químicas (frases). Es aquí donde entran a formar parte los compuestos orgánicos conductores de la electricidad, siendo candidatos idóneos para la formación de sensores químicos artificiales, ya que sus propiedades pueden variar como respuesta a los cambios que ocurren en su entorno.
Dentro de este campo, se ha extendido el concepto de sensores basados en moléculas. Así, un sensor molecular puede definirse como un mecanismo organizado de componentes (moléculas) que han sido diseñados y programados para dar respuestas mecánicas o físico-químicas como resultado de una estimulación externa. De manera general, permite detectar un parámetro de una especie química y registrarlo mediante una señal física evaluable. Las cualidades básicas que debe poseer un buen sensor son: sensibilidad, selectividad, estabilidad y reversibilidad. Aparte, si se quiere comercializar, debe cumplir otros requisitos como son la portabilidad, bajo consumo de energía y un bajo coste económico.
Desde el punto de vista del desarrollo de sensores químicos artificiales, el descubrimiento de los polarones (sustancias altamente reactivas) en polímeros conductores eléctricos supuso un gran avance en esta área, y mereció el Nobel de Química del año 2000.Esto permitió rehacer toda la microelectrónica, abriendo nuevas posibilidades y produciendo dispositivos más flexibles sin la servidumbre del soporte rígido del silicio. Como materiales reactivos imitan, tanto en propiedades como en funciones, a los órganos biológicos. Estas propiedades, cuya magnitud cambia a lo largo de una reacción, mimetizan las que cambian durante su función en los órganos biológicos: músculos, pieles miméticas, membranas, glándulas y nervios. Si una propiedad cambia a lo largo de una reacción, cualquier variable ambiental (química o física) que actúe sobre la velocidad de la reacción modificará la evolución durante el cambio: el material reactivo será sensor de ambiente.
Los avances químicos y tecnológicos en las áreas del diseño y obtención de compuestos, las ciencias de materiales y la telecomunicación han permitido construir brazos o piernas mecánicas capaces de imitar los movimientos naturales, cámaras de vídeo que actúan como ojos artificiales, órganos auditivos más sensibles que el oído humano o sensores que se aproximan al sentido del gusto. Se han basado en la sencilla idea de ser capaces de ejecutar una acción tras un estímulo externo. Algunos de los dispositivos construidos hasta la fecha: músculos artificiales, ventanas inteligentes, membranas, baterías poliméricas…. son, simultáneamente, sensores y actuadores, abriendo un nuevo mundo para esta tecnología.
En los últimos años, se han desarrollado sensores basados en la combinación de la microelectrónica con la tecnología de las membranas para la determinación de parámetros químicos. Por ejemplo, el conocimiento frecuente y continuo de pH (acidez de una disolución) y de la concentración de alguna de las especies químicas en la sangre (potasio, calcio, sodio, etc.) es muy importante en muchas situaciones clínicas. Así por ejemplo, el valor de pH es un indicador útil de eficiencia respiratoria y la concentración de potasio afecta al ritmo cardiaco. La concentración de calcio en su parte afecta a procesos fisiológicos como la coagulación de la sangre y la activación de enzimas. Por lo tanto, hace falta desarrollar sensores químicos mínimamente invasivos que puedan, por una parte, ser implantados en tejido humano sin dañarlo, y por otra parte indicar con precisión los cambios metabólicos manifestados por las reacciones químicas en el cuerpo humano.
En definitiva, la miniaturización, robustez, seguridad y especificidad de los sensores químicos los hacen dispositivos ideales para controlar in situ, en tiempo real, la monitorización de parámetros químicos clave de procesos industriales. De esta manera, ya existen en el mercado sensores para monitorizar oxígeno, temperatura, dióxido de carbono, pH, hierro, sulfuro, alcoholes, humedad relativa, detergentes, glucosa, colesterol, entre otros.
Un curioso caso que ha despertado un gran interés en el hombre desde hace décadas han sido los sensores químicos luminosos, entidades que emiten luz sin desprender calor. En la actualidad esta extraordinaria propiedad se denomina luminiscencia (algunas sustancias se excitan al absorber energía y la emiten en forma de luz). Existen multitud de aplicaciones prácticas basadas en este fenómeno, como son los materiales que componen las pantallas de cristal líquido, diodos emisores de luz (LED), detector de sustancias explosivas, el recubrimiento de manecillas de reloj o las tintas especiales utilizadas en billetes y documentos oficiales.
También se pueden encontrar grandes avances en sensores químicos gracias a la nanotecnología, una ciencia que estudia las propiedades especiales que adquieren ciertos materiales al reducir su tamaño, consiguiendo por ejemplo nuevos materiales con propiedades extraordinarias, nuevas aplicaciones informáticas con componentes increíblemente más rápidos o sensores moleculares capaces de detectar precozmente y destruir células cancerígenas en las partes más delicadas del cuerpo humano como el cerebro, entre otras muchas aplicaciones.
Con objeto de ser útiles en la exploración planetaria, se está desarrollando el «polvo inteligente», sensores químicos que pueden tener insertadas partículas y que podrían ser transportadas por la liviana atmósfera marciana. Todavía hoy no es posible, pero la miniaturización avanza rápidamente, y se llegarán a tener chips con componentes de dimensiones del orden de nanómetros (milmillonésima parte de un metro), lo que implicará que las partículas inteligentes puedan comportarse como moléculas moviéndose en la atmósfera, registrando sustancias y alteraciones en la misma, debido a que sus propiedades químicas variarían bastante en respuesta a los cambios que ocurren a su alrededor.
Por último, se han desarrollado los llamados nano-sensores («mini-herramientas»), unos nuevos tipos de sensores químicos utilizados para el control de la contaminación medioambiental (detección de plomo en agua), seguridad alimentaria (detección sustancias tóxicas) o aplicaciones de seguridad (detección sustancias explosivas). Pero lo más novedoso, es que han supuesto el primer paso para ver artefactos moleculares que podrían tener las mismas características de un organismo vivo, como la capacidad de evolucionar o la de reproducirse. Algún día, cada vez más cercano, el hombre podrá ser capaz de construir sistemas artificiales tan maravillosos y complicados como una célula.
Este artículo nos lo envía Daniel García Velázquez. Doctor en Química Orgánica (Universidad de La Laguna) e investigador incombustible de lo que caiga en mis manos. Me encanta la innovación y la calidad. Soy un apasionado profesor de ciencias en el Colegio Hispano Inglés (S/C de Tenerife). Creador y editor de los espacios wiki educativos para impartir mis clases de manera más amena y que los alumnos no se me duerman: HICIENCIAS y LABHOME. Colaborador del suplemento de ciencia Principia en el periódico local Diario de Avisos. Creador de blog de divulgación científica JAULA de CIENCIA con el cual disfruto y me entretengo.
Referencias y más informacion:
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L. Buck, R. Axel, Cell. 1991, 65(1), 175-187
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H. Shirakawa, E. J. Louis, A. G. MacDiarmid, C. K. Chiang, A. J. Heeger, Chem. Commun. 1977, 578
a) T. F. Otero, In Polymer sensors and actuators; de Rossi, D., Osada, Y., Eds.; Springer, Berlin (Germany), 2000, 295-323. b) T. F. Otero, In Intelligent Materials; Shahinpoor, M., Schenider, H.J., Eds. Royal Society Chemistry; Cambridge (U.K.), 2008, 142-190
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