En los tiempos de relativismo postmodernista que corren, en los que cualquier avance realizado por la «casta cientificista» es puesto en duda empleando la negación de los hechos o es contrapuesto por la magia y la charlatanería, uno de los avances contra los que más frecuentemente se dirigen los ataques es la quimioterapia del cáncer.
Contra la quimioterapia como tratamiento se dice que conocemos a mucha gente que ha muerto de cáncer pese a recibir tratamiento basado en quimioterapia, o que dicho tratamiento no sirve para otra cosa más que para enriquecer a las malvadas farmacéuticas destruyendo la calidad de vida del paciente de una manera vil y sin escrúpulos.
Por eso, me propongo (no prometo nada, esto es solo una declaración de intenciones) realizar una serie de entradas que traten de aclarar qué es la quimioterapia del cáncer, de dónde viene, qué tratamientos existen y para qué sirven (si es que sirven de algo).
Comencemos por el principio. La quimioterapia del cáncer es el tratamiento con agentes farmacológicos que normalmente busca matar a las células del tumor. Su acción, en general, es poco específica y está basada en la capacidad para destruir a las células que se encuentran activamente en división. Dado que una hiperactivación de la división celular es una característica esencial de las células del cáncer, los agentes quimioterapéuticos se emplean por su acción extremadamente tóxica hacia las células del tumor. Pero claro, en el organismo existen otras células que pueden encontrarse en división. Fundamentalmente las células del epitelio digestivo (las que forman la capa que recubre el intestino), las de la piel y las de la sangre. Aunque pueda sorprender, en un organismo adulto son pocos los tejidos que se encuentran activamente en división y estos se limitan a aquellos que requieren unas constante renovación. Literalmente estamos soltando a nuestro paso millones de células a diario que proceden de los tejidos mencionados anteriormente; pero el resto de los tejidos parece el paisaje desolador de un western.
Pero, ¿de dónde procede el uso de estos compuestos? ¿por qué los usamos?
Para entender el inicio del uso de la quimioterapia hay que situarse en la primera mitad del siglo pasado. En aquel momento, las alternativas terapéuticas para un paciente de cáncer eran muy escasas, limitadas exclusivamente a la cirugía o al tratamiento compasivo en espera de una muerta segura. La resección quirúrgica de las masas tumorales suponía únicamente un retraso en el desarrollo de la enfermedad en la mayoría de los casos, lo que llevó a algunos cirujanos a proponer que cuanto más extensas fuesen las áreas extirpadas a los pacientes, mayores serían las expectativas de éxito. Esta hipótesis derivó en el desarrollo de lo que se dio en llamar «cirugía radical» que resultaba en unas tremendas desfiguraciones, cuando no directamente en la muerte de los pacientes en la mesa del quirófano.
En aquel momento, eran pocos los científicos que especulaban con la posibilidad de encontrar lo que en su momento se dio en llamar una «bala mágica» que pudiese controlar el desarrollo tumoral y pusiese freno a la enfermedad. Es necesario hacer el ejercicio mental de situarse en un momento en el que el origen y la causa de este conjunto de enfermedades era desconocido y permanecía como objeto de investigación y debate. Una de las propuestas existentes era el origen vírico de la enfermedad y dado el enorme éxito de las campañas de vacunación del momento, viruela y polio como las más destacadas, surgieron voces que pedían una vacuna frente al cáncer también.
Una de las primeras aproximaciones al uso de agentes quimioterapéuticos se produjo, como en muchas otras ocasiones en ciencia, con una cierta dosis de casualidad. Una casualidad que nació de un grave hecho criminal que se tornó una bendición.
El 2 de diciembre de 1943, un ataque de la aviación nazi al puerto de Bari en Italia, en donde se encontraba atracada la armada de los EEUU, se saldó con cientos de muertos y 17 barcos hundidos. Entre ellos, el SS John Harvey que al recibir las bombas nazis liberó su letal carga química al mar y al aire, provocando una enorme nube tóxica. El buque de carga estadounidense llevaba a bordo un cargamento secreto que solo los más altos cargos militares conocían, unas 2.000 bombas del tipo M47A1 cargadas cada una con alrededor de 30 kilos de gas mostaza. Este agente químico se había desarrollado a principios del siglo XX y había sido utilizado en los campos de batalla durante la I Guerra Mundial, con resultados devastadores. Por ello, su uso fue prohibido en convenciones internacionales firmadas por la comunidad internacional, y entre otros, por EEUU. Pese a este acuerdo, los EEUU continuaron su plan secreto de producción y almacenaje de armas químicas y, en el escenario de la II Guerra Mundial y ante un hipotético uso de armas químicas por parte del ejército nazi, la armada estadounidense había decidido pertrecharse de su propio arsenal químico en Europa.
Las consecuencias de la liberación de este gas letal fueron desastrosas para la armada de EEUU albergada en Bari y para la población de la ciudad italiana. Cuando el Dr Stewart Alexander, de la armada de los EEUU, recibió el encargo de analizar las consecuencias del desastre sus observaciones destacaban la fuerte reducción en células sanguíneas, en concreto células linfoides y mieloides. Esta peculiaridad llegó a oídos de Louis S. Goodman y Alfred Gilman, dos farmacólogos del Departamento de Defensa de los EEUU quienes formularon una hipótesis. Si el compuesto tóxico del letal gas mostaza resulta en la eliminación de las células mieloides y linfoides, células que se caracterizan por su rápida división, quizás también resulte especialmente tóxico en el caso de las células de un linfoma, una enfermedad neoplásica resultado de una proliferación excesiva e incontrolada de células linfoides.
Tras una primera prueba exitosa de su hipótesis en un modelo animal, un ratón al que se le inducía el linfoma, se decidieron por probar el efecto de esta aproximación en un paciente de linfoma. El resultado fue espectacular y el paciente mostró una reducción muy importante de las células del tumor, eso sí, de manera transitoria; pero era un paso muy prometedor, la primera demostración de que el crecimiento tumoral podía ser controlado con agentes farmacológicos.
Una segunda vía de desarrollo inicial de la quimioterapia del cáncer se produjo dentro del área de investigación en antimetabolitos y fue el resultado de una deducción derivada de la investigación biomédica y bioquímica, y no de la simple casualidad, como en el caso del gas mostaza. En esta aproximación jugó un papel fundamental el patólogo Sidney Farber, para muchos el padre de la quimioterapia racional del cáncer. Farber se encontraba estudiando desde hacía años las leucemias y linfomas pediátricos en el Hospital Infantil de Boston y sabía del descubrimiento del ácido fólico, un compuesto identificado hacía poco tiempo por la británica Lucy Wills en la India como imprescindible para regular el correcto crecimiento de los linfocitos y cuya carencia era la base de la anemia que sufrían los pobres de entre los pobres que habitaban Bombay.
En 1946 el patólogo estadounidense pensó que quizás administrar ácido fólico a los niños con leucemia de su hospital resultaría en un mejor control del crecimiento de sus células tumorales. El resultado fue un terrorífico desastre. Lo que el ácido fólico provocaba en los niños era un empeoramiento de su leucemia debido a una proliferación aún mayor de sus células tumorales. Razonó entonces que si a estos niños se les administrase un compuesto antagonista del ácido fólico es decir, con acción contraria, las células de la leucemia quizás dejarían de crecer. El ácido fólico es necesario para que una enzima celular funcione correctamente, la dihidrofolato reductasa (DHFR). Esta enzima utiliza el ácido fólico como base para la generación de piezas básicas de la estructura de la hebra de ADN, el material genético. Las células de la sangre, como decíamos antes, se dividen y renuevan constantemente a un ritmo vertiginoso y por ello en ellas es tan importante mantener un metabolismo de ácidos nucleicos (los compuestos base del ADN) correcto.
El químico de origen indio hindú Yellapragada_Subbarao, uno de esos personajes esenciales en la historia de la ciencia que fueron relegados al olvido en su tiempo, se encontraba por aquel entonces trabajando en la compañía farmacéutica Lederle intentando aislar ácido fólico de fuentes naturales para su comercialización. La compañía farmacéutica Lilly había ganado bastante dinero vendiendo un concentrado de vitamina B12, necesaria para tratar la anemia perniciosa, y siguiendo esa misma estrategia se proponía conseguir una preparación de fólico. En su etapa anterior en Boston, Subbarao había demostrado su pericia química consiguiendo aislar el ATP (la molécula que opera como una moneda energética en la célula) y la creatina, pero al no conseguir continuar con una carrera académica pese a estos éxitos, había cambiado su orientación hacia el mundo industrial. Todos sus esfuerzos intentando purificar fólico resultaban en fracaso, hasta que decidió cambiar de estrategia y producir el compuesto en el laboratorio de manera sintética. Finalmente lo consiguió, pero además el éxito llegó con premio extra. Como resultado del proceso de síntesis química Subbarao fue obteniendo productos intermedios y derivados. Alguno de ellos resultó ser un compuesto antagónico al ácido fólico, es decir, tenía la capacidad de oponerse a la actividad natural del fólico porque es reconocido por la enzima que en condiciones normales lo usa, la DHFR, pero no es capaz de ejercer la función normal, lo que bloquea a la enzima.
Farber conocía a Subbarao de su etapa en Boston y dado su interés por el fólico y su hipótesis de cómo debía comportarse un antifólico con sus pacientes de leucemia, pidió al químico hindú si podría suministrarle alguno de estos compuestos intermedios en la síntesis de fólico. Subbarao envió aminopterina a Farber y éste se puso manos a la obra.
Durante 6 meses entre 1947 y 1948, el patólogo de Boston trató 16 niños con leucemia linfoblástica aguda (LLA), una enfermedad muy agresiva y mortal. Diez de ellos respondieron positivamente al tratamiento, y 5 sobrevivían entre 4-6 meses tras el diagnóstico, algo que para este tipo de leucemia no tenía precedentes. Los resultados se publicaron en la revista médica más prestigiosa, New England Journal of Medicine. Pese a que la publicación fue acogida con escepticismo, cuando no directamente con oposición (fue acusado de experimentar inútilmente con los niños en vez de dejarlos morir «piadosamente«) esta publicación sentaba todo un precedente y abría la puerta a una posibilidad realmente esperanzadora.
El trabajo de Farber demostraba que era posible emplear agentes químicos que actuaran como venenos de las células tumorales y que la estrategia de búsqueda de compuestos tóxicos que fuesen potentes y lo más selectivos posible, ofrecía esperanzas en la lucha frente al cáncer. Tras la aminopterina por ejemplo vino el metotrexato, con mejor índice terapéutico y mayor éxito como antitumoral. Desde entonces, se inició una carrera por encontrar nuevos agentes que pudiesen ser empleados como medicinas frente a los distintos tipos de cáncer.
Hoy en día, la LLA infantil tiene unas muy buenas tasas de supervivencia, cercanas al 95%.
Doctor en Biología Molecular, investigador del Instituto de Investigaciones Sanitarias de Santiago de Compostela (IDIS), dirige el laboratorio de “Células Madre en Cáncer y Envejecimiento”, stemCHUS, en el Complejo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS). Autor del blog de divulgación Fuente de la Eterna Juventud, centrado en la investigación biomédica sobre las causas y las teorías del envejecimiento, y estrategias para su retraso.