Ciencia en la literatura: Amor perdurable, de Ian McEwan

Por Colaborador Invitado, el 5 enero, 2015. Categoría(s): Libros
Enduring love, Ian McEwan
Enduring love, Ian McEwan

Hace ya unos cuantos años que Ian McEwan me parece uno los novelistas actuales más interesantes, no solo por su construcción novelesca, muy a menudo sobresaliente, sino también por el uso que hace de la ciencia en sus novelas. Con respecto a lo primero, me sigue fascinando la sutileza de Amsterdam o Chesil Beach, el torbellino arrebatado de Expiación o la morosa perturbación que produce Sábado (libro que más de una persona cercana quiso tirarme a la cabeza por encontrarlo exasperante: sus cuatrocientas páginas de prosa bien densa narran lo que sucede en un solo día); respecto a lo segundo, Solar o Amor perdurable son dos buenos ejemplos.

Amor perdurable, publicada en España por Anagrama (como todos los libros de Ian McEwan) y con una meritoria traducción de Benito Gómez Ibáñez (lo que no sucede en todos los libros de Ian McEwan ni en todos los que edita Anagrama) cuenta la historia de una pareja que presencia por casualidad un terrible suceso. Joe y Clarissa son jóvenes, maduros, cultos y también felices hasta que la caprichosa aparición de un fanático con tendencias místicas cuestiona los cimientos de su vida.

El interés de McEwan por la ciencia aparece también en Sábado, Amsterdam y de forma mucho más notable en Solar (donde el protagonista es un premio nobel de Física que recuerda bastante a los cincuentones devastados por la vida que tan bien retrata Philip Roth). Sin ánimo de ensañarse, cuesta mucho imaginar a un novelista español de la generación de McEwan tomándose la molestia de documentarse con seriedad sobre la construcción del telescopio Hubble o reflexionando acerca del darwinismo (concepto que uno se pregunta si habrá sido comprendido por una buena parte de la intelectualidad en España).

Es cierto que hay algún honroso ejemplo de novelistas españoles de prestigio en cuyas narraciones encontramos la ciencia más allá de su uso como mero decorado. Tal es el caso de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos o de El padre de Blancanieves de Belén Gopegui. Sin embargo, no se puede pasar por alto que McEwan, cuya formación universitaria es en Literatura Inglesa y Escritura Creativa, proviene de una sociedad que reserva a la ciencia un lugar de relevancia en la formación cultural. Por seguir con el paralelismo, resulta imposible imaginar una novela española en la que se cite a Milton y pocas páginas más adelante se narren los trabajos de Friedrich Miescher que allanaron el camino hacia el descubrimiento del ADN.

Los protagonistas de Amor perdurable, Joe y Clarissa, son casi una declaración de intenciones acerca de la integración del arte y la ciencia dentro de un conocimiento sin categorías estancas. Clarissa es una experta en John Keats y Joe un físico que ha huido de la severidad de la ciencia pura y se gana la vida escribiendo artículos de divulgación. Muy a menudo Joe se siente como un expatriado de la ciencia, casi como un traidor que gana dinero haciendo de intermediario entre la alta investigación y el gran público.

Los pensamientos de Joe acerca del ateísmo, que solo pueden concebirse en un contexto científico-cultural emancipado de la religión, proporcionan una de las claves de ese abismo cultural. El ateísmo de McEwan parece tener cierta sintonía con el de Richard Dawkins, si bien tiende a mostrarse menos ácido. McEwan explora, por boca de Joe, la posibilidad de que el hecho de ser creyente proporcione alguna ventaja evolutiva, lo cual justificaría la pervivencia del sentimiento religioso desde el punto de vista genético.

Por razones de la trama, McEwan profundiza también en la erotomanía o síndrome de Clérambault, lo que proporciona algunas de las claves que permiten comprender el comportamiento del antagonista de Joe. El autor maneja una bibliografía solvente e integra sin traumas la descripción de la patología en el ritmo narrativo, incluso añade un epílogo que emula la literatura científica.

Una de las ideas más sugerentes de Amor perdurable es la posibilidad de que la ciencia decimonónica se viera condicionada de forma notable por las grandes novelas del mismo siglo. Así, McEwan, que se limita en la hipótesis a la narrativa inglesa, sugiere que Trollope, Thackeray, Dickens o Scott tal vez extendieran su amplia influencia sobre los científicos del momento, en tanto que estos estaban integrados en la sociedad culta de la época. Para reforzar la idea, se nos recuerda que los científicos del diecinueve no eran aún grandes especialistas de una pequeña parcela y que mantenían una categoría de diletantes. Poco después, la ciencia se hizo extraordinariamente compleja (y probablemente el arte también), lo que hizo que se instalara un cierto extrañamiento entre la ciencia y cualquier otra disciplina del saber. La idea tiene un punto ingenuo, pero no se le pueden negar su encanto romántico ni la apertura de numerosas vías de exploración.

Sea ese el origen del abismo o cualquier otro, novelas como Amor perdurable son verdaderos puentes que permiten vadearlo. Hasta que a este lado del canal de la Mancha tengamos una tradición que nos permita librarnos de la incultura científica rampante, tendremos que seguir leyendo con avidez la literatura que nos llega del otro y que introduce la ciencia en la narrativa con total naturalidad.

Este artículo nos lo envía Gabriel Rodríguez García (León, 1977), Bioquímico y profesor de enseñanza secundaria, exalumno del Taller de Escritura de Madrid y de la Escuela de Escritores. Cuenta en su haber con varios premios de relato, como el Villa de Colindres o el Fundación Monteleón. Ha colaborado con varias revistas culturales como Luke o En Taquilla y actualmente escribe en la revista mensual Agitadoras. En 2014, la editorial Eolas publica su libro de relatos Maestro, extráigame la piedra.



Por Colaborador Invitado, publicado el 5 enero, 2015
Categoría(s): Libros