Conozco a demasiada gente que ha estudiado carreras porque eran las que tenían más salida, las que les recomendaron sus padres o profesores porque se les darían bien, pero no por vocación o pasión por algo. De hecho creo que lo difícil es tener una pasión clara con 16 o 17 años y tomar una buena decisión. Estas personas acaban dedicándose a profesiones que terminan por querer, porque no queda otra; hay que amar lo que uno hace a pesar de todo, buscarle lo bueno, porque de hecho creo que todas profesiones tienen algo hermoso que hay que aprender a ver.
El problema surge cuando sí había una vocación y las circunstancias impiden llevarla a término: padres autoritarios, problemas económicos, mil razones.
Mi padre quería que yo me hubiese dedicado a la Economía, porque era buena en Matemáticas y tenía más salida que la Ciencia. Estaba a punto de empezar el Bachillerato y realmente me debatía entre estudiar Filología hispánica, Filosofía y Química. Letras o Ciencia. Mi debate era complejo porque me imaginaba dedicando mi vida a cualquiera de estas carreras.
En el centro en el que estudiaba nos hicieron unas pruebas para comprobar nuestras aptitudes y aconsejarnos la mejor opción. Sorprendentemente las pruebas coincidían con la opinión de mi padre, así que como la Política y la Economía a esa edad me parecían también interesantes, tenía la idea de que podría llegar a cambiar las cosas, crear una sociedad más justa, lo normal en una niña de 15 años, así que les hice caso y me apunté en el Bachillerato de Ciencias Sociales.
Estuve todo el verano dándole vueltas a la cabeza, preguntándome si había hecho lo correcto y una semana antes de empezar el curso decidí llamar al centro escolar y cambiar de Bachillerato. Las Ciencias Sociales me parecían la peor solución, quedarme en un punto medio, ni Ciencias ni Letras, lo que para mí suponía asumir la mediocridad. Mi debate era estudiar Ciencia o Letras. Mi razonamiento quizá fue inmaduro, pero me ayudó a tomar una decisión: puedo seguir leyendo poesía, novela, yendo al teatro, viendo Arte, sin tener que estudiarlo, podré seguir disfrutando de ello, pero con la Ciencia no pasa eso, por mucho que lea por mi cuenta nunca sabré todo lo necesario como para sentirme a gusto, así que estudiaré Ciencia de forma reglada y seguiré escribiendo y leyendo por mi cuenta sobre todo lo demás. Eso fue lo que hice a lo largo de mi vida.
Fue una decisión que causó disgustos en casa, pero asumible: por lo menos me había decantado por la Ciencia. No creo que mi padre aplaudiese la idea de estudiar Filología o Filosofía, porque «no sirven para nada», «no tienen salida», «no te harás rica con eso».
Cuando empecé el curso y fui al laboratorio sentí que había tomado una decisión que me gustaba. No sabía si era la correcta, pero me hacía feliz. En realidad eso es lo correcto, pero por aquel entonces no lo sabía. Después me imaginaba haciendo el mismo trabajo que hacía mi profesor de Química. Me embelesaba su forma de explicar las cosas, cómo conectaba con nosotros, cómo se desinhibía en clase y nos hacía partícipes de su pasión. La Química me fue pareciendo cada vez más la Ciencia más compleja y bella que podría existir. No sólo quería estudiar Ciencia, quería enseñársela a los demás.
Terminé el Bachillerato con una buena nota, nada me impedía entrar en cualquier carrera. Mis padres, compañeros y profesores me animaban a estudiar Medicina, porque era la carrera de la gente lista. Los médicos siempre me habían parecido gente importante, y eso, sobre todo a esas edades, seduce. Pero yo no quería hacer algo para sentirme importante, quería hacer algo que me enamorase y la medicina me daba igual. No soñaba con operar, ni con tener pacientes, ni con un título ostentoso. Yo quería ser profesora de Ciencia, enseñarle a los chavales lo mismo que me habían enseñado a mí: a ver la belleza de las cosas. Y para mí la belleza estaba en la Química, era la Ciencia que me parecía más pura.
Las dudas no se difuminaron ahí. Ahora tendría que decidir si estudiaba Química o Ingeniería química. No sabía la diferencia, y la idea preconcebida que tenía es que la Ingeniería era mejor porque se suponía que era más difícil. De nuevo pensaba eso de que los ingenieros son gente lista e importante. ¿Cuál era la diferencia? Se me ocurrió mirar las asignaturas que se impartían en cada carrera. La impresión que me llevé es que la Ingeniería era la Química aplicada a nivel industrial, que tendría que diseñar reactores y cosas grandes, y eso estaba bien, pero no era lo que yo buscaba, yo quería saber Ciencia básica. Quería saber más sobre los átomos, las reacciones químicas, cómo sucedían las cosas e incluso albergaba la esperanza de aprender por qué sucedían.
La siguiente duda que me asaltó fue con Farmacia. Vi su programa y me pareció precioso. Había mucha Química, Bioquímica, Biología, y veía en ella una aplicación directa. Con esa carrera podría dar clase, podría investigar en un laboratorio, o incluso tener una farmacia, que también era algo de gente importante, de lo que mis padres se enorgullecerían.
Uno de los problemas era que Farmacia se estudiaba fuera de la ciudad y no quería que mis padres tuviesen que hacer ese esfuerzo económico. Además mi hermano tendría que estudiar fuera sí o sí, así que la situación estaba clara: no podía estudiar fuera. No me costó asumir eso. Llegué a la conclusión de que si Farmacia me gustaba porque tenía mucha Química, era porque lo que realmente me gustaba era la Química. Si al final no me dedicaba a la enseñanza, por lo que fuese, podría ser investigadora, aunque en realidad todavía no sabía muy bien qué significaba eso.
A mi padre no le entusiasmaba la idea de que fuese profesora. No ganan mucho dinero ni tienen demasiado prestigio. A mí esas cosas me daban igual ya por aquel entonces. El dinero me daba igual. Quería poder pagar los gastos corrientes de una vida, pero sabía que no sería más feliz con un coche mejor. Por suerte (sí, digo por suerte), a esa edad ya había vivido las dos vidas, con más dinero y con mucho menos, y no había sido más feliz en una vida que en la otra. Mis pasiones no dependerían de eso, sino de lo importante.
Soy un caso excepcional: tenía una pasión y pude ir a por ella. Y a pesar de ello tuve muchas dudas. Quería contentar a mis padres, a mis profesores, pero también hacer algo que me hiciese feliz. Tuve la enorme suerte de que a mis padres les pareció bien que estudiase Química, que les pareciese una buena carrera, con futuro y salida profesional.
¿Qué hubiese pasado si hubiese decidido estudiar un Bachillerato de Letras? ¿Si hubiese estudiado Filología o Filosofía? Imaginando que mis padres me lo hubiesen permitido sé que también habría llegado a ser feliz, que habría estudiado algo apasionante y que me sentiría una persona plena. Lo peor que me podría haber pasado sería descubrir que el camino que había tomado era incorrecto, que no me estaba haciendo feliz. En aquel momento lo habría vivido como un drama, pero a día de hoy pienso que lo peor sería haber dilatado una mala decisión, no haberle puesto remedio. La vida no son los cuatro o cinco años de carrera. La vida es todo, lo de antes, lo de durante y lo de después, y no hay que supeditar una vida a lo que hayas dedicado sólo cinco años. En cualquier momento se puede empezar algo nuevo, dejar una carrera y empezar otra. De eso se trata, de buscar la felicidad, a pesar de las malas decisiones y los malos consejos, siempre hay remedio y nunca es demasiado tarde para nada.
Es una suerte tener una vocación, una pasión o varias, y soñar con dedicar una vida a ello. Lo habitual es no tener las cosas claras.
Si eres estudiante y te estás debatiendo entre estudiar una cosa u otra, piensa sobre qué quieres aprender, qué conocimientos te harán feliz, satisfecho contigo mismo. No pienses en lo que tus padres quieren para ti si no coincide con tus pasiones. No pienses en lo que sabes hacer, sino en lo que quieres hacer. No te dejes engañar por notas de corte, por títulos importantes, por profesiones socialmente admiradas; sólo has de pensar en qué es lo que te gusta. No pienses en el dinero que ganarás, porque no lo sabes. No pienses en las oportunidades laborales, porque de aquí a cinco años las cosas cambian, pueden favorecerte o no. No pienses en el poder, piensa en el sentido, en dotar a tu vida de sentido, en intentar ser feliz tú dentro de tus posibilidades.
Si eres padre de un adolescente, mi consejo es que dejes que él decida. No pienses en el dinero que ganará, en lo fácil que será su vida si estudia esta carrera, porque no lo sabes. Crees que lo sabes, pero la vida da muchas vueltas, eso sí lo sabes. No pienses en lo práctico, piensa con el corazón, es la única forma de tomar las decisiones importantes. Piensa que tu hijo está en el mundo para ser feliz, que lo que más anhelas es que sea feliz, y la felicidad no es lo mismo que la comodidad. Sé que no quieres que sufra, que se decepcione, que no encuentre trabajo, que lo sencillo sería que estudiase algo con salida, que heredase el negocio familiar, o que tuviese una profesión socialmente admirada. Pero no sabes a dónde llegará. Lo que sí sabes es que si estudia algo que no le satisface no llegará a nada, no llegará a ser feliz, quizá ni siquiera llegue a vivir cómodamente. Deja que lo intente a su manera, que sueñe con ser bueno en algo. Que quizá la profesión con la que ahora sueña no le hará rico, pero qué más da. Es su vida, quizá desee hacer algo importante, le dé mucho dinero o poco. No decidas por él, porque lo único que conseguirás es frustrarle.
Apóyale. Has tenido la suerte de tener un hijo con pasión.
Química y divulgadora científica.
Especialista en arte contemporáneo.
Trabaja en Órbita Laika de Televisión Española, en Radio Nacional y en la Televisión de Galicia.
Premio Prismas, Bitácoras y Tesla de divulgación.
Autora de ‘Todo es cuestión de química’ y ‘¡Que se le van las vitaminas!’.
Su página web: DIMETILSULFURO.ES