Una de las cosas que se aprenden al viajar es a ser pequeño. Pequeño ante desiertos que nunca acaban, ante las toneladas de una ballena, ante los glaciares, esos monstruos de hielo azul… y ante lo desconocido.
En las selvas tropicales se da una curiosa paradoja: se trata de un ecosistema rebosante de vida, poblado por una gran variedad y cantidad de seres vivos. Sin embargo, si uno desconoce ese medio, puede morirse de hambre. Un indígena de la Amazonia sabe cómo alimentarse –además de defenderse de los peligros de aquel entorno–; vive en un mundo conocido. Pero, por ejemplo, un europeo fuerte y espabilado, aunque sepa cómo hacer frente a los peligros, puede morir de hambre en medio de la mayor ensalada de vida del planeta. La diferencia está en el conocimiento que se tiene del medio.
Cuando se camina por la selva amazónica sorprende lo tranquilo que está todo. Salvo por los sonidos de las aves y, a veces, de los monos, todo lo demás permanece en silencio. Hay animales por todas partes, pero se esfuman entre la vegetación al notar la presencia del bicho humano. Para cazarlos hay que conocerlos, saber cómo buscarlos y acecharlos. Con los frutos el problema es otro: la ausencia de ‘monocultivos’. La gran diversidad de plantas y árboles de la selva tropical está muy distribuida; no existen bosques o zonas en donde crezcan juntos muchos ejemplares de una misma especie. Lo que hay es un totum revolutum en donde uno puede encontrar un día un árbol cargado de deliciosos frutos comestibles, pero no volver a encontrar esa misma especie en varios quilómetros a la redonda.
A mediados del siglo pasado un explorador francés representó, trágicamente, esta paradoja. Se llamaba Raymond Maufrais y decidió adentrarse en solitario –junto a su perro Bobby– en una esquina del sur de la Guayana Francesa (dentro del actual Parque amazónico de la Guayana). No era un turista despistado, sino un viajero que había convivido con los indígenas de la región y que conocía algo la selva… pero no lo suficiente. Sobrevivió un mes, hasta que su rastro se desvaneció. Poco después, un indio encontró su equipo y el diario en el que iba narrando la experiencia.
Lo sorprendente es que el principal sufrimiento de Maufrais no lo causaron las plantas venenosas ni los animales salvajes, sino el hambre. Un hambre intensa y desgarradora, que lo debilitaba, le hacía enfermar y lo volvía cada vez más débil. Un hambre atroz en medio de un ecosistema rebosante de vida, que lo llevó a comerse a su propio perro y, finalmente, a la muerte.
Él lo relató así (a continuación siguen unos extractos de su diario):
Viernes, 16 de diciembre [de 1949]
[…] Estaba hambriento como un lobo. Terminé el hocco [un ave] ahumado, y ahora no tengo nada en absoluto. Todavía estoy hambriento. Oí pájaros, pero no pude ver ninguno. Oí un ruido de huida en el suelo, pero aunque busqué y espié lo mejor que pude, no pude ver nada. Mañana, pensé, estaré muy hambriento.
Domingo, 18 de diciembre
[…] No estoy tan hambriento como sediento y débil. Es terrible y absurdo al mismo tiempo –¡estar tan sediento en el bosque!
Martes, 20 de diciembre
Si a la tarde no he encontrado nada para comer, deberé sacrificar a Bobby, cueste lo que me cueste. Está sufriendo desesperadamente y se está volviendo salvaje. En cualquier caso, es eso o mi muerte.
Le disparé a un pájaro y, providencialmente, lo maté. Tuve que luchar con Bobby por él –Bobby corrió a cogerlo, llegó antes y se puso a comerlo. Lo desplumé, más o menos, saqué sus entrañas y me lo comí crudo, con huesos y todo. Solo dejé el pico y las garras. […] Todavía nada. Estoy extremadamente débil. No he tenido el valor de matar a Bobby.
Domingo, 1 de enero 1950
Labios secos, lengua hinchada, violentos dolores de estómago, un inmenso deseo de masticar algo. Un asaí [el fruto de una palmera] me calma por unos segundos. Palpitaciones. Me falta el aliento. […] Si no como algo mañana, moriré. No creo que tenga siquiera fuerza para cazar más.
Martes, 3 de enero
Bobby está enfermo y se está volviendo desagradable. Mi tobillo se ha hinchado. Me siento mal.
Maté a Bobby esta tarde. Tuve la fuerza justa para trocearlo frente al fuego. Me lo comí. A continuación me sentí enfermo: mi estómago oprimido me provocó intensos dolores por la indigestión. De repente me sentí tan solo que me di cuenta de lo que acababa de hacer y comencé a llorar. Estaba enfadado y asqueado conmigo.
Jueves 5 de enero
No he comido nada desde ayer por la mañana, excepto tres pequeños pájaros y tres minúsculos yayas [pececillos] que cogí de milagro y que comí crudos (huesos, entrañas, y todo) para llenar algo mi estómago. Esta tarde salí a cazar: volví sin nada de nuevo. Encontré unas cápsulas de awara [una palmera] y las tosté. En cualquier caso, me rellenaron algo. Pensé en Bobby y me di cuenta de lo necesaria que era su callada compañía. Ahora no hay nadie en el campamento para darme la bienvenida a la tarde. No más ladridos, no más lametones ansiosos… estoy solo. ¡Pobre Bobby!
Viernes 6 de enero
No puedo seguir. Salí de caza toda esta mañana, y volví vacío de nuevo… Nada, nada, nada… El bosque y el río están muertos, completamente vacíos. Siento como si estuviera creciendo en un inmenso desierto que está a punto de devorarme. Me vuelvo más débil cada día. A veces pienso cómo es posible que siga vivo.
¡Ah, qué agotado me siento hoy! ¿Voy a morirme de hambre en este lugar?
Buceé de nuevo en el bosque –mi última esperanza– buceé con intensidad, escarbé en viejos tocones explorando cada hueco, volviendo cada hoja, con la esperanza de encontrar una serpiente, una tortuga, un lagarto –cualquier cosa viva. Me zambullí desnudo, cubierto con pegajosas telas de araña pero, por supuesto, cuando buscas una serpiente para comer nunca encuentras una. Están allí cuando menos te las esperas y no las buscas. Ni una sombra, ni una traza de una en ninguna parte. Tampoco una tortuga, aunque la providencia suele enviarme una en mis días vacíos. Exploré cada pulgada de suelo en el hueco bajo el montículo…
[…]
Ya no tengo hambre, estoy, simplemente, exhausto.
La última anotación de su diario es del 13 de enero, el día en que decidió dejar atrás el bosque y seguir su ruta por el río, “como un anfibio”.
Nunca más se supo de él. Al aparecer su diario, su padre, Edgar Maufrais, albergando esperanzas de que todavía siguiera con vida, se fue para la selva y se puso a buscarlo… durante 12 años. Parte del dinero para organizar las expediciones se obtuvo con la venta del libro del diario de Raymond. El libro se tituló en francés “Aventures en Guyane. Journal d’un explorateur disparu”, y en inglés “Journey without return”, del que he sacado los extractos. A principios de este año se presentó una película sobre la aventura de los Maufrais, “La Vie Pure”, dirigida por Jeremy Banster y protagonizada por Stany Coppet.
Licenciado en CC. Biológicas por la Univ. de Santiago de Compostela, realizó trabajos de investigacion en entomología, pero al final se doctoró especializándose en neurofisiología. Después de una estancia postdoctoral en el MIT, en la actualidad es profesor de la Univ. da Coruña. Además de su labor docente e investigadora, tiene abiertos varios frentes en el mundo de la divulgación que, en cierta manera, sacian su curiosidad e interés en campos como la geología, astronomía o la historia y filosofía de la ciencia. En cuanto puede escapa a las aceras y perpetra «cafés-teatro-científicos», «discurshows» y otras actividades sospechosas.