La constancia de una constante

Por Arturo Quirantes, el 12 agosto, 2015. Categoría(s): Astronomía • Ciencia • Física

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Cuando veo un programa sobre médicos, siempre me ha sorprendido esa parte en la que alguien habla de las constantes vitales del paciente. Me parece un contrasentido porque si son constantes deberían tener siempre el mismo valor, ¿no? Imagino que será uno de esos casos de abuso del lenguaje, como cuando decimos que el Sol sale por el este o hablamos del poder aquisitivo del español medio (en lugar de mediano).

En matemáticas, el 2 y el 7 son constantes. En Física, es algo más complicado. El motivo es que siempre que medimos lo hacemos con un margen de incertidumbre, ya que ni nuestros instrumentos ni los experimentadores está libres de fallos, por no hablar del señor Heisenberg y su famoso principio. Cuando intentamos comprobar que una cierta cantidad es cero, todo lo que podemos hacer es acotar. Y eso no se presenta sólo en los experimentos. fYo me dedico mucho a la simulación por ordenador, y les aseguro que la diferencia entre 2 y 1,99999999 se nota, de forma catastrófica en ocasiones. Nuevamente podemos echar mano de trucos de computación más rigurosos, usamos doble precisión, incluso cuádruple precisión si se tercia; todo para poder comprobar que dos y dos suman cuatro.

Imaginen una medida que diga «el valor de C es 0,6» cuando debería ser cero. Si resulta que el error experimental es de 0,9, la cosa va bien, porque significa que hay una alta probabilidad de que C valga algo entre -0,3 y 1,5. Sin embargo, dar un valor de C igual a 0,60±0,02 indica que vamos por mal camino, ya que estadísticamente la probabilidad de que C valga cero es muy, muy pequeña. O al revés, si intentas mostrar una «variación estadística significativa» y me muestras un valor de -5±8, no nos vamos a llevar bien.

Esto significa que las constantes universales en el Universo (la de gravitación, la de Planck, la de velocidad de la luz) serán constantes… o no. Podremos considerarlas candidatas a constantes si medimos su valor en diferentes momentos del tiempo y nos dan valores muy similares; si, por otro lado, esos valores difieren mucho más que sus márgenes de error, no podemos seguir hablando de constantes.

Esto no es un ejercicio pedante de rigor. Una variación en la velocidad de la luz nos permitiría detectar la espuma cuántica; en cuanto a la constante gravitatoria o la masa del electrón, el Universo tendría una forma muy distinta a la actual si resultase que varían, siquiera levemente, con el tiempo. Que una constante universal realmente lo sea es un asunto muy serio.

De entre todas las constantes universales aceptadas hoy, la de gravitación (G) es una de las más difíciles de medir. Se trata de una cantidad que calibra la intensidad de la fuerza gravitatoria F entre dos masas puntuales (m,M) separadas una distancia r:

F= G *M*m/r^2

 ¿Por qué es difícil de medir? Esencialmente, por su pequeño valor. Dos masas de un kilogramo separadas un metro se atraen con una fuerza de unas quince billonésimas de Newton. Desde tiempos de Cavendish, hace ya dos siglos largos, se ha intentado medir G con el menor error posible, pero es muy difícil aislar un experimento de todos los tipos de vibraciones y otras fuentes de error. El valor aceptado en la actualidad, en unidades del Sistema Internacional, es de 6,67408*10^-11 N^m^2/kg^2, con un error de una parte en cinco cienmilésimas; compárese con cantidades como la constante de Planck o la carga del electrón, conocidas hasta la milmillonésima parte.

Quizá algunos piensen que son ganas de ser quisquillosos, pero existen motivos para tener ojo con la constante G, porque esencialmente rige la atracción gravitatoria. Desde que Newton introdujese su Ley de Gravitación se ha dado por supuesto que se trata de una cantidad fija, pero con un universo regido por la Relatividad General, en expansión y donde el 90% de su contenido es desconocido, ¿que garantías tenemos de que G es realmente constante? Absolutamente ninguna, así que debemos perseverar.

Hay una forma precisa y elegante de determinar no el valor preciso de G, sino su variación con el tiempo. Tomemos un cuerpo como la Luna. En un mundo no relativista, podemos relacionar el período T y el radio R con la masa de la Tierra M mediante esta sencilla relación:

R^3 = (2*pi/GM)*T^2

y a partir de ahí podemos despejar la constante G. Incluso si no conociésemos el valor de la masa de la Tierra, podríamos ver si el radio o el período van variando con el tiempo; si no lo hacen es que G es constante y todo va bien.

En la práctica este experimento tropieza con múltiples complicaciones. Ni la Tierra ni la Luna son objetos puntuales, ni la órbita de la Luna es circular, y además debemos considerar las influencias debidas al Sol, a los otros planetas, al viento solar, y suma y sigue. Pero la idea es buena, y a eso se aplicaron por ejemplo Jürgen Müller y Liliane Biskupek, de la Universidad Leibniz de Hannover. Utilizaron los reflectores lunares instalado por los astronautas del programa Apolo para medir mediante láser la distancia a la Luna. Sus resultados, publicados en 2007 en la revista Classical and Quantum Gravity, indicaron que, de haber una variación en la constante G, sería muy pequeña, algo así como una billonésima parte al año. Más correctamente, la variación es de (2±7)*10^-13 partes por año.

Fíjense como puede ser perfectamente cero, si bien el margen de error experimental impide llegar a esa conclusión. Una segunda determinación hecha en 2011 por otros autores redujo la posible variación en G a (-0,7±7,6)*10^-13 partes por año, una mejora en el valor en sí pero que no supone una estimación más precisa porque el margen de error es aproximadamente el mismo.

Para mejorar aún más la precisión podemos fijarnos en un objeto mucho más lejano: una estrella de neutrones. Este bicho es una vieja estrella que ha agotado su combustible nuclear y se ha convertido en un gigantesco núcleo atómico. Puesto que es un objeto mucho más pequeño que una estrella normal su campo magnético está muy comprimido, motivo por el que emite chorros de radiación a enormes distancias. Si medimos esa radiación podemos determinar el período de rotación del objeto con enorme precisión.

La primera pulsación medida de estos objetos tenía un período tan extraordinariamente preciso y estable que sus descubridores pensaron que parecía un radiofaro de una civilización extraterrestre, y lo bautizaron -medio en broma, medio en serio- con el nombre código LGM-1, por los hombrecillos verdes (Little Green Men). Ahora ya sabemos que los alienígenas no tienen nada que ver con el asunto y conocemos a estos radiofaros naturales con el nombre de púlsares.

Ahora viene lo interesante para nosotros: si encontramos un púlsar que forme parte de un sistema binario, podemos usar los pulsos de radio para determinar no sólo el período de rotación sino también el de traslación (puesto que la frecuencia de los pulsos varía conforme el púlsar se acerca o se aleja de la Tierra). Tendríamos una situación similar a la de la Luna, es decir, podemos examinar atentamente el período del púlsar y ver si hay alguna variación con el tiempo.

Eso es lo que hizo un grupo canadiense y norteamericano, y sus resultados acaban de ser aceptados en la revista Astrophysics Journal. El objeto escogido es el púlsar PSR J1713+0747, distante unos 3.750 años-luz de la Tierra. Tiene una masa igual a 1,31 masas solares, y su compañera es una enana blanca con una masa 0,286 veces la de nuestro Sol.

Según la Relatividad de Einstein, un sistema binario como ese pierde energía mediante ondas gravitacionales, lo que afectaría a las medidas de período y de radio orbital, y de hecho este efecto se midió en el púlsar PSR 1913+16, lo que permitió confirmar este aspecto de la teoría einsteniana y le valió el premio Nobel de Física a los norteamericanos Russell Hulse y Joseph Taylor en 1993; pero ahora no queremos que los efectos relativistas enmascaren la posible constancia de G. Precisamente uno de los motivos por los que se escogió el sistema binario del púlsar PSR J1713+0747 en particular es porque las mediciones indican que ese púlsar se mueve en una órbita circular y de amplio radio, lo que es bueno porque minimiza los efectos de las ondas gravitacionales.

La campaña de observación se extendió a lo largo de 21 años en los radiotelescopios de Arecibo y Green Bank, tomando precauciones para que las observaciones de ambos fuesen compatibles, y los datos fueron modelados usando el programa TEMPO disponible en Sourceforge. Los datos preliminares mostraron un cambio en el período orbital, pero se debía a diferencias de aceleración entre el sistema binario y la Tierra. También se tuvieron en cuenta los efectos debidos a la posible pérdida de masa del sistema binario y a efectos de marea, y se estimaron que apenas contribuirían al resultado final.

¿La conclusión? El período orbital variaba como mucho 0,2 billonésimas parte por segundo (con un error de casi esa misma cantidad). Eso se traducía en una estabilidad de la constante de G de (6±11)*10^-13 partes por año. Nuevamente obtenemos un valor muy pequeño, tanto que dentro de los límites de indeterminación experimental puede ser cero; y si no lo es, resulta extraordinariamente pequeño, porque de mantenerse ese ritmo de cambio en el tiempo significaría que apenas ha variado en un 0,3% desde la creación de la Tierra hade 4.500 millones de años.

Si bien el experimento del púlsar no ha arrojado un valor en la estabilidad de G tan bueno con el del experimento lunar, resulta interesante por otros motivos. En primer lugar, es un recordatorio de que el ingenio de los científicos es enorme, y que no les basta con medir algo de diez formas distintas si pueden encontrar una undécima.

En segundo lugar, usar un púlsar a una distancia de casi cuatro mil años-luz nos sugiere que la constancia de G se mantiene con la distancia. Aunque los datos lunares nos mostrasen una constante totalmente constante, ¿qué garantías tenemos de que también se cumplirá en otros lugares del Universo? Con el experimento del púlsar hemos ampliado enormemente el rango de distancias a las que G parece ser estable; y por supuesto, también el rango de tiempo, ya que los datos del púlsar tardaron 3.750 años en llegar a nosotros. Seguro que ya hay gente planeando nuevas observaciones de sistemas más lejanos, puede que púlsares, puede que cuásares.

Y no es que puede que haya, es que ya están en ello. El año pasado un grupo de la Universidad de Swinburne presentó datos extraídos de un conjunto de supernovas tipo Ia. Según ellos, un cambio en G afectaría a la cosmología de ese tipo de supernovas, especialmente su luminosidad. Sus datos están afectados por márgenes de error algo mayores que los experimentos lunares o de púlsar, pero lo realmente interesante es que una supernova Ia puede detectarse a distancias de miles de millones de años-luz, así que podríamos comprobar la constancia de G no solamente en el espacio sino también en el tiempo.

Todo gracias a la constancia del ingenio humano.