Hacen falta dos para un delirio

Por Colaborador Invitado, el 22 abril, 2017. Categoría(s): Ciencia ficción • Libros

Innovación, cine y ciencia ficción

Existen muchas teorías acerca de cómo saber si estamos o no frente a un relato de ciencia-ficción.

Si me lo permitís, yo os voy a confiar un método que nunca me ha fallado. Y en el que, por tanto, creo: si la protagonista del relato es una idea, de modo que los personajes que intervienen están al servicio de la ella y no al contrario, para mí eso es ciencia-ficción.

Normalmente, el relato de CF se desarrolla siguiendo este esquema:

  • Planteamiento: a través del cual se nos presenta la nueva idea.
  • Nudo: que enmarca toda la especulación destinada a desarrollar dicha idea o a explicar el conflicto que produce en la sociedad a la cual pertenecen los personajes.
  • Y el Desenlace que suele aprovecharse para sugerir una inferencia (positiva o negativa): moraleja ad futurum, sobre lo que cabría prevenir o hacia lo que sería deseable aspirar.

No es casual que la proliferación de la CF se iniciase a la luz de los colosales avances científicos y tecnológicos que se produjeron durante el siglo XIX y principios del XX:

  • Frankenstein (Mary Shelley) – El moderno Prometeo robando la chispa vital a Dios. La novela de Shelley ya nos muestra una temprana preocupación por lo que la ciencia puede llegar a crear: algo nuevo, monstruoso, que se escape a nuestro control y reclame un lugar al lado e incluso frente al hombre.
  • La máquina del tiempo (H.G. Wells) – La obra de Wells no pretende simplemente plantear una especulación acerca de los viajes en el tiempo; es ante todo una crítica social y una reflexión darwiniana sobre nuestro propio destino, que denota el incipiente resquemor con el que la humanidad comienza a contemplar el futuro.
  • De la Tierra a la Luna (Jules Verne) – Con Verne el cielo deja de pertenecer a los poetas. Las máquinas comienzan a trazar surcos en el firmamento, abriendo nuevas fronteras a la exploración.

Antes de esta explosión tecno científica, el mundo se concebía como una continuación del presente, sometido a ciclos o cambios menores. Se podían concebir mudanzas, pero dentro de lo ya conocido.

Sin embargo, a partir del siglo XIX comienza a instalarse en el imaginario colectivo la idea de que el futuro puede llegar a ser (y que de hecho va a ser) distinto: los cambios devenidos por los avances científicos y tecnológicos agrietan los muros que orientan los cauces sociales, derribando las concepciones tradicionales de la vida.

Cuando pensamos en ciencia ficción, casi de forma natural evocamos relatos en los que prima el rigor expresivo y el uso del conocimiento científico disponible (laboratorios, ingenios, jerga tecnocientífica, robots, naves espaciales…, que permiten dar un barniz de verosimilitud al relato). Es la que se conoce como CF dura.

  • El hombre bicentenario (Isaac Asimov) – Implicaciones del desarrollo de la Inteligencia Artificial hasta alcanzar la Singularidad.
  • 2001, Odisea en el espacio (Arthur C. Clarke) – La relación entre el hombre y la máquina.
  • Hyperion (Dan Simmons) – Viajes intergalácticos y exploración de otros mundos.
  • Al final del Arco Iris (Vernon Vinge) – Inteligencia superhumana mediante la conexión electrónica de un vasto número de personas à Conciencia grupal o colectiva.

Sin embargo, determinados autores encuentran en esta posibilidad de imaginar un futuro distinto terreno abonado para vehicular críticas sociales, pero también reflexiones darwinianas sobre nuestro propio destino como grupo. La inseguridad que suscita el futuro nos impulsa a especular sobre él:

  • Un mundo feliz (Aldous Huxley) – Eugenesia.
  • 1984 (George Orwell) – Control de la medios de información y vigilancia.
  • Farenheit 451 (Ray Bradbury) – Conformismo a través de la narcolepsia.
  • ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas? (Philip K. Dick) – Emocionalidad artificial.
  • Informe de la Minoría (Philip K. Dick) -Predestinación y posibilidad de alterar el futuro.
  • El juego de Ender (Orson Scott Card) – La realidad como un juego (de guerra).
  • Dune (Frank Herbert) – La plutocracia: El Universo en manos de tres “familias”.
  • Solaris o La voz de su amo (Stanislaw Lem) – Comunicaciones con inteligencias extraterrestres.

Esta es la llamada CF blanda, aquella que presta mayor atención a las ciencias sociales.

La concepción de la CF como si fuese el barómetro de CIS, que permite medir la presión atmosférica social en relación a determinados temas.

Si la CF fuese una veleta que indicase el rumbo que adquieren las preocupaciones existenciales de una sociedad cuando se pone a reflexionar sobre su futuro (o sobre el futuro para el que desean “prepararla”, según se mire), a la luz de la abundancia de títulos en cualquier formato, pero sobre todo fílmicos y televisivos, deberíamos concluir que en la actualidad son fundamentalmente son dos:

  • Notificación de deshaucio y todos a buscar en el Idealista Intergaláctico o en el Fotocasa Planetario: Desde los títulos más “duros” como Interstellar, Passengers, o The Martian, hasta los más “blanditos” y para todos los públicos: Wall-e, Tomorrowland o Vaiana (las 3 de Disney, no digo más).
  • Y un segundo grupo donde algunos pretenden asistir a hipótesis que exploran la vida más allá de la muerte, y del que otros extraemos que lo que denominamos realidad no es más que una ilusión compartida fruto del consenso: series como The Revenants, The Leftovers, The OA, WestWorld, Stranger Things, Black Mirror, la reciente película The Discovery, o por supuesto The Matrix son sólo algunos ejemplos de una temática cada día más prolífica.

Aunque reconozco mi debilidad por la CF que trata aspectos más directamente relacionados con las ciencias humanas o sociales, la división entre la CF dura y la CF blanda no sólo nos produce cierta desazón a los que amamos este género en particular, sino y ante todo, sobre qué es lo que se debe quedar fuera y qué debemos englobar dentro de la ciencia ficción.

Los que ya me conocen saben que, si por mí fuera, cualquier manifestación cultural humana se integraría dentro del género de ciencia ficción, desde los textos legales hasta los prospectos de los medicamentos (sobre todo la parte que hace referencia a los “posibles efectos secundarios”).

Sí, ya sé que creéis que exagero. Pero, ¿qué es la CF sino una distorsión del mundo para convencernos de que una idea ficticia tiene un encaje lógico dentro de ese mundo distorsionado?

A esto los teóricos de la CF lo denominan suspensión de la incredulidad, expresión que representa la voluntad de un sujeto para dejar de lado (suspender) su sentido crítico, ignorando incoherencias o incompatibilidades de la obra de ficción en la que se encuentra inmerso. Es decir, para que las ideas transmitidas tengan algún sentido, para que el juego que me proponen consiga entretenerme, a cambio debo renunciar voluntariamente a mi capacidad crítica preconcebida, para, a continuación, retomarla pero, pero, pero…, actualizada con base en una nueva versión: en una suerte de reprogramación conceptual, el planteamiento del relato sirve para suministrarme los nuevos valores, de modo que, justo antes de iniciarse el “juego” en el nudo argumental, yo he de disponer de suficientes elementos de juicio (reglas) como para determinar la verosimilitud del experimento. Especialmente paradigmáticas son, en este sentido, las películas El Experimento y La Ola.

El creador de una ficción es el autor de un delirio. Pero, por supuesto, la obligación de dicho autor es plantear el delirio de la forma más irreductible contra toda argumentación lógica que le sea posible. De modo que, antes de permitirnos atisbar la idea/enajenación que le motiva, nos suministra todo un marco normativo dentro del cual sus planteamientos parecieran inferirse por sí solos, como si fueran la conclusión más natural del mundo. Es el mismo esquema comunicativo que se necesita para reírse con un chiste: la gracia se genera sólo si quien lo escucha es capaz de suspender por unos instantes su incredulidad y, una vez recibido el mensaje, someterlo a juicio reinterpretando el contexto de la misma forma que lo desea quien lo cuenta. En caso contrario “no lo pillas” y “no tiene gracia”.

La gracia de la ciencia ficción dura es que ha servido, como no se cansan de reconocer numerosas eminencias de las matemáticas, la física, la química, la astronomía o la ingeniería genética, de cimiento motivador de multitud de hallazgos revolucionarios en el campo de las ciencias: los viajes submarinos, los paseos espaciales, las exploraciones de otros mundos, las TIC y los avances en materia de sanidad, movilidad, eficiencia y productividad, que han pasado a formar parte de nuestra cotidianidad, no fueron más que ficciones antes de que algún “loco” en su laboratorio-garaje-start-up se las tomase en serio y nos demostrase a los demás que valía la pena creer en ellas.

A la mayoría de nosotros, no tener la más remota idea de las leyes aerodinámicas que permiten a un ingenio de varias toneladas surcar el aire, no nos impide confiar en las aerolíneas comerciales. Es más, puede que, si indagásemos en los factores que permiten mantener un avión en el aire, se nos quitasen las ganas de volver a coger uno. Nos basta con comprobar que otros lo hacen y les proporciona una sustancial ventaja competitiva para adoptarlo también nosotros en nuestra vida. Claro que, el mismo esquema funciona cuando la ciencia desarrolla ingenios cuyas consecuencias son potencialmente catastróficas, como ocurre con las bombas atómicas, o el deterioro medioambiental provocado por el dislocado modo de vida que nos permiten ciertas aplicaciones de determinados avances científicos.

La gracia de la ciencia ficción blanda es que se halla en la base de conceptos como justicia, bondad, igualdad, fraternidad, o ética, entre otros muchos, que han originado organizaciones sociales, económicas y políticas en las que hoy confiamos y damos por hecho, como si hubieran existido desde siempre. Pero que en el momento en que fueron concebidas no pasaban de constituir como mínimo ficciones, cuando no delirios. Ficciones de la misma índole que las que podemos hallar al leer las utopías medievales de Tomás Moro y Tomás Campanella, o los relatos de la Atlántida recogidos por Platón en sus diálogos Timeo y Critias… No dejan de ser propuestas delirantes como las que nos propusieron en su día Karl Marx o Adolf Hitler en El manifiesto comunista o Mein Kampf respectivamente.

El problema de los estadounidenses no son los inmigrantes, al igual que el problema de los alemanes no eran los judíos, ni el de la clase trabajadora la burguesía. Su problema es que algunos de ellos quisieron creer en el delirio. Y aquellos que no lo  hicieron no fueron capaces de organizarse de una forma eficaz para impedir la instauración de la ficción como nueva realidad.

Y si el delirio se instaura y el afectado no lucha contra esta ideas, entonces se verá haciéndolo en contra de la gente que elige no aceptar esa ficción como realidad. Se ha comprobado que todos deliramos más o menos igual. Teniendo en cuenta que influyen distintos barnices culturales, se han destacado doce formas de delirar. A continuación abordaremos las más frecuentes:

  • El prejuicio (el afectado está convencido de que un grupo de personas busca perjudicarle).
  • La manía persecutoria (el afectado se siente observado y a veces cree que le hacen daño).
  • El delirio autorreferencial (cualquier gesto o noticia se refiere al afectado).
  • Los celos patológicos, (está convencido de que su pareja siempre es infiel).
  • El delirio erotomaníaco (quien lo padece cree que todo el mundo está enamorado de ella o de él y todos los signos los interpreta como actos de amor).
  • La megalomanía o delirio de grandeza (cuando el afectado se cree lleno de facultades o “tocado” para una misión especial)
  • El delirio de culpa o de negación o pobreza (muy frecuente entre las personas que sobreviven a catástrofes o conflictos en los que han perdido a seres queridos).

No es ningún secreto que algunas de las mentes más brillantes, y que más han contribuido a “motivarnos” como especie, a través de sus relatos de ciencia ficción, pertenecían a personas afectadas por delirios patológicos. Philip K. Dick desarrolló la mayor parte de su obra convencido de que vivíamos dentro de un programa informático y de que su propio gobierno le espiaba. Los prejuicios y la megalomanía tiñen por completo toda la vida y la obra de Adolf Hitler desde que Alemania claudicó en la I Guerra Mundial. El mismísimo John Nash, cuya Teoría de los Juegos modificó radicalmente la concepción de la economía y la política mundial, no tenía reparos en admitir que creía firmemente en los alienígenas porque eran éstos quienes les dictaban sus ecuaciones matemáticas. ¿Cómo calificar si no de delirio el testimonio de un hombre que, subido en la cima de un monte, o sentado en el interior de una cueva, afirma haber recibido legislación divina…?

Lo que nos conduce a la pregunta clave: ¿cuál es la condición que necesaria para que una ficción deje de ser el fruto de una mente delirante para adquirir el estatus de una creencia compartida? La misma que se ha de dar para que podamos disfrutar de un relato de ciencia ficción: la suspensión de la incredulidad. O lo que es lo mismo: el acatamiento voluntario de una ficción autorreferencial, o cuanto menos basada en postulados que no son demostrables empíricamente, como código normativo.

Las mismas condiciones que son aplicables al reglamento de un juego de mesa se pueden apreciar en la promulgación de la constitución de un país, en el empleo de una determinada moneda por parte de una sociedad, o en la fe en una determinada corriente religiosa.

Al menos hacen falta dos para poner en marcha un delirio.

 

Este artículo nos lo envía Rubén Chacón Sanchidrián. Estudia desde hace años las consecuencias filosóficas en relatos de ficción y es autor del libro Reflexiones de Película, en el que nos propone el cine como excusa para pensar.



Por Colaborador Invitado, publicado el 22 abril, 2017
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