La pregunta suena un poco rara así, a bocajarro, pero despertó hace unos días un debate tan interesante en la lista interna de Naukas que hemos pensado que sería buena idea compartirlo. Todo empezó por una de las muchas preguntas con las que Fernando del Álamo (@omalaled) nos asalta de vez en cuando. Hablando con una compañera de trabajo, nos contaba, había surgido el tema de la evolución del cerebro y ambos se preguntaban si se ha detectado algún cambio en los cerebros en las últimas generaciones como mayor inteligencia o capacidades cognitivas diferentes. Incluso iba más allá: “Si tomáramos un hombre de hace 1.000 años, otro de hace 2.000 años, y así sucesivamente, ¿podría seguir una enseñanza universitaria?”, preguntaba.
Yo fui uno de los primeros en aventurarme a responder a la última cuestión, en función de lo que he leído sobre el tema y le contesté de forma rápida y quizá un poco inconsciente: “Nuestros cerebros no se diferencian sustancialmente de los hombres de hace unos 40.000 años, la configuración básica es igual y podrían estudiar perfectamente una carrera”. Pero no todos en ese foro compartían mi punto de vista. Juan Ignacio Pérez (@uhandrea) fue el primero en introducir los matices interesantes y señaló que no tenemos elementos para saberlo con certeza. “Yo no creo que podamos decir que un tipo de hace 40.000 años podría estudiar una carrera. No lo sabemos. Me inclino a pensar que no podría”, escribió. En su opinión, “es muy probable que en los últimos 40.000 años hayan cambiado cosas en nuestro cerebro, y esos cambios han podido modificar sensiblemente la capacidad de aprendizaje”. La transmisión cultural, sostiene, ha podido favorecer el desarrollo de la capacidad para mejorarla y, por lo tanto, para aprender.
Para apoyar su punto de vista Juan Ignacio recuerda la llamada “Teoría de la herencia dual” (Dual inheritance theory), según la cual el comportamiento humano es producto de dos procesos, la evolución genética y la evolución cultural, y ambos se retroalimentan: los cambios en los genes producen cambios en la cultura y viceversa. “Sería una especie de círculo virtuoso. No me atrevo a dar respuestas categóricas, pero si no fuera científico, las daría”, asegura. También cita dos libros sobre el papel de la cultura en la evolución que respaldarían su tesis: ‘Not By Genes Alone’, de Peter J. Richerson and Robert Boyd, y ‘The Secret of Our Success’, de Joseph Henrich. Relacionado con esta idea, Xurxo Mariño (@xurxomar) aportó más tarde otra idea al debate. “En la coevolución genético-cultural hay un concepto, el de «selección de nicho«, que puede aclarar bastante las cosas. Es importante, por ejemplo, para buscar una solución al problema de la evolución del lenguaje”. Este proceso es aquel por el que un organismo altera su propio ambiente y modifica las presiones selectivas. Los humanos modernos, por ejemplo, podríamos haber ido creando las condiciones ideales para que prosperase el lenguaje y esto podría explicar una diferencia en determinadas capacidades en un periodo de tiempo de 40.000 años.
Bebés teletransportados
Llegados a este punto había que refrescar el experimento mental que estábamos haciendo. Francis Villatoro (@emulenews) lo resumía y se ponía del lado de los que piensan que el hombre de hace 40.000 años podría estudiar una carrera como cualquiera de nosotros. “La pregunta de Fernando es si un bebé recién nacido hace 40.000 años, teletransportado en el tiempo por una civilización alienígena hasta Bilbao 1995, criado por vascos residentes en Deusto, sería capaz de graduarse con honores en el UPV/EHU”, resumió. “Obviamente es neurociencia ficción, pero en mi opinión de ignorante sobre estas cuestiones, no veo ningún problema. Incluso si tuviera ciertas taras genéticas (como la intolerancia a la lactosa), hoy en día no supondrían ninguna tara cognitiva”.
Una observación de Miguel García (@milhaud) abrió un nuevo flanco en la discusión. Al hablar de presiones adaptativas que han podido modificar nuestro cerebro recordó que unos Homo sapiens (los occidentales) hemos desplazados a otros, como ocurrió con la llegada de los europeos a América. “Esas presiones adaptativas han permitido que la descendencia de unos grupos u otros llegue a nuestros días (o no)”, planteó. Y pregunta: “¿no puede haber ayudado a mejorar las capacidades de nuestro cerebro para el aprendizaje?”. “Si llevamos tu argumento al extremo, Miguel, podríamos preguntarnos si un indígena del Amazonas podría estudiar una carrera. Y la respuesta es sí, por supuesto”, respondí yo. “En Australia hay aborígenes que hace 100 años estaban sin contacto con la “modernidad””, recordó Francis. “Algunos hijos de aborígenes nacidos en ciudades han cursado carreras univesitarias con éxito (por cierto, la primera fue una mujer, Margaret Williams-Weir, en 1959)”.
Para aclarar el asunto de fondo me puse en contacto con Emiliano Bruner, quien trabaja en el Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana (CENIEH), estudiando precisamente estas cosas, pues es experto en Paleoneurobiología de Homínidos, es decir, en estudiar los cráneos del registro fósil para intentar conocer mejor el cerebro de nuestros antepasados. Lo primero que me dijo es que “no se conocen diferencias a nivel de anatomía cerebral entre los primeros Homo sapiens y nosotros”. Pero que no se conozcan no quiere decir que no las haya. Y la segunda cuestión, y más importante, insistió: “todavía desconocemos por completo cuanto de nuestra biología cerebral se debe a la genética y cuánto al medio ambiente (que incluye la cultura)”. “Somos una especie “neuroplástica”, como ninguna, y la retroalimentación entre biología y cultura es tremenda. Desconocemos sus fronteras y sus mecanismos, intentamos explicarlo todo con un gen (como hacían los positivistas de hace un siglo con la forma de la nariz o con un bulto de la cabeza), pero la verdad es que los genes solo “preparan” un trasfondo, importante, pero general. Luego hay mecanismos que van más allá, que nacen de la interacción (histórica, en el tiempo) entre biología y cultura”.
Entonces, ¿podría un habitante de Altamira, por ejemplo, haber estudiado una ingeniería? “Cabe la posibilidad de que, aunque haya podido tener nuestra misma estructura cerebral, un Homo sapiens de hace 30.000 años pudiera haber logrado estudiar una carrera”, asegura. “¡O podría ser que no lo hiciera! De hecho muchos Homo sapiens actuales no pueden hacerlo … Es decir, para entender la pregunta hay que añadir factores que van más allá de la corteza cerebral”. Es más o menos la misma conclusión a la que llega Antonio José Osuna (@Biotay). “Mi respuesta es que depende de qué niño cojas, si recoges un niño de hace 40.000 años, la probabilidad de que ese niño termine una carrera será menor que si coges a un niño de una sociedad que haya pasado por todo lo que hemos pasado desde entonces”, señala, apuntándose al bando de Juan Ignacio Pérez. “Un hombre de hace 40.000 años: ¿Lo eliges al azar? ¿O dejas a la población cerca de una universidad y esperas que uno de ellos (como en el caso que aporta Francis) se acerque a la universidad y termine una carrera? Es sumamente diferente”. “Exactamente”, replica @paleofreak. “Puede darse el caso de que en la población de hace 40.000 años haya una proporción ligeramente menor de individuos «capaces» de terminar una carrera que en la población actual. O la misma proporción. O quizá una proporción mayor, quién sabe. Lo que me parece exagerado es pensar que *ninguno* de esos individuos sería capaz”.
En este punto del debate, Joaquín Sevilla (@Joaquin_Sevilla ) recordó el conocido como efecto Flynn, según el cual “el cociente intelectual (CI) de la población sube de forma continua desde que se mide, en todas las poblaciones (aunque no al mismo ritmo)”. “El efecto Flynn sugiere que un individuo de CI promedio en 1900 hoy sería límite”, apuntó Joaquín. “Claro que eso probablemente no se deba al sustrato fisiológico de esa «inteligencia» (el cerebro), sino a su desarrollo en uno y otro momento”. ¿Podría ser este un argumento a favor de los que esgrimen que los Homo sapiens de hoy estamos más preparados que los de Altamira para estudiar una carrera? Tras discutir largamente sobre el dudoso valor de la medición del C.I., llegamos al consenso de que son las condiciones socioeconómicas las que determinan este aumento, y no tanto las culturales. Es decir, cuando se mide el C.I. de las comunidades aborígenes el valor es menor, lo cual se debe básicamente a que se mide por parámetros culturales que no son los suyos y a que viven en condiciones de mayor pobreza (y marginación) que otras comunidades.
Casi al final de la discusión, Juan José Gómez (@juanjogom), aportó un ejemplo que suena a humorístico pero quizá tenga más trascendencia de lo que parece. “Yo voy a dar el argumento definitivo “, escribió, “la evolución es plurifactorial, si no, ¿cómo se explica lo siguiente? En Murcia tenemos una carretera llamada costera de Alhama, por allí los coches van a mucha velocidad por en medio de zona de campo, hace tres-cuatro años había que ir esquivando los conejos y perros atropellados, ahora siguen los perros pero ni un conejo, además si los ves reaccionan de forma diferente que hace un lustro, en solo unos pocos años unos se han adaptado y otros siguen cayendo debajo de las ruedas”.
Ando leyendo estos días el libro ‘El ingenio de los pájaros’, de Jennifer Ackerman, en el que se ponen decenas de ejemplos de habilidades cognitivas desarrolladas por las aves y en el que surge un poco el mismo debate: ¿qué parte de estas habilidades son heredadas genéticamente y cuales son aprendidas o culturales? En el caso de los cuervos de Nueva Caledonia, capaces de utilizar herramientas de forma ingeniosa para conseguir alimentos, no se sabe bien si fue una característica especial, como una mejor visión binocular o la forma del pico, la que facilitó esta capacidad, pero sí parece claro que los cuervos se han adaptado y tienen mejores habilidades cognitivas “de serie” que sus primos en otros lugares. Con los humanos quizá podría suceder algo parecido. A nivel anatómico no hay grandes diferencias entre un humano de hace 40.000 años y nosotros, pero quizá el peso de la selección natural y cultural dejó un poso en nuestro cerebro que nos otorga una pequeña ventaja (mejor capacidad de aprender, hablar o leer, por ejemplo). O quizá no y los tipos que eran capaces de pintar bisontes en la cueva de Altamira con una maestría difícil de copiar por cualquiera de nosotros estaban igual de equipados y podrían haberse licenciado cum laude en Ingeniería de Caminos. Hay preguntas para las que la ciencia no tiene respuesta de momento, pero no hay nada más interesante que el propio camino para intentar resolverlas.
* Actualización 17-5-2017: Olvidé mencionar que Emiliano Bruner también se refirió al denominado «Efecto Baldwin», que pone el acento en que «el comportamiento sostenido de una especie o grupo puede modelar la evolución de las especies». Os recomiendo leer su artículo «¿Está usted de broma, Sr. Baldwin?» en Investigación y Ciencia.
Antonio Martínez Ron (Madrid, 1976) es periodista científico y uno de los tres editores de Naukas. Twitter: @aberron