Mis muebles huelen a cocaína

Por Oihan Iturbide, el 9 agosto, 2017. Categoría(s): Biología • Divulgación • Química

Hace unos días me trajeron un mueble recién restaurado. Se trataba del escritorio donde mi bisabuelo concibió lo que todavía hoy nos da de comer a toda la familia. Ese escritorio debía ser mío, necesitaba su poder, quizá algo del talento de mi antepasado se había quedado guardado en uno de sus cajones. Antes de ponerlo en mi casa quería, eso sí, darle un aire más moderno.

—Podemos decaparlo —me dijo el restaurador.

Y allí lo dejé. Hasta que la semana pasada volvió.

Los transportistas lo «soltaron» en la entrada de casa y yo lo miré con admiración:

—Fantástico. Un trabajo enorme, con este mueble lo voy a petar muy fuerte. Seguro.

Volví a la cocina, hice algo parecido a una comida y regresé para recoger mi ordenador, que estaba junto a la silla del recién llegado escritorio. Cuando me agaché para coger la bolsa, un olor antiguo me provocó tal arcada que tuve que taparme la nariz y la boca con las dos manos. Diez años llevaba sin sentir ese repugnante aroma.

Escritorio

El alcohol lo huelo a diario, no paráis de beber en todos lados. La marihuana también me sorprende en mitad de la calle obligándome a contener la respiración (me obsesiona que sus moléculas lleguen a mi epitelio olfatorio y estimulen alguno de los neurotransmisores que tan tranquilitos tengo). ¿Pero la cocaína? ¡La cocaína no había vuelto a olerla! José Ramón Alonso, amigo al que admiro mucho, dio una charla sobre la importancia del olfato (aquí la podéis ver). En ella dice que tenemos cientos de receptores y somos capaces de percibir millones de olores. También habla de cómo las notas olfatorias trazan un mapa perfecto capaz de indicar un recorrido de forma precisa, por ejemplo en los salmones.

Vale, pues yo sin ser un pez, recordé con todo lujo de detalles el baño de la sala Apolo de Barcelona, el día en el que el camello me vendió tal veneno que la mitad de la cara se me puso del tamaño de un melón. «¡Sacad este maldito mueble de aquí!», grité a los únicos seres vivos que podían oírme. Pero las perras, divertidas, me miraron moviendo el rabo.

Me levanté y traté de cerciorarme de que lo que había respirado era realmente lo que me parecía. ¿Se habrían dejado algo de coca en el mueble? La verdad es que el profesional que me atendió no tenía ninguna pinta de consumirla (tengo un radar para eso). ¿Escondería mi familia un alijo que hoy mi agudo olfato era capaz de detectar? Imposible. Si algo rechaza mi familia es la droga, demasiadas heridas. No, aquello tenía que ser otra cosa.

Me acerqué desconfiando del mamotreto. Poco a poco puse las manos sobre la madera, después me las acerqué a la nariz. Sí, aquello olía a cocaína, no había duda. Me quedé en pausa unos segundos tratando de procesar la situación. ¿Qué pasaba ahí? Le pregunté a Google, por supuesto: “Mis muebles huelen a cocaína”. Pero, ¡voilà! No había nada. Cero.

Le di alguna vuelta al asunto mientras me sentaba junto al escritorio y decidí mirar con qué se decapan los muebles, quizá alguna de esas sustancias le estaban dando al mueble el toque yuppie. “Estuco”, eso es lo que dicen las webs de los entendidos que hay que usar para decapar. Vale, me voy a Wikipedia (aquello urgía) y leo: “El estuco es una pasta de grano fino compuesta de cal apagada (normalmente, cales aéreas grasas), mármol pulverizado, yeso, pigmentos naturales, etc. que se endurece por reacción química al entrar en contacto el hidróxido de calcio de la cal con el dióxido de carbono (CO2) [Ca(OH)2 + CO2 → CaCO3 + H2O] y se utiliza sobre todo para enlucir paredes y techos”.

¡Ajá! Así que cal viva… Eso ya empezaba a cuadrarme un poco. Si no recordaba mal, alguna de las veces que me interesé por lo que me metía por la nariz, leí algo sobre el óxido de calcio. Parece que había un hilo del que tirar así que me fui a hablar con el restaurador y le pregunté sobre las sustancias con las que había trabajado la madera:

—¿Cal? Sí, también ¿por?

ÓXIDO DE CALCIO

Evidentemente no alimenté la curiosidad del tipo. Y volví a Google: “Cómo elaborar cocaína”. La primera página a la que me dirigió fue a un artículo de Pere Estupinyà del año 2010. El artículo se llama “Prácticas de química: De la hoja de coca a la cocaína”, y sorprendentemente se trata de un resumen sobre cómo se obtiene cocaína. Tal cual.  Si en este país llegamos a cultivar coca en vez de patata, me veo poniendo en práctica los consejos de Pere. Que sí, que yo era muy de experimentar.

El compañero decía: “Luego añades 100 Kg de cal (óxido de calcio) y 200 Kg de sal común, y vas pisoteándolas durante una hora para ir rompiendo las paredes de las células vegetales y dejar libres las moléculas de cocaína”.

Ahí estaba, igual que en el escritorio de mi bisabuelo. Esa sustancia había sido capaz de transportarme en pocas milésimas de segundo a mi pasado más vulgar, pero ¿se quedó ahí la anécdota?

Pues no, por supuesto. Durante la noche las pesadillas se sucedieron una detrás de la otra. Sueños en los que yo volvía a consumir y en los que la recaída me catapultaba a un maldito loquero donde me ataban y me humillaban. No faltaron en el sueño sangrados de nariz y humillaciones sexuales. Una combinación que se suele dar en la vida de cualquier drogadicto. Como imaginaréis, cuando me levanté era lo más parecido a un espantapájaros: espalda rígida, mirada envuelta de locura y desánimo máximo. Os juro que hasta ese día no había vuelto a pensar en la sensación de la cocaína entrando por mi nariz, ni en el picor, ni en el sabor amargo, y todo por el maldito olor del escritorio recién restaurado.

Pensaréis que exagero. Y, sí, ya sé que los de Addiction Biology el año pasado publicaron un artículo sobre que la cocaína provoca alteraciones cerebrales, pero, oye, que mi materia gris está (quiero pensar) bastante intacta. Mirad, a lo largo de estos años, con motivo de mi trabajo, he navegado por vídeos y webs donde he visto cómo distintos individuos esnifan cocaína, el que más me “movió” fue el que pongo a continuación (si eres adicto en rehabilitación, abstente). Algunas veces he visto a personas esnifando en la ficción y otras en documentales muy duros, sin embargo, nunca durante estos diez años que llevo sin consumir, había tenido unos flashbacks tan intensos ni había vuelto a experimentar el maldito craving. Pavlov tendría mucho que decir sobre esto ¿verdad? ¿Cómo es posible que un olor tenga la capacidad de poner patas arriba una abstinencia sosegada?

Pues bien, hay muchos estudios que exploran el estímulo condicionado en el caso de individuos adictos a las drogas (aquí os dejo uno extraordinario sobre el papel del cerebelo en la adicción a la cocaína), y la mayoría coinciden en que el adicto que quiera recuperarse tendrá que evitar los lugares en los que consumió, los rituales que asoció al consumo (en esta charla hablé un poco sobre esta cuestión) y a las personas con las que compartió los episodios de drogas. «¡Eso no es difícil!», pensaréis. Pues bueno, algo sí, tened en cuenta que una persona adicta ha consumido en todos los lugares imaginables y probablemente, durante los últimos años, solo se haya relacionado con gente que también lo hacía. Así que ¡tachán! tiene que cambiar toda su maldita vida y costumbres. Difícil pero no imposible. Quizá en unos años el equipo de la doctora Shernaz Bamji avance en su último descubrimiento y podamos manipular algunos de nuestros genes para que produzcan un extra de cadherina y nos proteja de la adicción a la coca (a día de hoy un sueño, solo se ha probado con ratones).

Por el momento, lo único que nos queda a los adictos rehabilitados es protegernos de estímulos como el que tengo aireándose en el recibidor.



Por Oihan Iturbide, publicado el 9 agosto, 2017
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