El hombre que quiso vivir sin tiempo

Por maticallone, el 24 agosto, 2010. Categoría(s): Biología • Curiosidades
Maurizio Montalbini

Perder la noción del tiempo no es tarea fácil. Estamos inmersos en un mundo de referencias temporales, aún cuando pretendamos prescindir de un reloj. Los movimientos en nuestro barrio, el nivel de tráfico, la cantidad y el estereotipo de peatones que caminan frente a la ventana, los ruidos que se suceden a lo largo del día, de la noche, e incluso las propias horas de luz natural y oscuridad. Estamos rodeados de señales temporales. Y en el caso imaginario de que las señales desaparecieran, nuestro último recurso a la hora de estimar el paso de las horas estaría determinado a través de nuestro reloj interno, conocido como ritmo circadiano.

El ritmo circadiano es la variación rítmica fisiológica que organiza el funcionamiento de nuestro cuerpo, entre ellas los patrones de sueño o alimentación. Los ritmos circadianos están determinados por factores endógenos, tales como hormonas y neurotransmisores, que coordinan el funcionamiento de nuestro reloj biológico interno, en relación a factores externos, entre los que se destacan las oscilaciones naturales de luz y de temperatura entre el día y la noche.

Si bien los conocimientos sobre los ritmos circadianos se retrotraen un par de siglos atrás, el término circadiano surge en los años de la década de 1960, de la mano del Dr. Franz Halberg, el principal impulsor de la cronobiología o el estudio de los ritmos biológicos. Hoy sabemos por ejemplo, que los castores alteran su ritmo circadiano durante el invierno, cuando se recluyen en lugares oscuros e interactúan con su medio por las noches, perdiendo el contacto con las horas de luz natural.

Mientras que la oscilación promedio de un ritmo circadiano abarca una frecuencia de unas 24 horas (de ahí el origen de la palabra circa= cerca / día), este promedio también se puede distorsionar en condiciones especiales donde los sincronizadores ambientales están ausentes.  Si nos encontráramos sin ningún tipo de referencia exógena para calcular el tiempo, sólo nos quedaría orientarnos según nuestros ciclos y horas de sueño, o la frecuencia con que saciamos nuestro hambre. Así, obtendríamos un cálculo aproximado del paso de los días, una estimación que nos alejaría progresivamente de la idea de precisión en cuanto a la percepción del paso del tiempo.

La argumentación anterior, nos lleva a repasar brevemente las historias de algunos de los grandes experimentadores del aislamiento, personas dispuestas a vivir largos períodos de tiempo sin ningún tipo de contacto con el medio externo.

Entre los grandes ermitaños voluntarios dispuestos a someterse a la alteración del ritmo circadiano se destaca el francés Michel Siffre, un científico y explorador subterráneo, que pasó dos meses en una cueva subterránea al sur de los Alpes en completos aislamiento en el año 1961. El objetivo era comer y dormir cuando su cuerpo lo pidiera sin disponer de ningún tipo de referencia temporal. Sus encierros se repetirían en varias ocasiones, realizando grandes aportes a la cronobiología y aproximándonos a la idea de la pérdida de percepción temporal que produce un encierro.

El hombre de los récords en cuanto a la autoreclusión bajo tierra, fue un sociólogo y espeolólogo italiano llamado Maurizio Montalbini, quien intentó en varias oportunidades extender los tiempos de permanencia en completo aislamiento marcando nuevos récords.

Mauricio Montalbini comenzó a ganar fama con su experiencia de reclusión en la cueva Grota del Vento en Gengaen, en los Apeninos, entre el14 de diciembre del año 1986, y el 12 de julio del año siguiente. Luego de 210 días a 182 metros de profundidad, Montalbini batía el anterior récord de Siffre, quien al mismo tiempo, reconoció que él lo había logrado en condiciones mucho más fáciles. Montalbini, por su parte, declaraba al salir que no le interesaba su récord, sino el desafío a su propia fuerza de voluntad. Comunicado a través de un sistema morse, alimentado a base de píldoras, café, té y latas de conserva, e iluminado por una lámpara que apenas hacía frente a la oscuridad, Montalbini confesaba que pudo sobrellevar el encierro gracias a la meditación, la escritura, el sueño, y la compañía del sonido de 18 goteras de agua.

La cueva de Montalbini
La cueva de Montalbini

Montalbini repetiría su experiencia en similares condiciones durante un año completo en 1993. El dato más llamativo, fue que al salir al exterior, luego de recibir una comunicación anunciando el cumplimiento del plazo, se enteraba incrédulo de que habían pasado 366 días, cuando según sus cálculos estimados, pensaba que apenas habían pasado 219 días. Montalbini confirmaba lo que el propio Michel Siffre había experimentado previamente: el ciclo circadiano de 24 horas, podría ajustarse y extenderse hasta 48 horas en ausencia total de referencias. Era el propio tiempo, el que llegaba a ausentarse ante tanta soledad y oscuridad.

La influencia de Montalbini contagiaría a Stefania Follini, quien tuvo también un período de autoreclusión durante 130 días en el año 1989, en una cueva en Nuevo México. Entre las alteraciones vividas, Stefanía permanecía despierta hasta 40 horas seguidas, para dormir luego por más de 20 horas a la vez. Al salir, había llegado a perder unos cuantos kilos de peso, y llegó a informar que en algún momento, su ciclo menstrual se había detenido. Según sus estimaciones, sólo habían pasado dos meses bajo tierra, cuando en realidad, habías transcurrido cuatro.

Montalbini por su parte, volvería a reincidir con su reclusión el 11 de octubre del año 2006. Desde ese día se sumerge en una cueva pequeña y húmeda llamada Grotta Fredda (Acquasanta Terme, Italia), de apenas 2 metros de ancho y 50 metros de largo, sin luz eléctrica y con apenas unas tablas de madera en donde acostarse. El objetivo era permanecer tres años sin contacto con el exterior, con el fin de experimentar y ayudar a comprender las ciclos naturales del cuerpo.

Ya con 53 años, Montalbini se recluye provisto de píldoras alimenticias, y suplementos entre las que incluía miel, nueces y chocolate. El agua, le llegaría a través de un pequeño tubo mientras que un grupo de observadores se encargarían de monitoriar con tres cámaras a Montalbini, y de notificar al espeleólogo en el momento de cumplirse el plazo. Nuestro voluntario ermitaño, pensó que el tiempo pasaría muy rápido basado en sus anteriores experiencias. Para matizar las horas, lo acompañaban algunos libros y cuadernos en donde realizaba anotaciones de su experiencia.

Tras 216 días a 80 metros de profundidad, el desafío de los tres años queda trunco con la cancelación realizada por el propio protagonista. Al salir, Montalbini había perdido 21 kilos de peso pero se encontraba en estado óptimo. Sería su misión más ambiciosa la que a la vez, quedaría inconclusa.

El investigador italiano había llevado al extremo la experimentación de la reclusión, conviertiéndose en el hombre que pasó un total de 1178 días bajo tierra voluntariamente, sumando todas sus aventuras subterráneas. Su conclusión en cada una de las experiencias fue coincidente: nuestro reloj interno comienza a funcionar más despacio cuando pierde por completo las referencias temporales externas. Las jornadas y actividades que realizaba, se habían adecuado a un ritmo más lento y sus ciclos de sueño y el ritmo cardíaco se habían regulado como si hubiese vivido menos días de los que habían transcurrido.

Maurizio Montalbini fallece el 19 de septiembre del año 2009 de un ataque al corazón en la ciudad de Macerata, en una fecha que de cumplir su desafío, lo hubiese encontrado a sólo un mes de salir de su encierro.

La sensación más certera de su soledad, la supo resumir con una frase que develaba su estado de ánimo en cada una de sus salidas, al momento de su reencuentro con el mundo exterior, aquel de las referencias temporales: “Necesitaba ver el sol; solía soñar con el alba mientras estaba bajo tierra”.

Más info y fuentes: Maurizio Montalbini en El Pais | Tres años en una cueva en BBC | Malas noticias desde el centro de la Tierra en Clarín | Imagen en Self Portrait



Por maticallone, publicado el 24 agosto, 2010
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