Los derechos de los animales

Por Juan Ignacio Pérez, el 10 junio, 2011. Categoría(s): Divulgación
Elefante Tusko

Hace unos meses escribí la triste historia del elefante Tusko. La historia es triste porque cuenta cómo, en el marco de una investigación, le fue suministrada a un elefante una sobredosis de LSD y cómo de resultas de aquella sobredosis, el pobre elefante murió tras sufrir un colapso. Varias personas se dirigieron a mí para manifestar su disgusto y rechazo para con ese tipo de investigaciones, y ya de paso, para ponernos de chupa de dómine a todos los que investigamos con animales.

La historia del elefante Tusko también es triste porque, ciertamente, sus protagonistas debieran haber tenido más cuidado con lo que hacían, si bien cabe esgrimir en su defensa que aquel experimento se desarrolló hace ya cincuenta años. Medio siglo atrás sabían mucho menos que lo que sabemos hoy y lo que es más importante, no había la sensibilidad que hoy tenemos para con el sufrimiento animal.

El transcurso del tiempo ha ido haciéndonos cada vez más sensibles. No aceptamos que se haga sufrir a los animales. No al menos que se trate de sufrimiento gratuito y menos aún si los animales en cuestión se nos parecen en alguna medida. Y por esa razón, cada vez es mayor la protección de que gozan los animales, también los que se utilizan en la experimentación científica. Cada vez son más estrictas y exigentes las medidas que se toman para que los animales de laboratorio no sufran o sufran lo menos posible.

El movimiento animalista, -un movimiento social de importancia creciente-, plantea estas cuestiones en el terreno de los derechos y sostiene que los animales han de ser sujetos de derechos, del modo como lo somos los seres humanos. Abogan, así, por la supresión de las actividades que supongan sufrimiento para algún animal, si bien es cierto que en esas pretensiones no todos coinciden en el mismo nivel de exigencia. El nivel mínimo corresponde a la prohibición de espectáculos en los que un animal es maltratado, pudiendo llegar a ser sacrificado, y el máximo a la prohibición de sacrificar animales para consumo humano. Y en ese gradiente de niveles de exigencia, en algún punto, se encuentra la pretensión de acabar con los experimentos en los que se utilizan animales. Se contraponen así esos supuestos “derechos animales” con las aspiraciones humanas a mejorar nuestras condiciones de vida y muy especialmente, nuestra salud, uno de los objetivos más evidentes de un buen número de investigaciones en las que se utilizan animales. Me interesa, por ello, la cuestión de los derechos.

Hace casi dos años (11 de julio de 2009), la revista New Scientist publicaba un artículo de opinión acerca de los derechos animales. Se titulaba Do the crabs have rights? (¿Tienen los cangrejos derechos?). En el artículo, su autor, Peter Fraser, especialista en el sistema nervioso de crustáceos, se manifestaba claramente en contra del propósito de los activistas pro-derechos de los animales de incluir a los crustáceos, e invertebrados en general, entre los animales beneficiarios de las leyes europeas a favor del bienestar animal.

El grupo activista Advocates for Animals había preparado un informe en el que concluía que hay «potencial para experimentar dolor y sufrimiento» en los crustáceos y, por lo visto, se mostraba especialmente preocupado por la práctica de cocer langostas vivas. Argumentaba que hay gran similitud entre el sistema nervioso de los crustáceos y el nuestro, y sobre esa base pretendía que se extendiesen a los integrantes de ese grupo los beneficios que ya reconoce la legislación a los vertebrados. Hasta ahora, los únicos invertebrados a los que se aplicaban esas leyes eran los pulpos. Peter Fraser se oponía a estas pretensiones basándose en razones de índole científica relativas a las características del sistema nervioso de los crustáceos. He recordado aquella disputa al calor de una controversia reciente acerca de la investigación con animales, controversia que no ha sido sino un episodio más en la serie de interpelaciones que, de forma a veces genérica, recibimos quienes trabajamos o hemos trabajado con animales en el laboratorio. Habrá quien piense que una cosa son los animales de laboratorio y otra los cangrejos o las langostas, pero yo creo que en el fondo es el mismo debate. Pero vayamos por partes.

Soy claro partidario de que no se infrinja daño gratuito a los animales. Es más, creo que es bueno educar a la gente en ese sentido, e incluso legislar contra el maltrato. Tengo dos razones para rechazar el maltrato gratuito. Una es de carácter emocional: no lo soporto. Y la otra es de carácter más práctico: cuanto más rechazo (innato o sobrevenido) experimentemos hacia el maltrato a los animales, con más intensidad rechazaremos el maltrato a los seres humanos. Dicho de otra forma, creo que no ha de maltratarse a los animales, entre otras cosas, porque quien lo hace también tiene menos problemas para maltratar a las personas. Esto no es más que una opinión, por supuesto, pero estoy absolutamente convencido de que es así.

Pero una cosa es tratar de evitar que se maltrate a los animales, que se les cause sufrimiento de forma gratuita, y otra elevar a la categoría de derechos lo que no son sino principios de buenas y civilizadas prácticas. Porque de evitar el sufrimiento gratuito animal a tratar de extender derechos (humanos por definición) a los animales, cualesquiera que estos sean, hay un abismo. Los animales no pueden ser objeto de derechos porque no son agentes activos en el mundo jurídico, y eso no quita para que, como antes he señalado, se evite por ley su maltrato, pero siempre por razones que conciernen a los derechos y el bienestar de los seres humanos.

Por otro lado, la pretensión de que los animales disfruten de derechos denota un relativismo jurídico y moral de todo punto inaceptable por peligroso, porque antes o después ese camino nos igualaría y nos conducirá a someter nuestro progreso, bienestar y nuestros mismos derechos a algo tan inasible y tan carente de sentido como son los derechos de unos seres que, por definición, carecen de ellos. No creo estar exagerando. Lo que antes he comentado en relación con los crustáceos, es un buen ejemplo de hasta dónde se puede llegar. Al fin y al cabo, ¿dónde habría que poner el límite? Desde un punto de vista biológico, el mosquito que transmite la malaria (Anopheles) está más cerca de las langostas que las langostas de los seres humanos. Podríamos -¿por qué no?- acabar equiparando el derecho de Anopheles al de una persona. Y así hasta abarcar a todo el reino animal. Los límites siempre serían arbitrarios.

En mi última visita a Gran Bretaña con propósitos científicos, hace ya más de una década, tuve ocasión de experimentar las consecuencias de las medidas de seguridad especiales que se habían implantado en los centros en que se investigaba con animales, por temor a la comisión de atentados contra las instalaciones y el propio personal de los mismos. A la sazón, ya se había producido algún ataque (a instalaciones y a personas) por parte de un grupo de activistas. Las cosas, con el tiempo, se han venido poniendo cada vez más difíciles: se han producido numerosos intentos de obstaculizar investigaciones científicas que, en muchos casos, pueden ser esenciales para mejorar nuestra salud y nuestra calidad de vida. Y esos obstáculos se convertirían en impedimentos absolutos si se llegase a reconocer derechos a los animales en los términos que el movimiento animalista propugna.

Hay quien ha seguido todo este debate desde una cierta distancia, como si la materia debatida fuese una mera anécdota. No es una anécdota. Es importante que quede claro que, contra lo que algunos piensan, personas y animales no somos lo mismo. El ser humano ha de estar por encima de cualquier otro interés o consideración. Ni la naturaleza, ni otros seres vivos pueden merecer su estatus y sus derechos. Y ello no quita para que tratemos de evitar sufrimientos a los animales, para que evitemos violencia y dolor gratuito. Para que seamos, en definitiva, más humanos.



Por Juan Ignacio Pérez, publicado el 10 junio, 2011
Categoría(s): Divulgación