Llámeme santo

Por Azuquahe, el 25 octubre, 2011. Categoría(s): Humor • Medicina

San Vito, santo de aquellos que padecen danzomanía, San Avertino, santo de los epilépticos y de los que padecen de vértigo. No hay santos para los que mueren o quedan lisiados, no, si es que le había llegado la hora. Échale pelotas.

Los santos han sido ágiles para evitar lo que no se cura o lo que no es reversible.

De elegir, que sea una enfermedad del carajo que desaparezca al imponer las manos. Una epilepsia, una migraña, un “pedito atravesado”,… Que gire los ojos y se retuerza, que expulse espuma por la boca, que se orine encima y, luego, se recupere completamente gracias al santo correspondiente.

Paroxismo a mí, dijo San Osmundo, santo de las parálisis transitorias. Karol Wojtyla, el queridísimo Juan Pablo II, curó la enfermedad de Parkinson a la buena monja Marie Simon Pierre después de haber fallecido; se le apareció, la miró, fijó sus ojos en el repiqueteo de su manos y dijo: deja de tomar las pastillas, que Dios te curará. Y se curó a las pocas semanas, realmente se curó. Y, por si fuera poco, como nunca hasta ese día estrechó su contacto con Dios, que desde entonces le hablaba a todas horas. Milagro. Milagro del bueno. Santo, Juan Pablo, y sentado a la derecha del padre.

Sin embargo, la santidad es algo que no sólo tiene que ver con el clero. O eso creo yo, que soy santo y de esto sé un huevo. Santo, como muchos otros médicos. Santos porque erramos en el diagnóstico y la evolución de la enfermedad nos muestra el error en forma de curación, santos porque a veces falla la tecnología o fallamos nosotros y la tecnología y llegamos a conclusiones erróneas… y el paciente se cura. Somos santos porque quien está enfermo en algún momento acabará ante un médico y, de ellos, unos cuantos se curarán solos, que ya ves cómo es el cuerpo humano para estas cosas. Si todos los enfermos fueran al bar en vez de a los hospitales, las cervezas hubieran sido canonizadas hace siglos. Y ojo, si hacemos cálculos, más vidas ha salvado la cerveza que el mejor de los santos. Lástima de asesor de imagen. Sin ir más lejos, hace unos días nos visitó una joven de buen ver a la que le dolía el pecho y se medio desmayaba de cuarto en cuarto de hora… le masajeé los senos, y no es porque lo diga yo pero soy muy bueno masajeando senos, y la curé. Milagro. Milagro del bueno.

No es por dármelas, ni quererme comparar con Juan Pablo II, pero también suelo ser responsable de curar algún que otro parkinsonismo. Básicamente los que se dejan curar. Los hay que pasan semanas tomando fármacos para no vomitar y, en ocasiones, de tanto evitarlo les tiemblan las manos, se ponen rígidos,… se parkinsonizan, oiga. Y servidor, con ayuda divina o sin ella, usado o no como instrumento humano por el Espíritu Santo, acabo con el fármaco antiemético y, si el buen cerebro del buen joven está para ello, curo al paciente. Milagro, Indalecio, milagro del bueno.

Jeroboam con cara de terror tras sufrir un ictus isquémico transitorio

Y cuando llega alguien que de repente se queda afásico y hemipléjico, ¿acaso si se recupera desde que lo veo hasta que lo preparo todo para tratar la complicada situación no soy yo el responsable, santo al fin y al cabo, de su curación? Los fármacos solo pueden ser los responsables tras administrarlos, nunca antes, y el único que ha mediado entre la enfermedad y su milagrosa curación es servidor, con su labia y gracejo (y a veces con los huevos de corbata pero eso es lo de menos). ¿No fue Dios el responsable de “secar la mano a Jeroboam” y de “dessecarla”? ¿No es Dios Todopoderoso?

No me llame Mapoto, llámeme San Mapoto y no se preocupe por la osadía que lo merezco. Y a su médico, a esa buena mujer que le atiende en Urgencias, no la llame doctora, llámela santa. Al buen señor que le ausculta llámelo San Julián y déjese de mierdas porque, amiguito, nosotros, al otro lado de Urgencias, somos santos escondidos entre la gente normal, escabulléndonos entre los mortales. Santos con todas las de la ley divina. Santos ciñéndonos a las leyes de Dios. Santos si nos dejamos llevar por el misterio.

Masajeando el seno

Porque, qué más da que el tratamiento de la esquizofrenia incluya fármacos que pueden parkisonizar a los pacientes —neurolépticos típicos y atípicos— y que su retirada pueda acabar con los síntomas (como también hace la metoclopramida para los vómitos u otros fármacos).

Qué más da que en el seno carotídeo se encuentren los receptores responsables de enlentecer los latidos del corazón cuyo masaje es útil en algunas arritmias cardiacas (que levante la manita quien pensó que los masajes los hacía en otros senos).

Qué más da que un ictus sea en ocasiones transitorio, que se disuelva el trombo, que se abra la arteria antes de que se produzca daño. Qué más da. Qué más da saber todo eso si lo realmente interesante es el misterio, si lo que importa es abrir la mente hasta que se te caiga el cerebro al suelo.



Por Azuquahe, publicado el 25 octubre, 2011
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