Sobre el desarrollo de la vida y la inteligencia en la tierra

Por Colaborador Invitado, el 23 enero, 2012. Categoría(s): Astronomía • Biología • Divulgación

Existe un debate sempiterno sobre qué es la vida y qué condiciones deben darse para que aparezca. Es comprensible que no haya un acuerdo definido al respecto dado que él único modelo que conocemos –el terrestre– no es nada fácil de comprender.

Con la inteligencia ocurre lo mismo. Hay tantos parámetros a tener en cuenta y tanto que aprender, que no hemos llegado a un consenso para definir el concepto como es debido.

Aun así he querido redactar un artículo donde se exponen una serie de circunstancias que según parece propiciaron el surgimiento de la vida y posterior desarrollo de la inteligencia en la Tierra.

Este es un ejercicio de recapitulación con matices personales donde seguramente se pisan terrenos fangosos: quizá la vida sea un fenómeno relativamente común y la inteligencia una consecuencia inevitable, pero tras elaborar este texto no es descabellado pensar que en realidad somos bastante excepcionales.

1. El Big Bang.

Puede parecer una obviedad pero no podemos negar la importancia de este acontecimiento. Si hubiera ocurrido de una manera distinta, el universo sería… “otra cosa”. Sin embargo aquí estamos y para bien o para mal, existen unas constantes físicas con una serie de valores que definen la realidad misma. Puede que haya regiones o universos alternativos con otras constantes, pero no olvidemos que una pequeña variación en ellas hubiera dado como resultado un entorno inimaginable.

2. La materia bariónica.

Es aquella que forma todo lo que nos rodea y podemos ver, incluidos nosotros mismos. Según cálculos recientes, esta materia constituye solamente el 4% de la masa del universo. Un 23% está formado de materia oscura y el 73% restante por energía oscura. Así que osamos llamar materia ordinaria a ese 4% y aunque del resto no sabemos gran cosa, si miramos sólo los porcentajes podría decirse que somos de todo menos ordinarios.

3. El tamaño del sol.

El sol es una amable enana amarilla en un vecindario de frías enanas rojas. De hecho, aproximadamente más del 70% de las estrellas de la Vía Láctea pertenecen al segundo grupo  por lo que ya tenemos el primer argumento a favor sobre el carácter insólito de nuestra estrella.

Su tamaño es conveniente. Emite la suficiente radiación de alta energía para que se produzcan fenómenos atmosféricos importantes como la formación de ozono, pero no tanta como para que la ionización destruya la vida incipiente.

Si fuera mucho más pequeño, la zona de habitabilidad estaría más cerca y a “cortas” distancias la gravedad de la estrella puede provocar un acoplamiento de marea. Podéis imaginaros las dificultades que entrañaría para la vida estar en un planeta que siempre muestre la misma cara hacia un horno estelar.

Por otro lado si el sol fuera más masivo, quemaría su combustible más rápidamente  y un mundo potencialmente habitable podría no serlo en pocos millones de años debido al aumento del brillo y la temperatura. Las oportunidades de desarrollo se verían reducidas considerablemente.

4. Estabilidad solar.

Otra característica del sol es su estabilidad. Hay por el universo estrellas más variables que actuarían casi a capricho sobre la superficie de los mundos que las orbitaran.

5. El solitario Sol.

Nuestro astro rey no forma un sistema binario, que suele ser común, ni pertenece tampoco a un sistema multiestelar, también bastante frecuente. El hecho de que haya dos o más estrellas supone un escenario donde los planetas pueden ser sacados de sus órbitas con mayor probabilidad por acción de las fuerzas gravitatorias.

6. Abundancia de elementos.

El disco de acreción de donde surgió el sol y el resto del sistema solar se componía de suficientes materiales pesados como para que algunos planetas, incluido el nuestro, tuvieran suficiente densidad y una amplia variedad de elementos disponibles. Cualquier planeta que se forme alrededor de una estrella con baja metalicidad tendrá probablemente muy poca densidad, y por tanto no será favorable para la vida.

7. La vecindad galáctica.

El sistema solar está ubicado a una distancia ideal en la galaxia, hacia la periferia, lejos de las intensas radiaciones del violento centro galáctico y de las regiones con mayor presencia estelar. Por tanto nos mantenemos alejados de las letales consecuencias de sucesos cósmicos potencialmente destructivos: chorros de rayos gamma, explosiones de supernovas, transiciones de estrellas cercanas que lo trastocarían todo, etc.

8. Mucha, mucha agua.

Sin ella, estaríamos en un aprieto, (más bien no estaríamos) Es muy adecuada por varias razones: disolvente universal, miscible, polaridad en sus moléculas, etc. Estas y otras propiedades hacen del H20 un eficiente medio donde propiciar reacciones e intercambios químicos a mansalva. Hay pocas sustancias que rivalicen con ella. Durante millones de años fuimos bombardeados desde el espacio por objetos ricos en hielo y hoy en día 3/4 partes de la superficie terrestres está cubiertas de océanos. Mejor para nosotros.

 9. Zona Ricitos de Oro.

Tanta agua no nos sería de mucha utilidad si estuviera congelada o evaporada. A nosotros nos conviene estar en la zona de habitabilidad del sol, ni demasiado lejos, ni demasiado cerca. Quizá un extraterrestre surgido de un crio-clima como el existente en Titán se reiría de nuestra soberbia por haber tenido el atrevimiento de llamarlo “zona de habitabilidad”, pero aun no he conocido a ninguno que me lleve la contraria.

10. Órbita poco excéntrica.

La tierra y sus vecinos planetarios tienen órbitas bastante “circulares”. Sin embargo gracias a las últimas observaciones estamos aprendiendo que hay una prevalencia de excentricidad orbital en otros sistemas extrasolares. Con una órbita muy elíptica, los cambios de temperatura serían bastante más radicales.

11. Masa y atmósfera.

Si nuestro hogar no poseyera suficiente masa, su ridícula gravedad no podría conservar una atmósfera lo bastante gruesa, y sin ella careceríamos de protección contra la radiación de alta frecuencia y los meteoroides. Si no hay una mínima presión atmosférica tampoco hay agua líquida ni transferencia de calor en la superficie. Vamos, un paraíso.

12. Diámetro y actividad geológica.

Los planetas pequeños tienden a perder rápidamente la energía que sobró tras su formación y terminan geológicamente muertos, careciendo de volcanes, terremotos o actividad tectónica, que proporcionan a la superficie materiales necesarios para la vida además de moderadores atmosféricos de la temperatura como puede ser el dióxido de carbono.

13. Rotación y campo magnético.

Tenemos un valioso núcleo de hierro y una rotación lo suficientemente rápida como para crear un efecto dinamo que tiene como consecuencia la generación de un campo magnético que también nos protege del viento solar y radiaciones nocivas. De otra forma este viento tendería a despojarnos de atmósfera y ya hemos recalcado que estar sin ella no es recomendable precisamente.

14. Escudos planetarios.

Los planetas exteriores, sobretodo Júpiter, son una estupenda defensa espacial. También nuestra luna. Sin la atracción gravitatoria de estos cuerpos, el bombardeo de cometas y meteoritos habría sido más frecuente y los cataclismos y extinciones masivas también.

15. Una “gran” luna.

Aunque no lo parezca, nuestra luna es algo verdaderamente especial: comparada con otras, es desproporcionada con respecto al tamaño de la Tierra, cualidad que está muy relacionada con la formación del sistema Tierra-Luna.  Según la hipótesis del «gran impacto», en los albores de la formación terrestre, un cuerpo del tamaño de Marte chocó contra la joven Tierra y como resultado se formó nuestro satélite cuya materia es mezcla de los dos mantos de ambos cuerpos. Este choque supuestamente produjo la inclinación del eje terrestre con respecto a la elíptica, y con ello las estaciones. Si a eso le sumamos además que la luna estabiliza en eje de rotación impidiendo cambios de clima bruscos, tenemos un verdadero aliado para la vida.

16. Marea lunar.

La influencia gravitatoria de la luna sobre la Tierra es la máxima responsable de nuestras mareas. Hace millones de años cuando nuestro satélite estaba mucho más cerca, (como 20 veces más) los cambios del nivel del mar eran gigantescos. Puede que no sea un factor imprescindible para la aparición de la vida, pero no se puede discutir que desde entonces han tenido un papel importantísimo en la expansión de la biodiversidad a lo largo y ancho del globo.

17. Génesis.

No, no me refiero al primer libro del antiguo testamento, tranquilos.  Sólo es otra obviedad que merece la pena recordar. Ninguno de nosotros estaría aquí sin ese primer hálito; ese antiquísimo antepasado cuyo origen sigue siendo incierto. Quizá surgió a partir moléculas prebióticas y antes de eso, de materia inerte (abiogénesis); puede que viniera del espacio (panspermia) o tal vez se tratara de un proyecto de ciencias de un instituto extraterrestre…  no lo sabemos. El caso es que ocurrió y que a partir de ahí, después de millones de años, nosotros los humanos nos rascamos la cabeza preguntándonos sobre el asunto.

18. La ley del más fuerte.

Realmente a partir de aquí todo se reduce a dos cosas: competición y azar.  Ya en el origen de los tiempos se compitió: unas partículas  prevalecieron sobre otras y eones después los primeros seres vivos compitieron y aun lo hacen por los limitados recursos. Con la selección natural y la deriva genética se inicia la maquinaria que da lugar a la evolución de las especies. Un inmenso ensayo y error, en un mundo propicio como es el nuestro, donde los seres vivos tienen la oportunidad de cambiar y adaptarse.

Imaginad un lugar latente, más pasivo y frio, cuyas reacciones químicas fueran infinitamente más lentas. Cualquier cosa que hubiera surgido de ahí, aun estaría arrastrándose por el barro. Pensad en todo lo contrario, un mundo tan cambiante y violento que la incipiente vida acabaría arrasada o escondida en alguna recóndita sima.

19. Las cianobacterias.

Hablamos de los primeros fotoautótrofos. Con ellos vino una nueva revolución: empezaron a oxigenar la atmósfera gracias a la fotosíntesis. Allanaron el camino para la vida fuera de los mares, se redujeron los gases invernadero y el oxígeno no sólo nos dio otra protección gracias al ozono, sino que también supuso una nueva fuente energética para el metabolismo celular.

20. El sexo.

El sexo fue sin duda otro éxito, no sólo por lo divertido que es, si no útil tanto para la reproducción como para la dispersión de los caracteres y mutaciones más favorables.  La reproducción asexual se considera una estrategia a corto plazo, favorable  para un individuo pero no tanto para una población que pretenda perdurar. Sin el sexo “los errores” tienden a permanecer y la especie sólo sobreviviría mientras el entorno se lo permita.

21. Más allá del instinto.

Si el objetivo es perpetuarse, si es conveniente obtener ventajas en beneficio de la especie, entonces es verosímil que todas las estrategias inventadas por la madre naturaleza se potencien hasta límites insospechados: por ejemplo trabajar en grupo es provechoso y de ahí la necesidad de vínculos emocionales, al menos en animales de orden superior. La lista no termina ahí: memoria, capacidad de abstracción para resolver problemas, comunicación, etc. Muchas criaturas gozan en mayor o menor medida de estas cualidades. El ser humano puede que sea el máximo exponente de la inteligencia (a veces tengo mis dudas) pero no es el único ni mucho menos.

22. Extremidades libres.

Para los homínidos el bipedismo resultó muy bien. Nuestras extremidades superiores quedaron libres de la función de marcha y las manos – otra obra magna de la creación– fueron el culmen para la manipulación física del medio. Este hecho está íntimamente relacionado con el desarrollo posterior del cerebro; moldear el mundo nos encaminó hacia lo que somos ahora. El Homo Sapiens es un animal que se adapta pero también es capaz de ajustar el medio ambiente a sus propias necesidades y eso ha sido clave para conquistar cualquier rincón existente.

En definitiva, se han orquestado miles de razones para que nosotros estemos aquí. El universo es inmenso y no sería de extrañar que en alguna parte, otra forma de vida haya seguido la senda de la evolución para culminar en seres capaces de entender y manipular  su entorno. Hasta que no haya más pruebas, me atrevería a afirmar que si existe tal cosa, no está cerca. El año-luz es una distancia abrumadora que nos aísla terriblemente, y nos guste o no, aún si no somos únicos, a efectos prácticos estamos solos.
Cruzo los dedos para que las misiones a Marte y futuras exploraciones, quizá a Europa, Encelado o Titán, desvelen los misterios sobre la vida y arranquen el velo antropocéntrico que tenemos. Quiero saber, como vosotros, que hay más allá.

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Este artículo participa en los Premios Nikola Tesla de divulgación científica y nos lo envía Carlos Pazos Nogales,  Ingeniero Técnico en Diseño Industrial por la universidad de Las Palmas de G.C.  Ha estado involucrado en proyectos de diseño y publicidad y actualmente trabaja como creativo en una pequeña empresa dedicada a la incorporación de nuevas tecnologías en el sector turístico. (Wantudu S.L.)



Por Colaborador Invitado, publicado el 23 enero, 2012
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