Genética, la tecnología que precedió a la ciencia

Por Carlos Chordá, el 13 noviembre, 2013. Categoría(s): Biología • Genética

Se suele decir que la tecnología es hija de la ciencia, en el sentido de que los descubrimientos científicos hacen posibles los desarrollos tecnológicos. Esto no es del todo correcto; pensemos en los avances en el campo de la astronomía gracias a la sofisticada tecnología de satélites y telescopios, por poner un ejemplo.

También en el campo de la genética se han desarrollado tecnologías que han permitido un incremento sustancial en los conocimientos de la propia ciencia, como la técnica de la Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR), omnipresente en los laboratorios de genética.

Pero no es a este tipo de relación entre tecnología y ciencia lo que os quería comentar por aquí, sino al hecho de que la humanidad comenzó a manipular genes miles de años antes de que nadie sospechara siquiera su existencia.

Para entenderlo conviene que nos remontemos al lento deshielo que puso punto final a la última glaciación. Por aquel entonces la alimentación de nuestra especie se basaba, sobre todo, en frutos, semillas, raíces, huevos y pequeños animales como larvas e insectos, recolectados en su mayor parte por mujeres y niños. Los hombres adultos se dedicaban, con mayor o menor éxito, a la pesca y a la caza con herramientas de baja tecnología, al menos comparadas con las que conocemos en la actualidad.

Aquellos tiempos de cambio climático fueron testigos de la gran revolución que dio comienzo al Neolítico: la invención de la agricultura y la ganadería. Es posible que las sequías cada vez más intensas en el Oriente Próximo obligaran a que plantas, animales y personas se fueran concentrando en los escasos terrenos húmedos, oasis y orillas fluviales. La progresiva desertización, junto con un aumento global de la población fueron los impulsos del cambio.

Posiblemente la ganadería precedió a la agricultura. La reproducción animal es mucho más evidente para el ser humano que la vegetal. Al fin y al cabo la nuestra no deja de ser reproducción animal. Además los cazadores conocían muy bien el comportamiento de los animales que cazaban. Quizá en algunas ocasiones la caza no terminaba con la muerte del animal, sino que se capturaba una animal herido al que se le mantenía con vida, o algún ejemplar joven… evitándose su descomposición hasta el momento de comerlo. Inicialmente, una «técnica» de conservación de los alimentos. Pero seguro que no pasó mucho tiempo hasta que se decidió instar a machos y hembras a reproducirse: ganadería.

La selección genética comenzó en ese mismo momento. Es evidente que los hijos se parecen a los padres, y puestos a cruzar un macho y una hembra de un jabalí (Sus scrofa), mejor que sean poco agresivos, por si las moscas. Y gordos, porque al fin y al cabo nos interesa su carne. Generación tras generación aquellos jabalíes, similares a los que corretean por nuestros campos, se han transformado en la gran variedad de razas de cerdo actuales a base de una selección inconsciente de genes seleccionando de forma consciente las características que más interesaban. Algo parecido se hizo con los muflones (Ovis musimon y Ovis vignei), a los que hemos modificado genéticamente desde hace unos once mil años hasta conseguir lo que ahora llamamos ovejas y carneros.

Un muflón. Así eran las primeras ovejas
Un muflón. Así eran las primeras ovejas

Los ganaderos siempre han seleccionado machos y hembras con las características deseadas para que las transmitieran a la descendencia. Los agricultores no podían hacer eso hasta hace relativamente poco tiempo, porque la reproducción vegetal les resultaba misteriosa. No podían seleccionar una planta masculina y una planta femenina, pero eso no fue ninguna traba para la mejora genética de las especies cultivadas. Los agricultores seleccionaban embriones en forma de semilla. De una forma muy sensata que se sigue utilizando hoy en día. Cuando un aficionado a la horticultura se come un melón soso tira las semillas; cuando disfruta de un melón sabroso las guarda para simiente, aunque no tenga ningún conocimiento de genética. Supone que tiene más posibilidades de obtener melones sabrosos, y acierta. Lo mismo suponían -y también acertaban- los antiguos egipcios, los primeros que cultivaron la conocida cucurbitácea. Seguro que ellos comían melones más pequeños y amargos que los actuales; gracias a ellos y a quienes continuaron su cultivo disfrutamos de los melones actuales.

En definitiva, ganaderos y agricultores pusieron en marcha desde el principio una selección genética que iba a perdurar hasta la actualidad. Si comparamos las características de aquellos primeros animales sometidos a crianza con sus descendientes actuales, el resultado de esa selección artificial salta a la vista. Todavía podemos encontrar muflones en los bosques de montaña de buena parte de Europa. Los machos de esta especie, cubierta de pelo y no de suave lana, superan con facilidad los 50 km/h y lucen unos cuernos de hasta 80 cm. O qué decir de las gallinas, a las que un día califiqué de monstruos.

También las plantas cultivadas han experimentado grandes cambios. El arroz, el trigo y el maíz, que en la actualidad representan la mayor parte de la ingesta calórica mundial para nuestra especie, apenas se parecen en nada a sus antepasados silvestres. Por ejemplo el maíz moderno es tan diferente de su predecesor, el teosinte, que sólo cuando las pruebas genéticas lo confirmaron se aceptó definitivamente el parentesco entre ambos. Los antiguos campesinos de Centroamérica trataban de retener los atributos que les interesaban en las plantas silvestres (por ejemplo las que soportaban bien la sequía, o las que tenían más semillas) mediante cruzamientos que daban lugar a nuevas plantas. De esta manera y a pesar de la aleatoriedad de este proceso, modificaron genéticamente al teosinte, de forma que éste pasó a tener un único tallo en lugar de varios, se hizo más alto, engrosó considerablemente sus granos, aumentó el número de granos en cada espiga y perdió la capacidad de soltar el grano, cosa que cualquiera puede comprobar por sí mismo: los granos se aferran a la mazorca como si les fuera la vida en ello. Esta última variación artificial se me antoja especialmente llamativa, pues lo es contra natura: la misión de las semillas es alejarse entre sí y de la planta madre, buscando que la especie se disperse por el mayor territorio posible.

Todos estos son ejemplos de selección genética inconsciente, de la utilización de una tecnología -la genética- de la que no se tiene ni la más mínima sospecha de cómo funciona. Hasta que a finales del siglo XIX un monje llamado Gregor Mendel, aficionado a la jardinería, se puso a cruzar de forma sistemática plantas de guisantes fijándose en caracteres concretos y vislumbró el modo en que se transmiten los factores hereditarios (hoy les llamamos genes) a lo largo de las generaciones.

Con Mendel nació la genética como ciencia; más de diez mil años después de que la manipuláramos en nuestro beneficio, de que empezáramos a utilizarla como tecnología. Hoy, y gracias a los enormes avances conseguidos en el campo de la genética, sabemos utilizar una herramienta de la que disponemos, por fin, del manual de instrucciones. Ahora podemos decidir qué caracteres concretos aparecerán en la siguiente generación introduciendo los genes que los codifican. También caracteres que jamás aparecerían mediante la selección tradicional. Indudablemente se trata de una impresionante ventaja; sin embargo hay quien asegura que esta tecnología supone una peligrosa aberración. Siempre y en todos los casos. Pero esa es otra historia.



Por Carlos Chordá, publicado el 13 noviembre, 2013
Categoría(s): Biología • Genética