Cabeza de negro

Por Colaborador Invitado, el 6 febrero, 2014. Categoría(s): Personajes • Química
Russell Marker
Russell Marker

Russell Marker irrumpió en la calle como un ciclón. No daba crédito. Por segunda vez, salía de la embajada con las manos vacías. Ya se podía ir olvidando de la autorización para el trabajo de campo, sus supuestos representantes en el país no tenían el menor interés en conseguírsela. Y encima le pedían que regresase a Estados Unidos. Ni en sueños. Sabía perfectamente que los japoneses habían atacado Pearl Harbor unas semanas antes. Y podía comprender que no era el mejor momento para que un gringo deambulase por México. Pero no había viajado cuatro mil kilómetros por cualquier motivo. La culminación a tanto esfuerzo le esperaba en algún rincón del estado de Veracruz y daba igual que no le permitiesen actuar legalmente. Regresaría a casa, sí, pero una vez completase su misión.

El chico del hotel le explicó en inglés el viaje que le esperaba: México D. F.‒Puebla en autobús nocturno y Puebla‒Orizaba en el de la mañana. Una vez allí, tendría que ingeniárselas para encontrar el lugar donde se había tomado la fotografía que llevaba en su maleta. La razón de su aventura. Tras un montón de viajes sin recompensa por Estados Unidos, una noche cualquiera se había hospedado en casa de un amigo botánico. Y le tocó la lotería. Entre sus viejos manuales, había descubierto la imagen de un enorme ejemplar del género Dioscorea. Bingo, justo lo que andaba buscando. Ahora solo quedaba encontrarlo. Contaba para ello con la poca información que daba el libro: una ubicación, una cascada entre Orizaba y Córdoba, y un nombre vulgar, cabeza de negro.

Dioscorea mexicana
Dioscorea mexicana

Al medio día siguiente llegó a Orizaba y tomó el primer autobús hacia Córdoba. El mal olor de los animales que compartían espacio con los pasajeros, los cerdos al fondo, las gallinas¬ sujetas por sus dueños, le hicieron el trayecto eterno. Así que bajó en la primera parada en la que vio algo más que plataneros y campos de maíz, una tiendita de nombre “¡Aquí me quedo!”. Entró en el local, se dirigió al tendero y como apenas hablaba español fue directo al grano: “quiero cabeza de negro”. Siguió un confuso diálogo en el que reconoció palabras como “ahorita no” y “mañana”.

Su segunda visita fue aún más corta. Alberto Moreno, el tendero, le estaba esperando con dos bolsas negras. Cada una de ellas contenía un enorme tubérculo. Qué espectáculo. En años de viaje por todo el sur de Estados Unidos, nunca había visto un espécimen de ese género mayor que su dedo meñique. Moreno acomodó las plantas en lo alto del autobús, Marker pagó lo acordado y subió al vehículo. Ahora sí que podía regresar a casa.

De vuelta a Pensilvania, llevó a su laboratorio el tubérculo que conservaba. El otro se había quedado en el D. F., donde un policía maldito había simulado un robo para ganarse unos dólares extra. Como andaba corto de efectivo, solo había podido recuperar una planta. Sería más que suficiente. Cortó una mitad, la trituró y extrajo de ella el tesoro que escondía, el compuesto químico diosgenina, que a su vez utilizó para repetir un proceso que años atrás había puesto a punto con cantidades mínimas de esa misma molécula. Una vez finalizado el trabajo, al fin se tomó un descanso para observar satisfecho el polvo cristalino que acababa de sintetizar.

El polvo que Russell Marker tenía entre sus manos era progesterona y en aquel momento valía más que el oro. Su precio en el mercado sobrepasaba los ciento ochenta dólares el gramo, cuando se podía encontrar. El primer científico que la aisló, el alemán Adolf Butenandt, necesitó 625 kilogramos de ovarios procedentes de cincuenta mil cerdas para lograr tan solo veinte miligramos de esta hormona esteroidea. Posteriormente, se averiguó que los orines de animales constituían una fuente más eficaz de este tipo de compuestos, pero se requerían miles de litros para conseguir cantidades mínimas. Así que la progesterona siguió teniendo un coste prohibitivo, lo que impedía el desarrollo de las aplicaciones médicas que prometía. Como en anticoncepción, por ejemplo, donde se esperaba que esta hormona cumpliese un importante papel debido a una de sus principales funciones, inhibir la ovulación en las mujeres embarazadas.

Poco le importaban a Marker, en cualquier caso, los usos concretos que la progesterona podía ofrecer. El propio reto de ser el primero en alcanzar una gran cumbre científica le empujaba. Tampoco era ajeno, desde luego, al enorme negocio que suponía la producción a gran escala de las hormonas esteroideas. Fortuna y gloria aguardaban a aquel que venciese tamaño desafío. Y él estaba a punto de llegar a la cima. Como químico, sabía que todas esas hormonas presentan estructuras similares, al igual que algunos productos naturales segregados por ciertas plantas. Durante años, había buscado en el reino vegetal una molécula que le permitiese abrir una vía alternativa en la obtención de progesterona. La halló en la diosgenina que contienen los tubérculos de Dioscorea, pero no encontraba una especie de este género con un tamaño apreciable, capaz de suministrar grandes cantidades de compuesto. Acababa de descubrir la solución en México, donde la cabeza de negro crecía en abundancia.

Marker tenía claros los siguientes pasos a seguir. Todo pasaba por abrir en México una pequeña factoría que extrajese la diosgenina de la cabeza de negro y la convirtiese en progesterona, demostrando de esta forma la viabilidad de su método a escala industrial. Así que concertó una cita con los responsables de la empresa Parke-Davis, que financiaba sus investigaciones de la Universidad del Estado de Pensilvania. Armado con el polvo que acababa de sintetizar y la parte del tubérculo que conservaba, trató de convencerles de la gran oportunidad que se les presentaba. No hubo manera. Parecida respuesta obtuvo del resto de compañías farmacéuticas que visitó. Para todos ellos, México era una nación atrasada en la que fracasaría todo negocio que se intentase. Marker no se lo podía creer. Frenado a un paso de la cumbre por la falta de visión de unos cuantos gerifaltes. No le quedaba más remedio que hacerlo por sí mismo. Sin duda, estaba condenado a saltarse las normas establecidas.

De algún modo, toda la vida de Marker había consistido en una continua lucha contra la autoridad. Desde su infancia, en la que tuvo que enfrentarse a su padre para poder abandonar las labores de la granja familiar e ir al instituto. O durante el doctorado, que no concluyó oficialmente por negarse a seguir unos cursos a los que no veía utilidad una vez concluida su tesis. Todavía recordaba las amenazas de su supervisor: “si no haces esos cursos para doctorarte, te pasarás la vida analizando orina”. Por suerte, siempre había conseguido lo que perseguía. Aunque tuvo que pagar un precio. Como al renunciar a su empleo en el prestigioso Instituto Rockefeller porque el director no le permitía iniciar las investigaciones con esteroides que acababa de culminar. El tipo estaba convencido de que una planta jamás serviría como materia prima de una hormona humana. Se equivocaba, pero a Marker le había salido caro demostrarlo. En medio de la Gran Depresión, había tenido que buscar un nuevo destino y aceptar el puesto de Pensilvania, por el que cobraba menos de la mitad.

Una vez más, se sentía obligado a escoger la opción menos convencional. Así que dejó su confortable empleo en la universidad y regresó a México, donde instaló su cuartel general en el céntrico hotel Geneve del D. F. Desde allí, trabajó en dos vías. Al mismo tiempo que establecía una colaboración estable con Alberto Moreno para que le suministrase cabeza de negro, buscó un lugar donde procesarla. Muy a su estilo, actuó de la forma más directa posible. Consultó la guía telefónica, localizó la empresa con el nombre más cercano a sus necesidades, los laboratorios hormona, y llamó a su puerta. Le recibió el químico al mando, Federico Lehmann, que quedó atónito al oír el nombre de su visitante. A partir de ahí todo fue fácil, ya que la fama de Marker como un importante científico en el campo de los esteroides le precedía. En una breve charla, Lehmann escuchó atentamente el plan de Marker y programó una reunión con el dueño de los laboratorios, Emeric Somlo.

De aquella cita nació Syntex, que en pocas semanas comenzó a producir cantidades de progesterona desconocidas hasta ese momento. De manera casi artesanal, Marker elaboraba el producto y Somlo lo ponía en circulación. La simplicidad de su método les permitía ofrecer precios inviables para sus competidores y empezaron a ganar cuota de mercado. Pronto llegaron los problemas, sin embargo. Marker podía ser un genio pero también un individualista nato y un tipo bastante quisquilloso. Los choques por el reparto de dividendos fueron constantes y, llegado un momento, la convivencia imposible. Como solución, Marker vendió a Somlo su parte del negocio y se estableció por su cuenta bajo una nueva marca.

De este modo, los antiguos socios se convirtieron en rivales. Botanica-Mex contra Syntex. O lo que es lo mismo, Marker contra Lehmann y Somlo. El estadounidense siempre se negó a patentar la síntesis que hoy lleva su nombre por lo que compitieron de igual a igual. Y el empresario venció al científico. Marker, además de inventar el proceso, había encontrado una nueva especie de Dioscorea con más diosgenina, el barbasco, pera esta vez no tuvo éxito. Como tantos creadores revolucionarios, no llegaría a profundizar en la senda que él mismo había abierto. Cuatro años después de abandonar Syntex, decidió retirarse de la química cansado de una rivalidad que sobrepasaba lo legal y sin un nuevo reto científico que lo estimulase. El fuego se había apagado. En 1949, traspasó su empresa, destruyó sus notas y desapareció.

Syntex, por el contrario, siguió su meteórica carrera. Y eso que el cambio resultó traumático. Nadie en la factoría era capaz de reproducir los resultados de Marker. El estadounidense tampoco se lo puso fácil ya que realizaba sus experimentos en solitario e identificaba los reactivos con un código secreto. Lehmann y Somlo necesitaban un químico de primera fila para sustituirle. Lo encontraron en George Rosenkranz que, como ellos, había huido del horror nazi y emigrado a América Latina. Discípulo de una de las grandes luminarias en el campo de los esteroides, el Premio Nobel Leopold Ruzicka, se había refugiado en Cuba, donde trabajaba en su modesta industria farmacéutica.

Aquella entrevista no pudo ser más concreta. Lehmann y Somlo llevaron al candidato al antiguo laboratorio de Marker, le explicaron los pasos que no podían repetir y le pidieron que los realizase. Rosenkranz demostró su genio ese día resolviendo los problemas que le plantearon y más adelante transformando la artesanal Syntex en una gran compañía farmacéutica. Bajo su mando, no solamente se convirtió en el principal productor mundial de progesterona, sino también del resto de hormonas esteroideas. A mitad de los años cincuenta del siglo XX contaba con tres mil empleados que procesaban decenas de miles de toneladas de barbasco seco extraído de la jungla mexicana por una extensa red de campesinos. También contrató a un buen número de jóvenes y talentosos científicos. Uno de ellos, Carl Djerassi, conduciría a Syntex a su punto culminante. Un equipo dirigido por el hoy conocido como “padre de la píldora” sintetizó en 1951 el fármaco que sirvió de base del primer anticonceptivo oral, la noretindrona. Pocos avances han hecho más por la emancipación de la mujer que este compuesto químico.

En 1969 tuvo lugar un simposio internacional en el D. F. Se cumplían las bodas de plata de la industria mexicana de los esteroides y centenares de científicos se reunieron para celebrarlo. El recuerdo de los viejos tiempos presidió las sesiones, posiblemente porque todos ellos eran conscientes de que no volverían. Syntex había trasladado su sede a California en busca de una posición más cercana a los mercados y el barbasco, que nunca pudo cultivarse, empezaba a escasear. Nuevas fuentes de diosgenina resultaban más competitivas y otros países estaban tomando el relevo en la producción mundial de hormonas. En pocos años, el auge se había convertido en declive y éste en nostalgia. Y en ese ambiente, nada podía competir con la figura de Russell Marker. De ningún químico circulaban tantas historias. De ninguno se habían exagerado tanto sus ya de por sí insólitas aventuras. Todos esos relatos, sin embargo, terminaban abruptamente a finales de los cuarenta. Sus dos últimas décadas eran un absoluto misterio y de hecho muchos creyeron póstumo el homenaje que se le iba a dispensar durante el simposio. La sorpresa fue total, y la ovación atronadora, cuando un envejecido pero todavía enérgico Marker apareció de entre bastidores.

Días más tarde, Marker quiso completar el homenaje recibido volviendo al lugar entre Orizaba y Córdoba que le había encaminado al éxito. Esta vez el viaje fue muy diferente, las comunicaciones habían mejorado y él ya no se consideraba un extraño. Llevaba veinticinco años pasando largas temporadas en México, donde había encontrado una ocupación con que llenar el vacío dejado por la química. El científico se había convertido en tratante de arte. Gran admirador de los hábiles plateros del país y del arte barroco europeo, había unido ambas querencias en un pequeño negocio de reproducciones de antiguas piezas rococó. De aquella jornada tan solo queda una fotografía, un sonriente Marker rodeado por la familia de su antiguo socio Alberto Moreno a la entrada de una tiendita de nombre “¡Aquí me quedo!”.

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Este artículo nos lo envía David Sucunza Sáenz, Doctor en química y profesor de la Universidad de Alcalá, ha trabajado en diferentes universidades y centros de investigación de España, EEUU, Alemania, México y Reino Unido. En divulgación científica, ha colaborado con distintos medios (Diario La Rioja, Madrimasd, Journal of Feelsynapsis, Jotdown), ganado premios (II Certamen FECYT de Comunicación Científica en categoría amateur), organizado eventos (mesas redondas, certamen Teresa Pinillos), dado conferencias y diseñado material didáctico para alumnos de secundaria.

Bibliografía:

– “The ‘Marker Degradation’ and Creation of the Mexican Steroid Hormone Industry 1938-1945”. National Historic Chemical Landmarks program, American Chemical Society, 1999.

– “Russell E. Marker, pionero de la industria de los esteroides”. F. Lehmann, G. Bolívar, R. Quintero. Rev. Soc. Quim. Mex., 1970, 14, 133-144.

– “The birth of the pill”. J. Mann. Chemistry World, September 2010, 56-60.

– “The Pill at 50: Sex, Freedom and Paradox”. N. Gibbs. Time Magazine. 22/04/2010.

– “El barbasco”. N. Hinke. Ciencias. 2008, 89, 54-57.