La increíble historia de Geobot

Por Xurxo Mariño, el 9 diciembre, 2014. Categoría(s): Divulgación • Geología

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Era un robot con mucha experiencia. Había trabajado durante dos décadas para el Departamento de Geología de la Universidad de São Paulo, analizando in situ rocas de muchos rincones de América. Inteligente, lo que se dice inteligente, no parecía. O a lo mejor no había tenido tiempo de demostrarlo. Eso sí, con el tiempo había desarrollado una habilidad extraordinaria para reconocer en pocos segundos la composición íntima de casi cualquier roca.

Una vez, ya de mayor, lo llevaron a analizar unas rocas de una explotación minera cercana a Santiago de Chile. Ahí tardó más de la cuenta en dar una respuesta. Los geólogos brasileños pensaron que algo fallaba. No era así, Geobot estaba en perfectas condiciones físicas, pero acababa de descubrir una sensación rara, algo así como una tristísima felicidad por volver al pasado. No informó de la naturaleza del contratiempo a los geólogos, pero él decidió llamarlo morriña, ya que le parecía el término más adecuado de todos los que había en sus archivos. A lo mejor eso era síntoma de que Geobot tenía algo similar a la inteligencia, pero salvo por la tardanza en dar aquella respuesta, nadie más se percató del asunto.

Geobot se había emocionado –o lo que fuera aquello que había corrido por sus circuitos– porque los ingenieros chilenos que lo construyeron, cuando lo probaron, lo habían llevado exactamente a aquella misma mina. A los geólogos brasileños no se les pasó por la cabeza, claro está, que ese día Geobot estuvo algo más lento de lo normal debido a la emoción –si se me permite el término– que sentía al analizar de nuevo una de las primeras rocas que aparecían en su memoria incorruptible.

Pero todo eso había ocurrido hace mucho tiempo. Cuando llegó la nueva generación de robots geólogos, los brasileños vendieron a Geobot a un friki argentino que estaba convencido de que los adoquines del barrio porteño de San Telmo escondían un mensaje cifrado. Según el friki, los adoquines estaban cuidadosamente ordenados de acuerdo a su naturaleza geológica, de tal manera que componían un mensaje cuyo código dependía de las combinaciones entre los distintos tipos de rocas. Geobot pasó así una buena temporada tomando muestras de los adoquines de San Telmo al son de los tangos que sonaban en la Plaza Dorrego.

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Nadie conoce muy bien la razón, pero el friki se volvió toxicómano y, para sacarse unas pelas, vendió a Geobot a un marinero gallego, que también era toxicómano, pero al que le pareció oportuno darse el capricho de tener un robot que introducía una pequeña sonda en el suelo y, a los pocos segundos, informaba de la composición de lo que allí hubiera.

– Es como el Papa aquel –decía el gallego–, que se ponía a chupar las pistas de los aeropuertos nada más aterrizar, pero el cacharro este al menos da información veraz, mecagoeneldemonio.

El marinero gallego se cansó pronto de Geobot y de conocer al detalle la composición mineralógica de todos los espigones del Atlántico Sur. Un día que su barco atracó en Walvis Bay, Namibia, buscó un anticuario y allí le dejó el robot geólogo. El anticuario namibio no tenía muy claro para qué servía aquello. Las explicaciones del gallego no habían servido de mucho: “tú te acuerdas del Papa aquel, el de los aeropuertos; pues este hace lo mismo, pero con sentidiño”. Sea como fuere, al anticuario Geobot le parecía una máquina atractiva, y además parecía funcionar estupendamente: emitía hacia el suelo un brazo metálico que remataba en un tubo fino y, con un sonido similar al de los taladros de los dentistas, horadaba la superficie. “A lo mejor es un aparato que sirve para escribir mensajes cifrados en el suelo”, pensó el anticuario.

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Duró poco Geobot en la tienda de Walvis Bay. Lo compró un empresario de origen alemán que estaba montando una especie de Desert Lodge, unos apartamentos en el desierto del norte de Namibia. El alemán había visto en otros sitios del desierto hoteles con una estética retro, decorados con artilugios antiguos que amenizaban los interiores y el exterior del local. Pensaba, por ejemplo, en el Canon Roadhouse, al sur del país, o en el bar que hay en Solitaire, cerca del desierto del Namib, con coches destartalados, molinos de viento y aperos de labranza oxidados a modo de decoración. Pensó que Geobot, con esa pinta de máquina rara de funciones indescifrables, quedaría muy bien encima de una de esas enormes rocas de basalto que rodeaban su nuevo local en la meseta Etendeka.

Y allí lo colocó. Y lo encendió. Geobot tenía las baterías ya algo machacadas, pero todavía le daban para estar despierto –permítanme el término– un par de horas.

El alemán se alejó para observar el conjunto. Geobot, allí arriba, encima de una lengua de basalto, al lado de un cráneo de búfalo y un pequeño molinillo que lloriqueaba con el viento. Al alemán lo único que le interesaba es que aquel cacharro se oxidase, para que se pusiera a tono con el conjunto. Geobot, que no sabía hacer otra cosa salvo analizar el suelo sobre el que lo colocaban, se puso a lo suyo.

Y ahí, justo antes de morir, sintió por segunda vez en su vida lo que es la morriña.

De repente le subió por todos sus circuitos un calambre que lo trasladó a su juventud en Brasil. Pero, ¿a qué se debía esa morriña de Brasil en pleno desierto africano? Efectivamente, estaba en el continente africano en una esquina del noroeste de Namibia, pero el basalto y toda la montaña sobre la que se encontraba eran algo así como un trozo perdido, olvidado, de América del Sur. Literalmente.

Cuando África y América del Sur comenzaron a separarse y en medio se formaba el Océano Atlántico, en el Cretácico, tuvo lugar una enorme erupción volcánica en la zona en que se producía la fractura. Se trata de la mayor erupción volcánica de la que se tiene noticia. Fue tan grande que las coladas de lava basáltica que se formaron ocupan hoy en día una enorme extensión que cubre el sur de Brasil y regiones de Paraguay, Argentina, Uruguay… y Namibia. Todo el conjunto constituye la provincia ígnea de Paraná-Etendeka. Geobot, en la época que pasó con los científicos brasileños, su época dorada, había analizado muchas veces el basalto que forma las impresionantes terrazas de las Cataratas del Iguazú. Ese basalto es lava de aquella gran erupción.

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Lo que descubrió Geobot en sus dos últimas horas de vida fue que el basalto de la meseta Etendeka en Namibia era exactamente el mismo, no similar o de composición parecida, no, exactamente el mismo que el de las Cataratas del Iguazú. ¿Cómo podía ser el mismo? ¿Cómo podía sentir morriña de Brasil en una montaña de Namibia? No lo sabía. Repasó sus archivos y allí solo había datos y más datos sobre todas las combinaciones posibles de minerales formadores de rocas. Datos. Muchos datos, pero nada más. No había información histórica del desarrollo de las rocas, no había conocimiento.

El conocimiento le llegó a Geobot cuando le quedaban quince minutos de batería, allí, subido en su colada de lava, olvidado para siempre. En esos minutos de sensaciones intensas, trató de buscar una razón que explicara que una parte de Namibia era en realidad un fragmento de América del Sur. La única explicación que encontró es que esos dos continentes no habían estado separados siempre, sino que en algún momento habían sido lo mismo.

Y así, con esa alegría repentina de verse de nuevo en casa, en esa tierra americana que tan bien conocía, Geobot dejó que la morriña se le escurriera y, plácidamente, agarrado a los restos de un volcán, se quedó para siempre sin batería.



Por Xurxo Mariño, publicado el 9 diciembre, 2014
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