La creación del mundo que sigue pendiente

Por Colaborador Invitado, el 12 junio, 2015. Categoría(s): Ciencia • Divulgación

11 Creacion pendiente

Un pensamiento del extraterrestre, aún dentro de su cabeza, seguía siendo incomprensible.
No podía lidiar con él hasta que le era mostrado y explicado, pues no tenía ningún referente.

— John Varley. Gaea.

En la citada novela de Varley, la capitana Cirocco Jones llega al extraño mundo de Gea, un hábitat espacial gobernado por una inteligencia artificial antigua e impenetrable. Al recibirla, Gea implanta en su cerebro el idioma de una de las razas que viven en ella, los titánidas. Cirocco entiende las palabras de estos seres, pero hay conceptos que simplemente no puede comprender; al escucharlos su mente percibe sólo un sonido sin significado en mitad de la oración. Sólo cuando empieza a vivir con ellos, estas ideas se van esclareciendo poco a poco y formando nuevas palabras en su vocabulario.

Así como Cirocco Jones, tenemos un problema en la divulgación de la ciencia moderna y me refiero en especial a la física. El problema es tanto de las herramientas del lenguaje mismo, como de su interpretación. En pocas palabras, no tenemos el problema de decir ¿Cómo es? sino de explicar ¿Qué significa?. Las causas de esta situación son variadas, pero las más significativas son el avance exponencial en el conocimiento adquirido en el último siglo y medio; su especialización y su sorprendente naturaleza; y un alejamiento entre la ciencia “dura” y la filosofía.

¡Quieto ahí! ¿Te vas a poner a defender a la filosofía, si estás hablando de física moderna?

Así habrán pensado sin duda algunos lectores y sí, para su desmayo es lo que voy a hacer, ni más ni menos. Pero voy a hacerlo decentemente, así que un poco de paciencia mientras paseamos por el pensamiento humano a vuelo de pájaro y con simplificaciones que espero me puedan pasar por alto, en aras del punto principal.

En su libro “El Gran Diseño” (2012) Stephen Hawking y Leonard Mlodinow dicen:

¿Cómo podemos entender el mundo en el que estamos? ¿Cómo se comporta el universo? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? … Tradicionalmente estas son preguntas para la filosofía, pero la filosofía ha muerto. No se ha mantenido al corriente de la ciencia moderna y en particular la física; los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento.

La declaración causó revuelo y con justa razón. Es cierto que las cuestiones que enumeran no se pueden considerar hoy en día sin entender la física moderna, pero no es correcto afirmar que ese sólo entendimiento sea suficiente. Me explico.

En la antigüedad, ciencia y filosofía no se distinguían entre ellas; todo era conocimiento, y si las propuestas a las que llegaban eran erróneas no era tanto por falta de luces sino de medios. John Peacock, cosmólogo de la Universidad de Edinburgh, dice que “no es que seamos más brillantes que los antiguos; los hombres de ciencia han siempre deseado tener las tecnologías con las que hoy contamos. Nosotros simplemente somos los afortunados que las podemos usar en nuestras investigaciones”.

Y si todo el conocimiento estaba menos especializado que hoy, también era relacionado con el quehacer humano en el sentido de explicar el mundo para él, que al fin de cuentas es el único que nos es fundamentalmente entendible. Puede ser que podamos enunciar conocimientos desde un punto de vista cósmico o puramente natural, pero somos seres humanos y no estrellas ni montañas, y vivimos en sociedad y no flotando como electrones en nébulas; de modo que la filosofía se encargaba (y se encarga) de traducir los nuevos hallazgos al lenguaje de “¿eso qué quiere decir?”. En cada etapa de la historia, la forma de entender el mundo se ha ido refinando con la refinación de nuestros conocimientos. En la antigüedad las cosas eran explicadas en un marco intelectual de afinidades y correspondencias, al estilo del “como arriba es abajo”: los sólidos platónicos se plegaban al principio del “mundo de las ideas”, y las fórmulas de los pitagóricos eran interpretadas también como relaciones metafísicas. Mucho de este pensamiento de afinidades subsiste hoy en cosas como la astrología y homeopatía.

Al avanzar el cúmulo de observaciones generadas, así como su calidad y la claridad del método para evaluarlas, llegamos a otra forma de entender el mundo, el del mecanicismo newtoniano: ese mecanismo de reloj que es cognoscible y predecible en su totalidad si tenemos suficiente conocimiento de su estado inicial. Pero en aquel entonces la filosofía precedía al descubrimiento: Descartes, Spinoza y Leibniz prefiguraban el racionalismo y la lógica modernas, pero sobre todo se preguntaban por la naturaleza del conocimiento, qué significa en sí mismo y qué quiere decir para el ser humano. Ellos vivieron en los siglos XVII-XVIII, pero estas cuestiones no eran nuevas, pues habían sido debatidas intensamente en la Grecia clásica.

Sin embargo a partir de la segunda mitad del siglo XX, con el ascenso de los que algunos han dado en llamar “cientificismo”, la ciencia cada vez parece darnos más y decirnos menos. Es paradójico que en la época de mayor difusión científica del mundo, sus ideas nos dicen poco acerca de qué significan y cómo construyen una nueva visión, aunque sus resultados sean más “accesibles” en la vida diaria y tengamos excelentes divulgadores en la tradición de Carl Sagan. Ahora bien, hubo tres revoluciones principales en este sentido: la de lo muy grande, la de lo muy pequeño y la de “lo que se puede saber”. Veamos cada una de ellas, teniendo en cuenta que el punto de vista es “lo explicable que es” cada idea en cuanto a lo humano.

La revolución de lo muy grande fue la más fácil de aceptar. No que no haya causado conmoción, como lo hizo el cambio de la idea geocéntrica a la heliocéntrica siglos atrás. Pero siempre hemos sabido que el universo es enorme. Lo que pasó en la década de los 20 fue que empezamos a ver que es bastante más grande de lo que creíamos y que además tuvo un punto de origen y está en movimiento.

Entre 1927 y 1929, Georges Lemaître y Edwin Hubble propusieron las ideas del Big Bang y de la expansión del universo respectivamente, además de que descubrimos que las escalas de tiempo cósmicas son inimaginables en comparación con ideas anteriores. Hoy en día esta idea del universo gigantesco es lugar común, aunque la verdad es que no hay mente humana que pueda visualizarlo. Ya a mediados del siglo XIX el matemático Georg Cantor nos había dicho que existen “números más grandes que el infinito” y para los años 20 estos conceptos eran utilizados con soltura. Pero ¿qué diablos significa eso? El cerebro humano a duras penas puede visualizar conjuntos de mil ó cinco mil cosas y desde luego no puede hacerse una idea de lo que es un año-luz; pero hemos aprendido a usar algunas visualizaciones acerca de estos tamaños y escalas de tiempo que son inasibles para la mente práctica. La idea general es que somos más pequeños de lo que pensábamos.

La revolución de lo muy pequeño tampoco fue tan drástica. Fue, al igual que la anterior, cuestión de magnitudes. Ya Demócrito había propuesto los átomos hace 2400 años, así que lo sorprendente no fue la idea de que estamos hechos de pedacitos de materia, sino más bien del tamaño y la naturaleza de esos pedacitos. Al igual que los años-luz, cosas como la Longitud de Planck son inimaginables, aunque de forma rutinaria resolvemos ecuaciones con ella.

Pero ¿qué significa resolver esas ecuaciones? ¿De qué tipo es el conocimiento que nos da, además de que podamos enviar una foto de un gato con mala gramática a un móvil al otro lado del mundo? Y aquí viene la revolución más importante: la de la incertidumbre.

“Lo que podemos saber” fue ya tema de debate entre los griegos y ha sido tema clásico de discusión filosófica, desde el Maya (“ilusión”) de los hindús, pasando por la Alegoría de la Caverna de Platón, el Sueño de la Mariposa de Chuang Tse ó el Genio Maligno de Descartes. Pero a mediados del siglo XIX, la relación lenguaje-conocimiento como teoría rigurosa fue formalizada por Lotze, Frege, Wittgenstein y Heidegger, matemáticos y filósofos (Gabriel, 2001). El conocimiento no es “real” sino “válido y contextual”; y se hace una distinción entre las leyes del contenido cambiante de la mente, de las leyes que debe seguir la enunciación del conocimiento mismo. Este ataque moderno al conocimiento objetivo fue reforzado en 1901 con la Paradoja de Russell y en 1931 con el Teorema de Incompletitud de Gödel, que mostraron que cualquier sistema de descripción de conocimiento es necesariamente incompleto. Pero todo eso era filosofía matemática; lo más sorprendente vino con el Principio de Incertidumbre de Heisenberg (1927) que parecía decir que la realidad física misma es indeterminada.

Fue este principio, fundamental en la mecánica cuántica, la que puso de cabeza al mundo de la física por casi dos décadas, en una intensa discusión más filosófica que técnica. Einstein y Schrödinger estaban en contra de las conclusiones acerca de la visión “incierta” del mundo de la “Interpretación de Copenhagen” liderada por Bohr y Heisenberg. Nadie ponía en tela de duda la validez ni la utilidad de las ecuaciones de uno y otro lado, sino la visión del mundo que cada interpretación ofrecía. Einstein con su famoso “Dios no juega a los dados” y Bohr contestándole que “no debía decirle a Dios qué hacer con sus dados”. En la Conferencia de Solvay de 1927 —el Woodstock de la física moderna— Einstein y Bohr se enfrascaron en días de discusiones filosóficas acerca de la “correcta interpretación de la realidad, y la significación del hombre como observador” que debía derivarse de los descubrimientos recientes. (Kumar, 2011: 285). Pero a los pocos años, mientras ambos seguían discutiendo, los físicos simplemente dejaron de interesarse en “ese par de viejos místicos” mientras se dedicaban a resolver las ecuaciones y ver sus aplicaciones.

Esa fue la última gran generación de científicos-filósofos y su legado no ha podido, hasta hoy, traducirse en una visión satisfactoria para la creación de un nuevo marco de referencia para comprender la existencia.

En 1958 Schrödinger, el más místico del grupo, en su Mente y Materia adelanta algunas opiniones de lo que podrían significar los descubrimientos acerca del misterioso mundo subatómico para el entendimiento de la conciencia. Entusiasta de conceptos hindús, dice que “La conciencia es un singular, del cual el plural es desconocido” y abundando, se pregunta, “¿Qué si sólo hay una sola cosa, y que lo que parece pluralidad es meramente una serie de aspectos diferentes de esa cosa?”

Las aparentes fantasmagorías de la física cuántica —con entidades que son a veces una onda y a veces una partícula, que a veces existen y a veces no, que vibran o chocan o son llamadas campos o cuerdas— no han podido ser traducidas ni visualizadas como las galaxias o los agujeros negros. Las palabras “magnético”, “atómico” u “holográfico”, alguna vez igual de impenetrables, han pasado al lenguaje cotidiano y han sido comprendidos de forma más o menos razonable; pero lo “cuántico” sigue siendo inexplicable a 100 años de su aparición y hoy en día seguimos viendo imposturas ridículas como “sanaciones cuánticas”, o entendemos mal las pocas imágenes que son bien conocidas: el mismo Schrödinger creó a su famoso gato no para clarificar y promover la idea, sino para atacar lo que él veía como una conclusión inaceptable de existencia y no existencia a la vez (Kumar, 2011: 322). Esto va más allá de un problema de divulgación: los mismos científicos difícilmente se ponen de acuerdo en cómo interpretar los fenómenos cuánticos aunque puedan calcularlos y resolver sus ecuaciones.

Richard Feynman, Nobel de Física, se preciaba de su habilidad para explicar conceptos difíciles. En una ocasión un colega le pidió que explicase un fenómeno de estadística cuántica relacionado con el spin, o “giro” de las partículas subatómicas. Feynman dijo “Voy a preparar una clase para principiantes acerca del tema”, pero a los pocos días regresó diciendo “No pude hacerlo, no pude reducir el concepto a nivel básico. Eso significa que en realidad no lo entiendo.” Más recientemente, Victor Galitski, experto en superconductividad, dice cándidamente en una plática acerca de su tema, “La verdad no les puedo explicar qué significa lo que pasa en el material, porque yo mismo no lo entiendo, pero así se expresa la ecuación…”.

Heisenberg reconoció el problema como uno tanto de comprensión como de lenguaje. En Física y Filosofía (1962), apunta:

El problema más difícil para el lenguaje es la mecánica cuántica, pues no hay forma simple de relacionar los fenómenos con el lenguaje ordinario; lo único que sabemos es que nuestros conceptos comunes no pueden ser asignados a ellos… Aplicadas al átomo, no tenemos más que expectativas estadísticas… que podrían llamarse ‘tendencias objetivas’ o bien ‘potencia’ en el sentido aristotélico.

Einstein, ese filósofo y humanista, ya había subrayado también en 1941 que no sólo el lenguaje, sino la intención misma de la ciencia es fundamental:

¿Qué esperanzas y temores implica el método científico? Creo que no es la forma correcta de preguntar. Lo que esta herramienta produzca en manos del hombre dependerá de la naturaleza de los objetivos de la humanidad en cada época. La ciencia hace los medios pero no los objetivos… En mi opinión, lo que caracteriza nuestra época es la perfección del método y la confusión de objetivos.

Estos hombres hablaban decididamente como filósofos y humanistas. Comprensión de lo humano en su relación con el cosmos, de sus poderes de percepción y de lo que significan, de la importancia de sus ideales. La ausencia de este tipo de reflexión filosófica es la que por algunas décadas ha alejado un poco a la ciencia de lo entendible, aunque recientemente la filosofía de la ciencia ha gozado de un renacimiento. Hay físicos que se desempeñan en los departamentos de filosofía, o bien filósofos como Daniel Dennett y John Dupré (2003) que investigan cosas como el libre albedrío a la luz de la física moderna.

Porque al final somos monos curiosos que buscamos; que anhelamos tomar cada cosa, nombrarla y cambiarla de lugar, ordenarla de forma diferente, usarla, abrirla, transformarla… pero saber más de ella y de nosotros mismos en el proceso. Hallando o tropezando, esa es la búsqueda la que impulsa: la experiencia que se acrecienta y que se perpetúa en otros.

Buscar Verdad y hallar Sentido: eso es ser humano.

Pero aún tenemos la asignatura pendiente, después de 100 años, de filosofar un poco para poder armar un lenguaje nuevo en el que podamos seguir haciendo de forma coherente esa pregunta, la última, la más humana de todas: ¿porqué?

 

Este artículo nos lo envía Alfonso Araujo, (@Alfonso_AraujoG) ingeniero y actualmente profesor de economía contemporánea en la Universidad de Hangzhou en China. Puedes visitar su blog “El mundo es extraño” o seguirle en tuiter.

Referencias:

Varley, John. Gaea Trilogy: Titan. Londres: Futura Publications, 1979. p. 60.

Gabriel, Gottfried. “Frege, Lotze, and the Continental Roots of Early Analytic Philosophy” en From Frege to Wittgenstein. Reck, Erick H. (ed.). Oxford University Press, 2001. pp. 40-48.

Kumar, Manjit. Quantum: Einstein, Bohr, and the Great Debate about the Nature of Reality. Nueva York: W. W. Norton & Company, 2011. pp. 172-200, 284-288, 322.

Galitski, Victor. “Cooper pairing in the theory of superconductivity”, en Exploring Quantum Physics, Sesión 6. University of Maryland-Coursera. 2014.

Dupré, John. “Freedom of the Will”, en Human Nature and the Limits of Science. Oxford University Press, 2003. pp. 154-168.



Por Colaborador Invitado, publicado el 12 junio, 2015
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