Desde mediados de la década de los años 80 se ha generalizado el uso de una herramienta sencilla que se previó sirviera para catalogar a las personas según su peso teniendo en cuenta su talla; y con ello, además, inferir un pronóstico de salud. Hoy en día rara es la persona que no haya oído hablar de ella y que no la haya utilizado, de hecho figura en la mayor parte de libros de “ciencias” de la ESO. Esa herramienta usada de forma masiva en consultas y publicaciones científicas de todo el mundo es el Índice de Masa Corporal o IMC. Un valor resultante de dividir el peso de cada uno (en kg) entre su talla (en metros) al cuadrado.
De modo telegráfico y para no aburrir ya que imagino que cualquier lector medianamente documentado estará al corriente, el cociente obtenido sirve para catalogar a las personas en tres escenarios:
- Si el valor obtenido es menor de 18,5 se considera que esa persona tiene bajo peso,
- Si está comprendido entre 18,6 y 24,9 se habla de normopeso,
- De 25 a 26,9 y de 27 a 29,9; sobrepesos de grado 1 y 2 respectivamente,
- A partir de 30 hasta 34,9; de 35 a 39,9; de 40 a 50 y demás; obesidad de grado 1, 2, 3 sucesiva y respectivamente.
Es decir, con estas premisas el IMC se postuló como una forma sencilla que sirviera para dar una estimación rápida de una persona al respecto de su peso a partir de medidas fáciles de obtener (peso y talla). No obstante, ya desde el principio se pusieron de manifiesto sus limitaciones. Pero antes de ello, conviene hacer un poco de historia, porque…
El IMC es más viejo que la tos
Bueno, en realidad lo que tiene bastantes años es el uso del cociente en sí (kg/m2) que en su día tomo el nombre de su “inventor” y se le conoció como Índice de Quetelet (Adolphe Quetelet, astrónomo, matemático, sociólogo y estadístico belga). Pero lo cierto es que en su origen no se postuló ni mucho menos como un indicador de la obesidad, de hecho ni tan siquiera tenía establecidos los rangos anteriormente mencionados.
Más al contrario, Quetelet planteó este cociente como un elemento descriptor del comportamiento social en virtud de ciertas variables antropométricas (ver “Sur l’homme et le développement de ses facultés. Essai d’une physique sociale” volumen 1 y volumen 2). El encontrar relaciones entre las distintas fisionomías y el comportamiento de cada persona fue una tendencia muy en alza en los orígenes de la criminología moderna durante el siglo XIX, aunque, como en este caso, muchas de estas teorías acabaran en el olvido. Los casos más reconocidos son el conocido como “bertillonage” y la frenología. Así pues, el Índice de Quetelet fue olvidado hasta que…
Hasta que en 1985 se rescató con una finalidad sanitaria en la publicación “Quetelet’s index (W/H2) as a measure of fatness” (Garrow JS. y Webster J.) y empezó a ser popularizado con el nombre de Índice de Masa Corporal que hoy conocemos. En esta obra, publicada en la revista International Journal of Obesity, se concluía con poco margen para la duda que “El índice de Quetelet es un indicador tanto apropiado como fiable de la obesidad”. Y de ahí a nuestros días.
Pero la ciencia, y por tanto el conocimiento, avanzan
Desde aquel entonces el IMC ha sido empleado (y se emplea) de forma masiva para determinar el estado ponderal tanto de personas individuales como de poblaciones enteras, clasificándolas en virtud de su peso y, lo que es más cuestionable, para valorar su pronóstico de salud al asumir que cualquier situación de sobrepeso u obesidad implica indefectiblemente un peor pronóstico de salud en base a un mayor riesgo metabólico que, en principio, estaría asociado al aumento de peso. Sin embargo, y según han contrastado múltiples estudios publicados en los últimos años, el uso aislado del IMC para valorar el pronóstico de salud puede incurrir en diversos errores a la hora de establecer ese veredicto.
El más reciente de todos, publicado hace apenas un mes y curiosamente de nuevo en el International Journal of Obesity (la misma revista que dio origen a la popularización del IMC en 1985) lo expresa de forma clara a día de hoy en sus resultados y conclusiones:
Se estima que el uso de las categorías de IMC como principal indicador de salud conlleva la incorrecta clasificación de una cuarta parte de la población, tanto al considerar en el rango de personas cardiometabólicamente sanas a personas que en realidad no deberían tener ese estatus, como cuando considera a personas que no están sanas y que en realidad si lo están, de nuevo, en referencia a su pronóstico cardiometabólico.
Por tanto, los responsables de las políticas sanitarias deberían considerar las consecuencias no deseadas de confiar en el IMC de forma exclusiva, y los investigadores deberían tratar de mejorar las herramientas de diagnóstico relacionadas con el peso y la salud cardiometabólica.
Jeffrey Hunger, coautor de este trabajo, se muestra más expeditivo aun en sus declaraciones cuando afirma que el IMC es una herramienta con múltiples limitaciones como indicador de salud y que los datos de este estudio deberían constituir el último clavo en el ataúd del IMC y relegarlo al olvido.
Pero como decía este último estudio no es aislado y de alguna forma constituye la guinda de un pastel que se viene cocinando desde hace años con otras publicaciones como ingredientes. Sin ir más lejos ya en 2008, la misma revista de nuevo apuntaba los errores de clasificación del IMC, en especial cuando se usa como estimador del riesgo de salud. Lo mismo que en este otro caso o este otro, por citar solo algunos de los ejemplos más recientes.
Por si te lo estás preguntando, la falta de precisión a la hora de valorar el pronóstico de salud de una persona basándose solo en la relación de su peso y talla resulta de saber que «pesar» más de lo adecuado (según estándares del IMC) no tiene porqué estar asociado indefectiblemente a una peor salud. El porcentaje de ese peso atribuible a la grasa, así como la distribución de esa grasa en todo el cuerpo y su tipología ayudan a definir de mucho mejor forma el estado de salud de un sujeto. De esta forma nos podemos encontrar con obesos (según el IMC) metabólicamente sanos; y con personas «en su peso» que tengan un porcentaje de grasa elevado y localizada en la zona abdominal (la de peor expectativa) y que por tanto presenten peor pronóstico que algunos «obesos». A este respecto y para más señas sugiero consultar estas tres imprescindibles monografías (una, dos y tres) de Luis Jimenez en su blog «Lo que dice la ciencia para adelgazar».
A pesar de ello…
Parece que el IMC tiene cuerda para rato
El caso es que en base a su sencillez y a lo extendido de su uso, va a pasar bastante tiempo antes de que la comunidad y las autoridades sanitarias adopten en el terreno más práctico el cambio de paradigma que supone dejar de confiar ciegamente en el IMC como descriptor de la salud de las personas. A pesar de la contundencia de los datos con los que contamos en la actualidad, son multitud los estudios de nueva publicación que utilizan y se basan casi exclusivamente en el IMC para hacer advertencias sobre el estado de salud de las personas y de las poblaciones. Ejemplo de ello lo tenemos en este reciente trabajo que describe la prevalencia de la obesidad en España y hace un pronóstico de salud de este colectivo basándose principalmente en la lectura del IMC. Algo que desde mi punto de vista deja bastante que desear cuando el mencionado trabajo no incluye ni la menor mención en su texto sobre las limitaciones del IMC.
En el lado opuesto de la balanza podemos encontrar otros trabajos que utilizando de nuevo el IMC, pero usando al mismo tiempo otros indicadores, establece una fuerte asociación entre el IMC durante la etapa de la adolescencia y la mortalidad cardiovascular en la adultez temprana y durante la mediana edad. Aun siendo así, los autores del artículo se preguntan sobre las posibles relaciones de causalidad y si en la mortalidad cardiovascular el aumento del IMC en la adolescencia es un factor de riesgo independiente, está mediado por la obesidad del adulto, o es una mezcla de ambos factores.
¿Y ahora qué hacemos?
Al final el IMC ha de ser empleado como un detector de metales en una playa con el fin de encontrar metales preciosos. Cada señal del detector apunta a una posibilidad de éxito, solo a una posibilidad. Será el uso de otras herramientas (en este caso palas y cedazos) los que terminarán por definir aquello que en realidad se busca. En su caso, el IMC puede arrojar una pista, solo una pista, de por dónde pueden ir los tiros al respecto del peso de una persona y su pronóstico de salud, pero cada vez está más claro que son imprescindibles otros indicadores para terminar por definir un diagnóstico certero de la situación. Y es que el IMC detecta, al igual que el detector de metales, mucha quincalla.
Tardará más o menos, pero la confianza ciega que muchos tienen en el uso del IMC como predictor de salud a partir de la consideración del individuo en normopeso, sobrepeso u obesidad, terminará cayendo en el olvido o al menos siendo una entre tantas herramientas diagnósticas, y no precisamente la mejor. El índice de Quetelet ya fue olvidado una vez, y todo apunta a que no será la última.
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Imégenes: Library of Congress y LaurensvanLieshout vía Wikimedia Commons
Juan Revenga (Pamplona, 1969) Dietista-nutricionista de profesión y Biólogo por devoción. Apasionado de la divulgación. Profesor asociado en la Universidad San Jorge (Zaragoza); bloggero en 20Minutos (El nutricionista de la general). Paso las horas muertas entre teclas. Me gusta mucho comer (en ese orden)