Cuento de Navidad: La psicóloga

Por Colaborador Invitado, el 6 enero, 2017. Categoría(s): Divulgación

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Sentí una extraña sensación ¡No era para menos! Era el final de un tortuoso proceso que había iniciado hacía casi tres años. Junto a mí estaban el juez, el alguacil, el forense y un hombre que conocía hacía poco, de nombre Greg. Observábamos cómo el sepulturero iba despedazando los ladrillos que resguardaban el nicho. Yo permanecía absorto rememorando las circunstancias que me habían llevado a esta situación.

La mujer junto a cuya tumba me encontraba entró en mi vida el 4 de marzo de 2010 a las 16:10, una fecha y hora que nunca olvidaré. Correspondía al momento en el que estando en la sala de espera de la psicóloga Elsa, escuché mi nombre. Era la primera vez que visitaba al psicólogo. Me había costado dar aquel paso, consideraba que los psicólogos eran la versión moderna de los chamanes y de los curas. Años de soledad me habían hundido en una profunda depresión; mi médico me recomendó un tratamiento psicológico. Desde la primera vez que la vi experimenté un impacto emocional, mi ánimo empezó a mejorar rápidamente. Elsa era absolutamente excepcional, como pude comprobar pocas semanas después.  La relación profesional se convirtió en una relación sentimental y en pocos meses compartíamos no solo el apartamento sino la vida.

Yo era un matemático con más amor por las matemáticas que capacidad. Había escrito algunos artículos que me habían permitido conseguir un baremo suficiente para obtener un puesto permanente en una universidad mediana. Mi especialidad era la Teoría de los Números. Hacía años que había perdido la inspiración, aunque realmente nunca tuve mucha. Me sentía como Godfrey Harold Hardy, un célebre matemático inglés más conocido por haber traído a la civilización (la Inglaterra de 1914) a Srinivasa Aiyangar Ramanujan, un excepcional matemático indio.  Ramanujan no había recibido instrucción formal en matemáticas y sin embargo había descubierto infinidad de teoremas y fórmulas. Es uno de los hechos que me hacen pensar que los matemáticos descubrimos, no inventamos, las leyes matemáticas. Éstas están ya escritas en la naturaleza. Una civilización extraterrestre inteligente llegaría a las mismas leyes que nosotros.

Hardy había escrito un librito, A Mathematician’s Apology, en el que cuenta lo mal que se sentía al comprobar que con los años había perdido la inspiración. Pocos años después de escribirlo murió de melancolía, tras varios intentos de suicidio. Mi situación era parecida, con la diferencia de que yo era un matemático mucho menos brillante que Hardy y, aunque depresivo, no tenía intención de suicidarme.

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La entrada de Elsa fue un revulsivo en mi vida. Ella escuchaba con atención mis explicaciones sobre los problemas en los que estaba elucubrando y casi sin dame cuenta me hacía comentarios que en muchas ocasiones me llevaban a la solución. Volví a escribir artículos como nunca antes lo había hecho. Estaba tan absorto en mis problemas que no era consciente de lo que estaba sucediendo: Elsa era psicóloga, sobre matemáticas solo debería tener unos conocimientos elementales de estadística y, sin embargo, en pocas semanas estaba hablando conmigo como si fuese una matemática especializada en Teoría de Números. Mis sorprendentes progresos no los habría hecho sin ella. Para mi Elsa era mi Ramanujan. Quise que firmásemos conjuntamente los artículos; se negó rotundamente y amenazó con abandonarme si la incluía. Creo que fue la única ocasión en la que me hizo un reproche. Nunca discutía y su carácter apenas fluctuaba. Como he dicho: era una mujer auténticamente excepcional.

Un día le conté que mi sueño era resolver la “Conjetura de Goldbach” que dice: Todo número par mayor que 2 puede escribirse como suma de dos números primos. [Recuérde que un número primo es aquel que solo es divisible por sí mismo: 2, 3, 5, 7, 11,….. Utilizando dos números primos aparentemente podemos obtener cualquier número par; por ejemplo 4 se obtiene sumando 2 y 2, 6 sumando 3 y 3, 8 sumando 5 y 3.  Se ha podido comprobar con computadoras que al menos el primer trillón de números pares verifica esta propiedad; pero ¿podemos asegurar que así ocurrirá hasta el infinito?]. Este problema, sorprendentemente simple de enunciar, fue planteado en una carta que el matemático prusiano Goldbach escribió a un matemático genial Euler, allá por 1742. Casi trescientos años después nadie había conseguido demostrar si esta conjetura es cierta o falsa.

Elsa empezó a proponerme ideas y yo, un matemático mediocre, sentía que me iba aproximando a la solución. Me imaginaba ser el nuevo Grisha Perelman, que tras desaparecer del durante años, reapareció habiendo conseguido resolver uno de los problemas más difíciles de las matemáticas: La conjetura de Poincaré (la resolución de este problema estaba premiado con un millón de dólares, pero Perelman no los aceptó).

Un día sucedió lo inesperado: Elsa, que rebosaba salud y energía, sufrió un súbito ataque cardíaco del que no se repuso. Desde ese momento empecé a ser consciente de lo poco que sabía sobre ella cuando para poder enterrarla no conseguí contactar con ningún familiar ni con nadie que me pudiese aportar información sobre su identidad. Me había contado que había nacido en Argentina, de donde había llegado a España hacia pocos años. Según me dijo, no tenía padres ni hermanos. El consulado argentino hizo indagaciones y comprobó que su pasaporte correspondía a mujer fallecida unos años antes. Examiné su computador y su móvil, esperando encontrar información que me pudiese resultar útil; no encontré nada. Internet tampoco me fue de gran ayuda. No pertenecía a ninguna red social, las seguía, aunque nunca utilizaba su identidad, pero ¿cuál era su verdadera identidad? Todo lo que encontré era lo que aparecía escrito en el sitio web donde anunciaba sus servicios como psicóloga.

De nuevo caí en una profunda depresión. Mi inspiración se desvaneció. Fui plenamente consciente de que era Elsa quien había escrito mis artículos, mi vanidad me había impedido verlo.

Pasó el tiempo, la desaparición de Elsa, además del profundo dolor que me causaba, era para mí un enigma que tenía que resolver ¿Me había querido o me había utilizado? ¿Quién era Elsa? Pasaba horas navegando por Internet esperando encontrar un atisbo que me permitiese conocer la verdadera Elsa. Un día descubrí que el buscador permitía encontrar personas y objetos a partir de fotos. Pero, carecía de fotos de calidad de ella, siempre se había mostrado reacia a que se las tomase. Además, se teñía el cabello con un extraño, pero atractivo, color azulado. Me percaté que siempre había estado ocultando su auténtica identidad.

Con las pocas fotos que tenía realicé búsquedas en Internet de forma compulsiva. Cotejé miles de imágenes, en algunos casos quizás podían corresponder a ella, en una ocasión lo era indudablemente. Aparecía junto a un hombre, me fue fácil saber que correspondía a Greg Egan. Se trataba de un escritor australiano de ciencia ficción, que además era matemático como yo. Le envié un correo electrónico acompañado de una foto de Elsa, donde le preguntaba si la conocía y le informaba de que había muerto. No recibí respuesta por correo electrónico. Un par de días después alguien tocaba en mi despacho, era Greg. Corroboró que la persona de la foto correspondía a una amiga suya, había sido su pareja, pero su nombre no era Elsa, ni era argentina, se trataba de Emmy y era norteamericana, dedujimos que podía expresarse en inglés y en español como si fuesen sus lenguas nativas. Había perdido el contacto con ella hacía pocos años y desde entonces la buscaba. Su mejor novela se la inspiró ella, literalmente dijo: “prácticamente me la dictó”, y eso me sonaba. La novela trataba sobre una civilización extraterrestre que utilizaba personas de cuyos cerebros se había adueñado para aprender sobre la vida de los humanos. La había escrito con Emmy (mi Elsa) como si se tratase de un juego: le iba preguntando a ella, que adoptaba la postura de una extraterrestre, las impresiones que tenía sobre nuestra civilización. Las respuestas que le daba Emmy las trascribía y el resultado fue su mejor novela.  Me decía no estar seguro si realmente era una novela de ciencia ficción o Emmy había estado interpretándose a sí misma.  ¡No era yo el único que había quedado desquiciado por Elsa o Emmy o quien fuese!

Unimos nuestras fuerzas y conseguimos convencer a un juez para que ordenase una nueva autopsia sobre la muerta.

Allí estábamos ante el nicho de Elsa. El sepulturero abrió el ataúd. ¡Estaba vacío!

Días después me empezaron a llegar correos electrónicos felicitándome por haber resuelto la conjetura del Goldbach.  Comprobé que en  https://arxiv.org/ (*) había un artículo reciente firmado por mí que de forma elegante resolvía la Conjetura de Goldbach, que de esta forma pasaba ser el Teorema de Goldbach.  Pero, quién explicaba que yo no lo había escrito, que lo había hecho una extraterrestre ¿Qué otra explicación podía tener? Elsa jamás se enfadaba, no me reprochaba nada, y, para colmo, me había convertido en el matemático que había resuelto un problema ante el cual los mejores habían sucumbido. La navaja de Ockham sería concluyente: Elsa era una extraterrestre, era la explicación más simple, por extraño que parezca.

 

Este cuento nos lo envía Guillermo Sánchez León, Profesor en la Universidad de Salamanca y autor de más de 100 artículos y ponencias,  algunos de divulgación científica que podéis encontrar en su web.

Guillermo ha escrito además varios artículos en Naukas que podéis disfrutar en el siguiente enlace.

(*)  https://arxiv.org es un sitio web donde muchos científicos, sobre todo físicos y matemáticos, suelen subir sus artículos antes de publicarlos en revistas de prestigio para asegurarse la prioridad de sus descubrimientos. Para subir artículos a este sitio no es necesario pasar revisión alguna ni de contenido ni de identidad, son los propios lectores los que actúan como jueces.



Por Colaborador Invitado, publicado el 6 enero, 2017
Categoría(s): Divulgación