Normalmente suelo publicar artículos de divulgación relacionados con temas de genómica que me interesan y apasionan, aunque no sea realmente un experto en el tema. Esta vez me vais a permitir que hable del objeto de mi investigación actual. Varias personas cercanas me han pedido que les explique a qué me dedico en investigación, así que voy a intentar contar de la forma más clara y pedagógica de que sea capaz el proyecto en el que actualmente estoy inmerso con algunos investigadores del grupo de biología de retrotransposones del centro GENYO de Granada. Como hay mucho que contar, voy a dedicar un par de artículos al tema y uno más cuando tenga resultados publicados. Empecemos.
Introducción
Tras la primera publicación del genoma humano a principios de este siglo, se esperaba que el conocimiento preciso de nuestro ADN supondría una revolución en medicina que conduciría a avances en la salud. No obstante, las expectativas se enfriaron rápidamente. Pese a que cada vez tenemos un mayor conocimiento de cómo funcionan nuestras células y, en definitiva, nuestro cuerpo, también hemos aprendido que la interpretación de su funcionamiento va mucho más allá de una mera lectura (o secuenciación) de las letras (nucleótidos) que componen la secuencia de nuestro genoma. Esto es igual de cierto si hablamos de los distintos tipos de cáncer: entender lo que ocurre en el interior de una célula tumoral es mucho más complejo que averiguar qué mutaciones ha sufrido su genoma.
Pero poco a poco vamos comprendiendo por qué y cómo nace y se desarrolla un tumor. Y vamos conociendo a los actores que participan en ese circo grotesco que es una célula tumoral. Yo os voy a ir hablando de algunos de estos artistas circenses (no todos, que quede claro, solo los que son objeto de mi trabajo). Empecemos por los trapecistas.
Los trapecistas
A mediados del siglo XX, antes incluso de descubrir la estructura del ADN, ya se sabía que los genes eran los portadores de la información sobre la herencia y se conocían los cromosomas y algunas relaciones entre genes (cuáles estaban próximos entre sí, cómo interaccionaban, las funciones de algunos de ellos…). Aunque se conocía que el genoma podía cambiar mediante entrecruzamientos y mutaciones espontáneas o inducidas, se tenía una idea «estática» del material genético. Por ello la comunidad científica reaccionó con estupor e incredulidad cuando Barbara McClintock (con una gran reputación por sus conocimientos en genética y ser la primera mujer que presidía la asociación americana de genética) publicó un artículo en el que decía haber encontrado en el maíz unos fragmentos de ADN que eran capaces de «saltar» como trapecistas de una posición a otra del genoma.
La idea de que hubiera genes moviéndose de un lugar a otro resultaba increíble. De hecho, fue necesario descubrir más genes de este tipo en otras especies, como en virus, bacterias o en la mosca de la fruta, para admitir que Barbara McClintock tenía razón. Posteriormente se pudo corroborar que la inmensa mayoría de especies vivas, humanos incluidos, tenían en su genoma a estos genes saltarines. McClintock había descubierto lo que hoy en día conocemos como elementos móviles del ADN o transposones.
La idea de transposón es bastante sencilla de explicar: no es más que un fragmento de ADN que se encuentra en el genoma (en los cromosomas humanos, por ejemplo) y que tiene la capacidad de copiarse y pegarse (o cortarse y pegarse) en cualquier otro lugar del genoma de una célula cuando se cumplen ciertas condiciones. En el caso de los humanos, los únicos elementos de interés son aquellos que se copian y pegan, tal y como se muestra en la siguiente figura.
Dado que estas secuencias utilizan un mecanismo de copia de secuencias similar al de los retrovirus (utilizando un intermedio de ARN) se les conoce como retrotransposones (sí, parece una palabra rara pero con el tiempo te acostumbras). Siempre me he imaginado al retrotransposón original y a su copia como un par de trapecistas, uno de los cuales, unido por sus piernas al trapecio, mantiene a su copia cogida por las manos, soltándola en el momento oportuno para que dé un salto hasta otra posición.
Ya podéis imaginar que si estos fragmentos de ADN se copian y pegan, duplicándose en cada salto (más o menos completos, ya que con mucha frecuencia sufren recortes —sí, como los presupuestos en ciencia), el tamaño del genoma debe de aumentar bastante tras pasar cientos de miles o millones de años de evolución. De hecho, como mínimo la mitad de nuestro genoma estaría formado por copias de estos elementos móviles. Incluso hay estimaciones que indican que dos tercios de nuestro genoma serían transposones.
Puede que os venga a la cabeza la imagen de un caos celular enorme, con retrotransposones dando saltos y metiéndose allá donde no los llaman, pero no es así. La mayoría de estos acróbatas, estos transposones, están defectuosos, lesionados, jubilados, ya no son capaces de dar saltos. Hablando con propiedad, la inmensa mayoría han sufrido tantas mutaciones y borrados que han perdido la propiedad de saltar.
Pero para tener un buen espectáculo no nos basta con buenos trapecistas, también necesitamos… ¡un buen trapecio! En el caso de nuestros trapecistas, los retrotransposones, estos necesitan de la maquinaria celular que les permita «dar el salto»; básicamente, de las herramientas que van a encargarse de copiar el fragmento y pegarlo en otra posición. Dicho en lenguaje algo más correcto, las enzimas que van a hacer el corte en el punto de ADN donde se van a copiar (que se denominan endonucleasas) y las que se van a encargar de la copia de ADN a ARN e inserción (retrotranscriptasas). Pero por suerte, tenemos un trapecista muy apañao que, además de ser buen saltarín, se fabrica sus propias herramientas: se trata de LINE-1.
LINE-1 es un retrotransposón que, además de tener las características que le permiten dar saltos en el genoma, esconde en su interior dos genes que permiten fabricar sendas proteínas (que se conocen como ORF1 y ORF2) capaces de llevar a cabo el proceso de copiar y pegar en otra posición esta secuencia. En concreto, ORF2 actúa como endonucleasa (cortando el ADN donde se insertará la nueva copia) y retrotranscriptasa (haciendo la copia). Pero no solo eso, las proteínas ORF1 y ORF2 son las que van a copiar y pegar otros elementos móviles en el genoma distintos de LINE-1. Para que os hagáis una idea, cualquiera de nosotros tiene entre 80 y 100 elementos LINE-1 activos en su genoma.
Los escapistas
Muchos puede que estéis imaginando que, con tantos saltitos de genes, las células sean un sindiós. Bien, realmente esto no es así. Veréis, por un lado las retrotransposiciones son buenas porque generan diversidad genética en las especies, pero si ocurrieran con demasiada frecuencia se convertirían en un verdadero problema. Porque si en uno de estos saltos alguno de estos elementos móviles se colara en el interior de un gen, afectaría gravemente a su funcionamiento y la vida del afectado (de sobrevivir al nacimiento) se vería comprometida. Para evitarlo, las células tienen una variedad de mecanismos de defensa que, simplificando, ponen muchas cadenas en torno al retrotransposón para evitar que se pueda mover (mecanismos epigenéticos) y añaden más trabas en caso de que pueda escapar de las cadenas (mecanismos post-transcripcionales). Así que tenemos a nuestro elemento móvil de ADN como si fuera el mismísimo Harry Houdini en uno de sus shows. Pero, como los escapistas, a veces logran escapar. Por ejemplo, se detecta una mayor movilidad de elementos móviles en las células embrionarias y en la formación de nuevas neuronas. Es realmente poco habitual que, fuera de estos casos concretos, ocurra una retrotransposición espontánea en una célula de nuestro cuerpo y ello dé lugar a una enfermedad. Pero ocurre.
A día de hoy se han detectado un centenar de casos concretos en los que uno de estos saltos ha provocado una enfermedad, incluidos algunos tumores. El primero de estos casos se describió en 1992, en un paciente con un tumor colorrectal, cuya causa se asoció a la presencia de un fragmento de LINE-1 en un gen supresor tumoral. Pero lo que sí que ocurre con mucha frecuencia es que se den retrotransposiciones en células tumorales, no como causa sino como consecuencia.
Veréis, en el desarrollo de un tumor la organización de la célula se pierde y esta se desestabiliza; vamos, que hay un cierto caos. En esta situación anárquica, los mecanismos que controlaban a nuestros escapistas se relajan, por lo que estos se ven libres de sus cadenas y pueden saltar con más facilidad. Analizando bases de datos como TCGA (The Cancer Genome Atlas), que almacena secuenciaciones de células tumorales y tejido sano del mismo individuo, se puede comprobar como cánceres epiteliales (adenocarcinomas pulmonares, tumores de cabeza y cuello, colorrectales…) presentan un gran número de saltos de retrotransposones, pero esto no ocurre en otros tipos de cáncer, como leucemias o linfomas… De hecho, cuando ocurre un mayor número de saltos en el genoma el cáncer presenta un peor pronóstico. Fijaos en que aunque el salto de nuestro trapecista no sea el que inicie el cáncer, sí que puede empeorarlo a posteriori con nuevas mutaciones.
Ahora ya conocéis a los retrotransposones, trapecistas y escapistas de nuestras células tumorales. Pero eso no es todo, ahora os tengo que hablar de… los enanos. Pero eso será en el siguiente artículo.
Referencias
- Kazazian, H. H., & Moran, J. V. (2017). Mobile DNA in Health and Disease. New England Journal of Medicine, 377(4), 361–370. http://doi.org/10.1056/NEJMra1510092
- Bourque, G., Burns, K. H., Gehring, M., Gorbunova, V., Seluanov, A., Hammell, M., Feschotte, C. (2018). Ten things you should know about transposable elements, 1–12. http://doi.org/10.1186/s13059-018-1577-z
Soy doctor en ciencias químicas, e inicié mi investigación y doctorado en el campo de la química cuántica. Actualmente soy profesor titular de informática en la Universitat Jaume I de Castellón y colaboro como bioinformático con el grupo «Biología de retrotransposones» del centro de genómica y oncología GENYO de Granada. Mi investigación se centra en el estudio de los elementos genéticos móviles y microARN, así como su influencia en tumores y en enfermedades concretas como el síndrome de deleción 22q11.