El crecimiento exponencial es una de esas ecuaciones que goza de visibilidad en los medios. Algo tan sencillo como dN/dt= r N (cuya integración resulta en N = ert) se utiliza para ilustrar el comportamiento de diversos fenómenos. En muchas ocasiones se trae a colación con propósitos admonitorios, advirtiendo de la catástrofe que nos espera tras el incremento desbocado de ciertas variables. Así, las emisiones de gases con efecto invernadero o la población mundial, muestran esa preocupante evolución.
Nada puede crecer de manera exponencial permanentemente. Tras esa progresión ha de llegar el colapso o la estabilización. Este segundo comportamiento se denomina crecimiento sigmoidal o logístico, y permite describir la dinámica poblacional de multitud de especies. El colapso, la catástrofe, ocurre cuando se sobrepasen determinados umbrales y la variable ya no es capaz de estabilizarse.
Sin embargo, otras veces el crecimiento exponencial se utiliza como metáfora de que los esfuerzos tienen su recompensa. A pesar de que en el corto plazo no consigamos nada, la insistencia, nos dice una vocecilla, es capaz de derribar muros que parecen infranqueables. Encontramos muchos ejemplos de la famosa curva de crecimiento en este sentido, a modo coaching. Uno de ellos es la descodificación del genoma humano. El proyecto se concibió con un horizonte de 15 años. En los siete primeros se había gastado la mitad del presupuesto y tan solo se había descifrado el 1% del genoma. Se consideró un absoluto fracaso. Las críticas llovían y los jocosos cálculos estimaron que, a ese ritmo, tardarían 700 años en lograr el objetivo. El error de estas críticas fue considerar un modelo lineal en sus pronósticos (1%—7 años, luego 100% será 7×100).
Los comportamientos no-lineales encierran sorpresas, lo que les hace tan contraintuitivos. El proyecto alcanzó la meta mucho antes de lo que anunciaban esos agoreros pronósticos (696 años antes). En realidad, los siete primeros años habían recorrido, paradójicamente, la mitad del camino. En efecto, en siete períodos más se llega, considerando un comportamiento exponencial, al 100%: 1—2—4—8—16—32—64—128 (y se pasa de frenada).
Esta metáfora se utiliza para motivar a estudiantes de cualquier ámbito, como la educación universitaria, el estudio de idiomas o, como fue mi caso, el doctorado. Llevaba cinco años invertidos precisamente en el estudio de modelos matemáticos (en concreto sistemas de ecuaciones diferenciales, como esa del principio) y el desánimo empezaba a hacer mella. La investigación científica es un campo desalentador. Inicialmente, parece inabarcable la cantidad de conocimientos que uno debe digerir. A medida que se estudian papers (artículos científicos) van surgiendo numerosas referencias que es necesario explorar. Nada parece conducir a un lugar seguro. Es como pisar un terreno pantanoso en el que ningún asidero sea fiable. Uno tiene la cabeza llena de modelos y ecuaciones y varios borradores empezados que, bien mirados, no valen para nada.
Me ayudó mucho el consejo de un profesor, co-director de mi tesis, que trajo a colación la metáfora de la que venimos hablando. Antes de que te des cuenta, afirmó, todas esas incertidumbres por las que navegas, empezaran a cobrar sentido y entonces el progreso será rapidísimo. Es como el crecimiento exponencial, remachó.
Mi lento devenir por la parte plana –planísima- del crecimiento exponencial, fue ardua, pero por aquel entonces creía en lo que hacía y las únicas dificultades que consideraba eran las meramente académicas. Poco a poco se consolidaron conceptos y líneas a seguir. Las ecuaciones empezaron a encajar, el modelo tuvo sentido y cristalizó en una tesis cum-laude. Después llegaron los ansiados artículos en revistas de primera línea mundial y algunos proyectos en los que pude seguir desarrollando aquellos modelos que estudiaban la desertificación.
Sin embargo, el verdadero problema no era de índole técnico, de saber más o menos estadística, programación, economía o ecología. El problema era que ganarse la vida como investigador científico en España es una quimera. Después de veinte años en el sector tengo claro que jamás va a despegar la investigación científica, que permanecerá estancada en la parte plana de la curva exponencial. Que allí pasamos años con la promesa de que algún día todo va a cambiar. Que por mucho que rememos, publiquemos, aprendamos a programar, nos hagamos expertos mundiales en determinadas áreas, la mayoría seguiremos estancados.
Lo digo, inicialmente, en sentido laboral, aunque la dedicación y la escasa e inestable remuneración acaban por cobrarse un peaje personal. Esa precariedad condiciona el que uno pueda permitirse el lujo de una familia, una hipoteca, una vida medianamente aseada. La inestabilidad laboral, inevitablemente, se propaga a otras esferas de la vida.
El lento goteo de contratos o plazas van maquillando el ajado rostro de la ciencia española. Mientras, el cuerpo se desangra. Se pierden ocasiones de oro para dar ese salto exponencial. Así, resulta poco sorprendente que las instituciones españolas no destaquen en los rankings internacionales. Jamás lo estarán puesto que la ciencia requiere una inversión sostenida. Hablamos de décadas, no de meses o años sueltos.
Volviendo a mi caso, que puede ser representativo de otros muchos, asisto impotente a la pérdida de un conocimiento que fue generado a base de mucho esfuerzo personal pero también de mucha gente que invirtió su tiempo y parte de sus presupuestos en apoyarme. Las herramientas diseñadas para combatir la desertificación, por ejemplo, quedan como un alarde de ingenio en una revista científica que apenas leerá alguien. En lugar exportarlo a otros países que buscan cómo enfrentarse al problema, el know-how, queda arrumbado.
Es justo lo que reclama Nicolás Olea (Catedrático de Radiología de la Universidad de Granada) cuando expone el resultado de sus investigaciones acerca de los efectos perniciosos del Bisfenol-A, una sustancia con efecto cancerígeno que sigue presente en nuestro día a día: “Llevamos años publicando y recibiendo dinero del Estado, de los contribuyentes […] para producir ciencia que la hacemos de la forma que nos han pedido, publicando en revistas internacionales, siendo competitivos, y digo yo, ¿pero es que nadie se va a leer esto? Deberían utilizarse o ayudar a la toma de decisiones.” (Escúchalo en este audio, a partir del min 29:40).
Estudiantes y expertos que vienen de otros países para aprender se encuentran con despachos vacíos y teléfonos a los que nadie contesta. Las ideas, los bocetos de proyectos, las soluciones de muchos problemas, acaban marchitándose en algún trámite burocrático diseñado a modo de Trampa 22. Recursos financieros conseguidos en convocatorias altamente competitivas, no encuentran su camino en el laberinto que conforman los absurdos procedimientos burocráticos y la desidia de funcionarios sobrepasados y hartos también de promesas que nunca se cumplen. Partidas presupuestarias que podrían solucionar la vida a muchos departamentos acaban mareadas de dar vueltas.
Es triste vagar por esa parte de la curva tan plana y predecible. Es aburrido y desolador. Los que seguimos ahí ya solo esperamos un golpe de suerte. Una arrancada de caballo (de esas que citaba Ramón y Cajal) que nos permita cierta estabilidad laboral y personal. Unas condiciones que nos dejen decir ‘sí’ a esas propuestas que aún llegan de vez en cuando para dirigir tesis, desarrollar metodologías, colaborar con universidades de prestigio. Nos gustaría sentirnos útiles y devolver a la sociedad parte del tremendo esfuerzo que dedicó para formarnos. Añoramos realizarnos profesionalmente para hacer un mundo un poco mejor.
J.M. Valderrama (Madrid, 1973) es Doctor Ingeniero Agrónomo por la UPM especializado en Desertificación y Cambio Global. Tiene más de 20 años de experiencia en zonas áridas de Europa meridional, África, Asia y América del Sur. Desde 2019 es investigador post-doctoral en la Universidad de Alicante. Ha participado en más de 25 proyectos de investigación y tiene varias publicaciones en revistas de alto impacto además de varios libros, entre los que destaca Los desiertos y la desertificación. Combina su actividad científica con la escritura y la divulgación. Autor del blog Dando bandazos y de tres libros: ‘Días de nada y rosas’, ‘Altitud en vena’ y ‘Aquí Bahía’. Como miembro de la Asociación Harmusch ha colaborado en el libro ‘Expediciones zoológicas al Sahara Atlántico’.