¿Está Schubert? Que se ponga

Por Iván Rivera, el 12 febrero, 2019. Categoría(s): Actualidad • Divulgación • Música • Tecnología

¿Cuál es el colmo de un teléfono inteligente? Que sea capaz de terminar lo que un genio de la música no concluyó: nada menos que la Octava Sinfonía de Schubert, también conocida por su algo obvio sobrenombre, Inacabada. Dos famosísimos movimientos seguidos de… Nada. ¿O no? La inteligencia artificial parece capaz de alcanzar cotas de desarrollo impensables hace apenas unos años, de modo que ¿por qué no componer? Pero no se vayan todavía, que aún hay más. Componer no cualquier pieza, sino algo de tanto alcance como una sinfonía. Y no cualquier sinfonía, sino una en el estilo del titán de la historia de la música romántica, Franz Schubert. Pero ¿por qué no precisamente los dos movimientos que, teóricamente, le faltan a su Inacabada? ¿Por qué no con un móvil? ¿Y a la pata coja, con una mano atada a la espalda? El departamento de marketing de Huawei ha colado en varios medios una hazaña que no es tal. Pero comencemos por donde se debe esta pequeña historia: en 1822.

El vividor

Retrato de Schubert hacia 1827. Gabor Melegh, Galería Nacional Húngara.

Franz Schubert era un romántico impenitente. Improbable hedonista y vividor —sus amigos le llamaban «champiñoncito»— comenzó la que sería la más conocida de sus sinfonías en el momento más dulce de su carrera creativa. Veinticinco años tenía, y apenas seis le quedaban para morir, víctima indirecta de una inevitable sífilis. Inevitable por lo de carnal (hoy se diría «disfrutón») y frecuentador de placeres pagaderos; indirecta porque no fue propiamente la enfermedad lo que dio con sus huesos en la tumba, sino el medicamento contra el mal venéreo más popular por aquellas bárbaras épocas: nuestro viejo conocido el mercurio, administrado nada menos que en forma de vahos. 1822 fue el año en que Schubert sufrió los primeros síntomas, algo que volvió del revés su vida. Su diagnóstico debió coincidir, mes arriba o abajo, con la composición de la que sería su Inacabada.

Pero La Inacabada está menos inconclusa de lo que suele asumirse. Existe un Scherzo. Es decir, un tercer movimiento, bastante avanzado en partitura para piano —pero con solo un par de páginas orquestadas. Paralelamente y desde siempre, los musicólogos sospechan que Schubert sí compuso un movimiento final, pero que lo recicló para el primer entreacto de su Rosamunda. Completar la Inacabada es, por tanto, una tarea para nada imposible; de hecho, decenas de músicos desde el estreno ¡muy póstumo, en 1867! de la obra hasta la actualidad han jugado con el problema.

Completar una obra musical de este calibre podría considerarse un ejercicio vano de composición creativa. Sin embargo, los requisitos de la forma musical y del estilo del compositor limitan las soluciones posibles. Puede aducirse que en cualquier momento el compositor podría haberse decidido apartarse de las convenciones del formato y su época y que el resultado auténtico, si es que puede hablarse de tal cosa tratándose de una obra no compuesta, sería algo completamente diferente a lo que cualquier musicólogo podría suponer. Por lo que sabemos, Schubert podría haber inventado el reguetón en la década de los veinte del siglo XIX. Sin embargo, la popularidad o falta de ella de las versiones completadas de una obra dependen mucho de un conjunto de factores de influencia variable: el respeto sacrosanto por el «texto original» de muchos críticos y directores de orquesta (el Urtext de los musicólogos, muy dados a salpimentar su jerga de sonoras voces alemanas). También la tradición establecida en la interpretación o incluso criterios más prácticos, a veces tan banales como «es que así queda muy largo y ya no me cabe nada más en el programa del concierto». Nada como recordar a los puristas que el Requiem de Mozart termina realmente nada más empezar su Lacrimosa. ¿Querríais perderos el mozartianísimo Sanctus, aunque esté escrito de la mano de un tal Süssmayr? O darse cuenta de que la Décima de Mahler, esencialmente, no existe: lo que escuchamos viene de la mano del musicólogo, que no médium, Deryck Cooke. ¿Por qué estos dos ejemplos sí saltaron al Olimpo de la tradición orquestal y la Octava de Schubert o la Novena de Bruckner, a las que faltan comparativamente muchas menos piezas, no lo han hecho? Misterio.

El algoritmo

Ordenador Ural-1. (Foto: Panther, CC BY-SA 3.0).

En 1960, el científico soviético R. Zh. Zharipov empezó a intentar programar fundamentos de composición musical en uno de los monstruos de válvulas de vacío de la época, un Ural-1. Desde entonces, los intentos por sintetizar el proceso creativo de la música en un programa de ordenador se han sucedido con regularidad, tanto partiendo de cero como tomando por base formas musicales concretas (pop, fugas barrocas); componiendo melodías principales o acompañamientos automáticos de sones ya compuestos; o incluso intentando imitar el estilo de determinados compositores. Los intentos de producir melodías originales mediante redes neuronales se extienden hacia atrás en el tiempo, al menos, hasta 1989: al principio simple monodia, melodía sin acompañamiento. Hay que esperar hasta 2012 para comenzar a ver ejemplos de polifonía en la música generada por ordenador.

Una red neuronal aprende a realizar una tarea utilizando un conjunto inicial muy amplio de casos considerados válidos. En la composición musical, el objetivo de una red neuronal podría resumirse de forma muy simplista como la predicción de valores —sonidos, acordes— válidos a partir de otros anteriores. Será la arquitectura de la red la que favorezca la reproducción de unos caracteres musicales frente a otros. La música, al igual que el lenguaje, tiene estructura a diferentes niveles: figuras dentro del tiempo de un compás, patrones rítmicos en un compás completo o frases musicales —conjuntos de compases, de duración por lo general regular. La textura de la música continúa adquiriendo sentido en niveles de agregación más y más altos hasta configurar obras completas, ya sean breves como la típica canción pop o más largas, como una ópera. Incluso pueden observarse más allá, en el corpus completo de la creación de un compositor, regularidades que nos permiten distinguir el estilo de unos artistas por contraposición al de otros, o estudiar la evolución de un mismo artista a lo largo de los años.

El engaño

No solo estructura: la música es repetición, pero también sorpresa. Por eso es tan difícil, a la postre, codificar mediante un algoritmo —ya sea una red neuronal o cualquier otro— la esencia de la creación. En este contexto es fácil ver por qué el reciente anuncio de Huawei no supone más que un tour de force publicitario para promocionar los dos «coprocesadores neuronales» del modelo Mate 20 Pro. Utilizar como datos de partida la música de los dos movimientos concluidos de la sinfonía de Schubert desperdicia el material, conocido o tentativo, del que se dispone del resto de la pieza. Obviar el resto de las obras del compositor, o al menos el resto de obras comparables en aspectos como envergadura, instrumentación o época supone un nuevo hándicap y hace aún más difícil que la red neuronal del teléfono haya tenido la más mínima oportunidad de captar algo tan elusivo como el lenguaje schubertiano. Para ello entra en este teatrillo como imprescindible personaje de última hora un compositor. Humano, para decirlo todo.

De Lucas Cantor se dice que ha sido premiado con dos Emmy. El resto de su currículum ha discurrido entre documentales, cortos y alguna película de escaso éxito. Esta es la persona que fue designada para cribar la salida en bruto de la red neuronal, escoger las ideas musicales más interesantes y ponerlas en un formato interpretable por una orquesta. Eso suena casi a componer, salvo por el paso inicial de las ideas.

Recapitulemos: hay un teléfono inteligente de última generación a la venta. Tenemos una red neuronal de arquitectura desconocida, que puede ser más o menos adecuada para la tarea que, putativamente, se le ha encomendado. Partimos de un conjunto de datos de entrenamiento por completo insuficiente. Y añadimos a esto un compositor de marca blanca. ¿Cuál ha sido el resultado de todo esto?

¡Otra vez las mismas armonías que el Canon de Pachelbel? Nunca sabremos por qué Schubert dejó a medias su sinfonía: ¿angustia vital, distracción, afirmación artística? Pero una cosa es segura: las risas se habrían oído por todos los lupanares de Viena. Hasta me parece estar oyéndolas ahora.

Notas

No os vayáis de aquí sin escuchar (o volver a escuchar) la Inacabada de Schubert. Si creéis que la música «culta» (odio ese apelativo con toda mi bilis) no es lo vuestro, dejaos querer. Es maravillosa, corta y ha salido en tantos sitios que seguro que algún tema os sonará. Sirve cualquier versión pero, si os ponéis muy exquisitos, esta de Nikolaus Harnoncourt con la orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam es platino molido. Aunque yo le tengo mucho cariño a esta otra, de la mano de unos auténticos grandes: Almudena Castro, Iñaki Úcar y la orquesta de la Universidad del País Vasco en Naukas Bilbao 2018.

Por si lo dudábais, la inteligencia artificial tiene un sitio muy prominente reservado en el futuro de la música, solo que no éste que nos han querido vender. Podéis leer más al respecto, y escuchar algunos ejemplos, en artículos como AI’s Growing Role in Musical Composition. Incluso podéis generar vuestras propias bandas sonoras automáticas en el estilo que queráis a cambio de un muy módico pago en Algotunes (si os parecen sosas o —mi impresión particular— que no van a ningún sitio no me culpéis a mí; la tecnología tiene sus límites).

Para terminar: ¡el canon de Pachelbel está en todas partes! Un análisis y una buena recopilación de los muy improbables lugares en los que aparece su estructura armónica —y a veces su melodía completa— puede leerse aquí: Las canciones canónicas (Artículos de El Pobrecito Hablador, Juan Gómez Capuz). Empezando por, nada menos, que el himno de la antigua Unión Soviética (y de la Federación Rusa actual), y, naturalmente, de Go West, el divertido himno de los Village People, popularizado por los Pet Shop Boys con este impagable vídeo musical. El monólogo de Rob Paravonian Pachelbel Rant es ya un clásico (la versión enlazada está subtitulada en español).