¿Puede el Gobierno obligar a la población a vacunarse frente a la COVID-19?

Por Colaborador Invitado, el 1 diciembre, 2020. Categoría(s): Actualidad • Medicina
Derecho y ciencia en el tema de la vacunación

Sí. Esta sería la respuesta rápida a la cuestión planteada como título de esta anotación.

El Gobierno puede obligar a que toda, o parte, de la población se someta a una vacunación frente a la COVID-19. Y puede hacerlo sin necesidad de promulgar una nueva Ley en el Congreso de los Diputados, es decir, sin necesidad de someter esta decisión al debate parlamentario que conlleva cualquier proceso legislativo –evitando al mismo tiempo el desgaste político que ello pudiera suponer–.

Hemos de señalar en primer lugar que la vacunación en España es voluntaria por disponerlo así el artículo 5.2 de la Ley 33/2011, 4 de octubre, General de Salud Pública:

Sin perjuicio del deber de colaboración, la participación en las actuaciones de salud pública será voluntaria.

Sin embargo, dicha norma recoge como excepción la existencia de «razones sanitarias de urgencia o necesidad». Estas razones, y el detalle de que se puede hacer y que no, aparecen recogidas en otra Ley Orgánica, la LO 3/1986 de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública. El artículo 3 de esta Ley, pese a ser terriblemente vago, contiene la habilitación legal para ordenar una vacunación obligatoria de la población:

Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible.

Decía que la redacción de este artículo es difusa y vaga porque dentro de la expresión «adoptar las medidas […] que se consideren necesarias […]» cabe casi cualquier cosa.

Pero por si esto no fuera suficiente, bajo el paraguas general de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que regula los estados de alarma, excepción y sitio, se autoriza al Gobierno en su artículo 4 a declarar el estado de alarma cuando se afronta una crisis sanitaria como la generada por una epidemia. Así, el Gobierno podría adoptar –de nuevo– las «medidas necesarias» para hacer frente a dicha situación (según el artículo 12).

Precisamente, el del «estado de alarma» es el marco legal en el que nos hayamos sumidos actualmente, y que permitió entre otras cosas el confinamiento de toda la población en los primeros meses de este año, y ahora establece la obligatoriedad del uso de mascarillas o los llamados «toques de queda» por citar dos ejemplos.

Por lo tanto, a día de hoy bastaría la promulgación de un Real Decreto (como el dictado al inicio de la pandemia) para hacer obligatoria la vacunación general de la población contra la COVID-19.

Una vez dicho esto, no quiero detenerme aquí en el análisis de una cuestión que tiene tan enorme trascendencia social. Procede por tanto valorar otra serie de circunstancias.

La posición de la sociedad española en relación a la vacunación

La situación creada por la COVID-19 ha traído una paradoja interesante. Si bien la ciudadanía puso sus esperanzas en los científicos al comienzo de la pandemia, reclamando con urgencia un tratamiento frente a esta enfermedad o al menos una vacuna que permitiera contener su propagación, lo cierto es que ahora, tras una carrera sin precedentes, algunos ven en esa velocidad –hay quien lo llama «prisa»– un riesgo, una amenaza. Son numerosos los comentarios acerca de los riesgos de inocularse alguna de las vacunas que están a punto de finalizar la fase III de diferentes ensayos clínicos, y que se han fabricado en un tiempo absolutamente récord (tres años menos que la obtención, en 1967, de la vacuna de las paperas por Maurice Ralph Hilleman).

Quien utilice aplicaciones de mensajería instantánea, o tenga cuenta en redes sociales, lleva tiempo recibiendo mensajes acerca del temor a que esas vacunas puedan causar males mayores que los que pretenden evitar (sin contar con quienes afirman que llevan chips incorporados o sostienen otras estupideces similares). Proliferan, en definitiva, las posturas contrarias a la vacunación y, lo que es más inquietante, observamos también un descenso en la confianza ciudadana en los programas de vacunación sistemática que tanto éxito han tenido en nuestro país.

El pasado mes de marzo de 2019 se publicó el Eurobarómetro especial 488 de la Unión Europea que trataba las «Actitudes de los europeos en relación con la vacunación». Analizando los datos españoles (que puedes descargar aquí) se comprueba que, aunque nos vacunamos masivamente, reconocemos una cierta inseguridad a la hora de comprender el significado y la efectividad de la vacunación. Del mismo modo, un 43% de los encuestados manifestaba que «a menudo, las vacunas pueden provocar efectos secundarios graves», algo muy lejos de ser cierto.

Otros estudios anteriores ya hacían ver la existencia de algunos recelos y falta de información en relación a las vacunas. Por ejemplo, consultando el Barómetro Sanitario (2016) del Centro de Investigaciones Sociológicas vemos que sólo el 50,3 % de los encuestados reconocía que «los/as profesionales sanitarios/as informan adecuadamente a los/as pacientes (o a sus padres en caso de niño/a/s) de las ventajas y riesgos de las vacunas antes de su administración»; mientras que la Encuesta de Percepción Social de la Ciencia (2018) de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECyT) puso de manifiesto que «el mayor precursor de la reticencia hacia la vacunación es la desconfianza en la medicina de base científica».

La propia FECyT ha realizado una nueva encuesta durante la actual pandemia acerca de la percepción social sobre aspectos científicos del COVID-19 donde comprobamos que la población española se muestra favorable ante las posibles vacunas contra la enfermedad por coronavirus (un 32% de los encuestados se muestra totalmente favorable; el 36% estaría en una posición favorable, aunque con algunas reticencias; mientras que el 23% muestra un nivel de reserva alto); aunque un 32% de la población rechazaría recibir vacunas contra COVID-19 debido, como indicábamos, a la rapidez de la investigación (un 12,7% manifiesta temer efectos negativos para su salud).

Por último, el Instituto de Salud Carlos III coordina la encuesta de la Organización Mundial de la Salud «Behavioural Insights sobre COVID-19» en España, con el objetivo de dar seguimiento al comportamiento y las actitudes de la población relacionadas con la enfermedad en nuestro país. Los resultados de esta encuesta en España, conocidos como «COSMO-SPAIN», contienen un apartado sobre la vacunación. En la primera ronda de preguntas (realizada a finales de julio), el 70% de los encuestados decía estar de acuerdo en vacunarse si hubiera una vacuna disponible y fuera indicada. Sin embargo, en la segunda ronda (realizada en septiembre) el porcentaje de personas dispuestas a ponerse una vacuna contra la COVID-19 si estuviera disponible mañana mismo baja al 43%. Las principales razones para rechazar la vacuna son: «puede tener riesgos para mi salud» (59%); «me pondría una segunda o tercera, no la primera» (37%) y «creo que no será eficaz» (16%).

En definitiva, estos datos muestran un cambio de tendencia en lo tocante a las vacunas, aunque me inclino a pensar a que este cambio no se debe tanto a un verdadero posicionamiento en contra de la vacunación en general, sino que está estrechamente vinculado a la situación tan compleja que estamos atravesando.

Nunca habíamos asistido a tal avalancha de información acerca de una cuestión científica como es el abordaje global de la pandemia provocada por el COVID-19. La sociedad ha aprendido a marchas forzadas cómo funciona la ciencia, sus contradicciones (causadas por el propio proceso de comprender el funcionamiento del virus), la validez de determinados estudios científicos no sometidos a revisión por pares y, en definitiva, ha constatado que no estábamos preparados para hacer frente a esta situación. A muchos nos ha costado comprender que si normalmente una vacuna tarda de media 10 años en llegar a los centros de salud, estemos a punto de tener no una, sino varias vacunas contra la COVID-19 en menos de un año. ¿Se han saltado los estrictos controles de seguridad? ¿Se está yendo demasiado rápido?

Las encuestas muestran que un porcentaje significativo de la población vacunada ha acudido a la ponerse la vacuna fiándose del consejo de su pediatra o del profesional sanitario de turno. Es decir, que no se habían vacunado por una convicción íntima, personal, de que las vacunas son un medio eficaz para prevenir enfermedades. Esta «inercia» muestra que hay una gran dependencia de la imagen transmitida en cada momento por el conjunto de los servicios sanitarios y de sus profesionales. Si añadimos a esta ecuación los intereses concretos de los políticos, será fácil colegir que el éxito de una campaña de vacunación dependerá en gran medida de la confianza que acaben inspirando en los ciudadanos la calidad y competencia de los profesionales y científicos implicados.

Vacunación recomendada versus vacunación obligatoria

Llegados a este punto, quizás sea útil replantear la pregunta que nos hacíamos al principio de esta anotación de la siguiente manera: ¿Debe el Gobierno obligar a la población a vacunarse frente a la COVID-19?

En primer lugar, hemos de recordar que ya hablemos de un sistema de vacunación recomendada u obligatoria, ambos tienen un objetivo idéntico: la lucha contra una enfermedad infecciosa a partir de la generalización de la inmunización individual y su repercusión colectiva en forma de inmunidad de grupo. Por lo tanto, lo que debemos hacer es escoger la mejor manera de alcanzar un mismo fin.

El debate acerca de si deben introducirse cambios legislativos que permitan la vacunación obligatoria en determinados supuestos (como al enfrentarse a enfermedades altamente contagiosas y serias, cuando la erradicación es posible con la adopción de esa medida, o incluso en relación a colectivos específicos, como el personal sanitario) no ha comenzado a raíz de esta pandemia. Las discusiones sobre el particular se vienen produciendo desde hace varios años, gracias a las cuales contamos con una serie de documentos que debemos tener en consideración:

  • Cuestiones ético-legales del rechazo a las vacunas y propuestas para un debate necesario (19 de enero de 2016). Comité de Bioética de España. Puedes leerlo aquí.
  • Declaración de la Comisión Central de Deontología de la Organización Médica Colegial sobre la vacunación pediátrica (8 de febrero de 2016). Puedes leerlo aquí.
  • Posicionamiento 03/2016 de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria, sobre Responsabilidades individuales y colectivas de las instituciones, los profesionales y la población en relación a las vacunas (19 de septiembre de 2016). Puedes leerlo aquí.

Hasta ahora el consenso general ha sido que la vacunación obligatoria sería útil solo cuando hubiera un descenso de las tasas de vacunación que pudieran poner en peligro la protección de la inmunidad de grupo (el conocido «efecto rebaño»), lo que afectaría gravemente la salud pública. Según esta postura, imponer de forma coercitiva la vacunación podría generar un efecto contrario al pretendido. En cualquier caso, también hay conformidad en que a la hora de tomar una decisión de este calado debemos valorar tanto la situación epidemiológica del momento y la imagen social de la vacunación, como las capacidades de Servicio Nacional de Salud.

Para resolver este conflicto, la bioética nos plantea también varios aspectos a considerar. Por ejemplo, el Ministerio de Sanidad publicó en 2004 una guía para valorar la implantación de vacunas en la que se hacían las siguientes preguntas: ¿La enfermedad es un problema de salud pública?; ¿La vacuna disponible es segura y eficaz?; ¿Cómo puede repercutir añadir una vacuna nueva al calendario actual?; ¿Cuál será el coste/efectividad de la vacuna? Lo que se estaba haciendo en realidad era aplicar los principios bioéticos de beneficencia, no maleficencia, autonomía y equidad para responder a esas cuestiones.

  • El principio de beneficencia es el núcleo fundamental de la práctica médica. Consiste en la búsqueda de un beneficio, en términos de salud, para quienes acuden solicitando asistencia sanitaria. En el ámbito de la vacunación se trata del principio rector, ya que si ha habido una medida en salud pública que ha tenido un impacto positivo en la humanidad (junto al saneamiento y la potabilización de las aguas) ha sido sin duda alguna el empleo de las vacunas.
  • La no maleficencia es uno de los principios hipocráticos y consiste en la prohibición de producir, de manera intencionada o imprudente, daño a otros. Este principio se aplica con un mayor nivel de exigencia que el de la obligación de proporcionar un bien que hemos analizado más arriba, y posee un evidente componente moral al referirse a la «intencionalidad», debiendo recordar que toda intervención sanitaria conlleva el riesgo de producir un daño no deseado. Este es el principal argumento de los grupos antivacunas: se vacuna a niños que no tienen la enfermedad que se trata de prevenir, a cambio de la posibilidad de que se les dañe (resulta llamativo en cualquier caso que no haya asociaciones de personas contra los antibióticos).
  • El principio de equidad consiste en la no discriminación, evitar las desigualdades. En la conciencia de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos, debemos tener claro que ante situaciones iguales vamos a actuar de la misma forma; y que lo haremos de forma diferente ante situaciones distintas.
  • Por último, el principio de autonomía es el más controvertido y de difícil aplicación en vacunología porque presupone las condiciones necesarias para que cada persona actúe de forma autónoma, lo que es imposible en muchas ocasiones ya sea por la edad del vacunado, o por la información posible y entendible que se les proporciona a las familias.

Teniendo todo esto en cuenta, también es relevante el punto de vista que Miguel A. Ramiro Avilés y Félix Lobo exponen desde la ética y la eficiencia económica:

La correspondencia entre el principio ético y el concepto económico es aquí útil porque la eficiencia también exige, al menos en ciertos casos, no sólo la financiación estatal con contribuciones obligatorias sino, además, la obligatoriedad del consumo del bien público. La inmunización generada por las vacunas es un bien público y por ello las financia el Estado. Pero no sería eficiente que las vacunaciones fueran financiadas con tributos y no tuvieran carácter obligatorio. Si una persona rechaza la vacunación se beneficia de la inmunización general conseguida por los que sí se vacunaron, y si se niega un grupo suficientemente numeroso puede impedir la rotura de la cadena infecciosa y frustrar el objetivo de la campaña de vacunación

Es decir, cuando analizamos si la administración de una vacuna que puede contrarrestar una enfermedad debe ser obligatoria, priman la oportunidad y la eficiencia social.

Como vemos, no hay una respuesta sencilla a esta cuestión, aunque no debemos obcecarnos entre blanco o negro, tenemos a nuestra disposición una enorme y rica variedad de grises. Quiero decir que el hecho de que en España la vacunación tenga el carácter de recomendada no debería anular por completo la posibilidad de que puntualmente, ante una amenaza sanitaria grave como la que estamos atravesando, se exija una reacción contundente. En el caso concreto de la COVID-19, aunque la estrategia de vacunación hecha pública por el Gobierno no contemple su obligatoriedad, es prudente tenerla presente como «plan B», no sea que la «simple recomendación» sea incapaz de mantener unas tasas óptimas de vacunación.

Otros aspectos que no debemos olvidar

Se adopte la decisión que se adopte, la transparencia a la hora de ofrecer toda la información disponible es, sencillamente, esencial para gestionar cualquier política de vacunación (te recomiendo leer la anotación del microbiólogo Ignacio López-Goñi «¿Por qué debemos seguir confiando en las vacunas?»).

Como defiende el Dr. Varo Baena, «quizás el punto más débil de la bioética de salud pública y todo lo que de ella se deriva en bioética de vacunaciones es, además de su burocratización, su politización, puesto que las decisiones a nivel colectivo parten de la instancia política y gubernativa».

Hemos asistido a una auténtica batalla por parte de algunos «líderes» mundiales a la hora de adjudicarse el éxito de los ensayos clínicos de algunas vacunas; y hemos oído con estupor como algunos gobernantes prometían que «sus ciudadanos» serían los primeros en recibir la vacuna gracias a sus gestiones. Por eso comparto plenamente la afirmación del Dr. López-Goñi cuando a afirma que le «da más miedo la gestión política que el propio virus».

Es evidente que el mundo se ha visto sacudido por una terrible crisis que va más allá de la salud para afectar gravemente todos los ámbitos de nuestra vida, y que por tanto estamos ante un campo abonado para la desinformación y manipulación. Y no ha ayudado el que hayamos visto a los científicos dando «palos de ciego» (a entender de algunos) en su intento por comprender el coronavirus, todo ello en público y a toda velocidad. Pero esto en realidad no significa que los científicos no sepan lo que están haciendo; lo que demuestra es que se está generando una enorme cantidad de información nueva y se trata de entenderla sobre la marcha. Algunos han descrito la investigación sobre la COVID-19 como si los científicos trataran de diseñar un avión mientras vuelan en él. Como digo, esta situación es idónea para que los amantes de las conspiraciones tengan la excusa perfecta para hacer caso omiso de las recomendaciones sanitarias (la Organización Mundial de la Salud dice que nos enfrentamos a dos crisis sanitarias, la pandemia en sí, y la «infodemia», la información incorrecta y falsa).

Si a todo esto le unimos los posibles efectos adversos que genere la inoculación de algunas de las vacunas que se están desarrollando, podemos encontrarnos con un problema realmente grave. Con frecuencia, los países que han experimentado crisis en lo tocante a la vacunación han tenido en su origen algún episodio de lesiones o efectos adversos cuya comunicación al público no se ha gestionado correctamente.

Los accidentes vacunales graves son un fenómeno rarísimo aunque, como ya hemos comentado, difícilmente podrán eliminarse por completo de la ecuación: las vacunas, como cualquier otro medicamento, no son inocuas y tampoco puede exigirse infalibilidad a los servicios de vacunación. Lo que sí podemos y debemos exigir es un resarcimiento completo y rápido a quien sufra algún efecto adverso tras la administración de cualquier vacuna.

Esta es una cuestión que conjuga un enorme consenso en la doctrina jurídica. Hoy por hoy, la compensación económica en esos casos se apoya sobre todo en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo, donde la Sentencia de 9 de octubre de 2012 (recurso nº 6878/2010) constituye el principal pilar al reconocer la solidaridad social como fundamento de la responsabilidad patrimonial en un supuesto de lesión derivado de la aplicación de una vacuna:

«el supuesto se manifiesta como una carga social que el reclamante no tiene el deber jurídico de soportar de manera individual, sino que ha de ser compartida por el conjunto de la sociedad, pues así lo impone la conciencia social y la justa distribución de los muchos beneficios y los aleatorios perjuicios que dimanan de la programación de las campañas de vacunación dirigidas a toda la población, con las excepciones conocidas, y de modo especial a los distintos grupos de riesgos perfectamente caracterizados, pero de las que se beneficia en su conjunto toda la sociedad»

Pero, a pesar de que la jurisprudencia reconoce el derecho a ser indemnizado cuando se produce «una reacción adversa de cuyo riesgo no fue advertido» el lesionado, lo cierto es que en la mayoría de los casos se le obliga a sobrellevar un costoso y largo procedimiento judicial. Una justicia lenta y costosa no es verdadera justicia.

Tenemos ejemplos en numerosos países de fondos estatales de compensación de daños vacunales, la mayoría de ellos europeos, aunque el más completo es el National Vaccine Injury Compensation Program, operativo en EEUU desde 1988.

Por lo tanto, a modo de conclusión, considero que ahora es más apremiante que nunca contar con una «Ley de vacunación», una legislación que se viene reclamando desde hace décadas. Una Ley de este tipo permitiría definir con precisión en qué casos se puede ordenar una vacunación obligatoria, qué medidas concretas se pueden adoptar, los principios bioéticos que se deben respetar en todo caso, la información con la que debe contar la población y, en definitiva, establecer un régimen de indemnización en caso de accidentes vacunales que evite tener que acudir a los tribunales para obtener una justa compensación.

Siendo realistas, creo que no es algo que vayamos a ver en el corto o medio plazo.

 

Este artículo nos lo envía José Luis MorenoLicenciado en derecho y Máster en Bioderecho. Socio de la Asociación Española de Comunicación Científica, de la Asociación Hablando de Ciencia y editor del blog Afán por saber. Puedes seguir a José Luis en diferentes redes sociales: Twitter, Facebook, Canal de Youtube o Instagram.

 

Bibliografía y más información:

Legislación

Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que regula los estados de alarma, excepción y sitio.

Ley Orgánica 3/1986 de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública.

Ley 33/2011, 4 de octubre, General de Salud Pública.

Documentos públicos

Eurobarómetro especial 488 de la Unión Europea acerca de las «Actitudes de los europeos en relación con la vacunación.

Barómetro Sanitario (2016) del Centro de Investigaciones Sociológicas (Total oleadas) Estudio nº 8816. Marzo-octubre 2016.

Encuesta de Percepción Social de la Ciencia (2018) de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECyT).

Percepción social de aspectos científicos del COVID-19 (Julio 2020). Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología.

Monitorización del comportamiento y las actitudes de la población relacionadas con la COVID-19 en España (COSMO-SPAIN): Estudio OMS.

Cuestiones ético-legales del rechazo a las vacunas y propuestas para un debate necesario (19 de enero de 2016). Comité de Bioética de España.

Declaración de la Comisión Central de Deontología de la Organización Médica Colegial sobre la vacunación pediátrica (8 de febrero de 2016).

Posicionamiento 03/2016 de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria, sobre Responsabilidades individuales y colectivas de las instituciones, los profesionales y la población en relación a las vacunas (19 de septiembre de 2016).

Criterios para fundamentar la modificación de los programas de vacunas. Ministerio de Sanidad. 2004.

Estrategia de vacunación COVID-19 en España. Líneas maestras. Actualizada a 23 de noviembre de 2020.

Artículos científicos

VARO BAENA, A., 2020. Bioética de vacunaciones y salud pública. Vacunas, 21, 1, pp. 57-63.

SEIRA, César Cierco, 2019. Las vicisitudes del calendario único de vacunación. DS: Derecho y salud, 29, 1, pp. 154-168.

ATTWELL, Katie, DRISLANE, Shevaun y LEASK, Julie, 2019. Mandatory vaccination and no fault vaccine injury compensation schemes: An identification of country-level policies. Vaccine, 37, 21, pp.

CIERCO SEIRA, C., 2020. Vacunación obligatoria o recomendada: acotaciones desde el Derecho. Vacunas, 21, 1, pp. 50-56.

DOMÍNGUEZ, Angela, et al., 2019. Falsas creencias sobre las vacunas. Atencion Primaria, 51, 1, pp. 40-46.

MACDONALD, Noni E., et al., 2018. Mandatory infant & childhood immunization: Rationales, issues and knowledge gaps. Vaccine, 36, 39, pp.

 



Por Colaborador Invitado, publicado el 1 diciembre, 2020
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