Xurxo Mariño: «Mantener y alimentar la curiosidad científica es una forma de rebeldía que exige dedicación»

Por José Antonio Plaza, el 10 abril, 2023. Categoría(s): Divulgación • Entrevistas Naukas
Xurxo Mariño, en el despacho de su casa (imagen cedida por el entrevistado). A su alrededor, numerosas pistas de sus pasiones científicas.

 

Xurxo Mariño Alfonso (Lugo, 1969) es científico, profesor, divulgador y un verso libre. Siempre se ha acercado al conocimiento de manera autodidacta y valorando su propia experiencia con el entorno, poco amigo de algunos corsés educativos que, considera, pueden constreñir nuestra formación como personas. Biólogo, especialista en neurofisiología, estudioso de la evolución del lenguaje, apasionado de la geología y la programación informática, amante de la fotografía y los viajes, lleva veinte años indagando en los mecanismos de la mente humana, consciente de que quizá no logremos desentrañar nunca el funcionamiento de nuestro cerebro.

En la actualidad es profesor en excedencia del Departamento de Fisioterapia, Medicina y Ciencias Biomédicas e investigador –también en excedencia– en el Grupo de Neurociencia y Control Motor​ (Neurocom) de la Universidad de A Coruña. Compagina desde siempre la docencia y la investigación con la divulgación científica, ámbito en el que le gusta sorprender con formatos como los ‘Discurshow’, que unen ciencia y teatro, y las emboscadas científicas, que llevan la ciencia a lugares improvisados. Ha escrito varios libros, colabora con diversos medios de comunicación y es miembro de la familia Naukas desde su nacimiento. No se cansa de contar que explicar y entender la ciencia es algo hermoso y que, si das con la tecla, puede ser sencillo y divertido.

 

¿De dónde te viene la curiosidad científica?

Supongo que todos los humanos tenemos de forma innata un cierto grado de curiosidad por comprender cómo son y cómo funcionan las cosas. Más adelante, el sistema educativo constriñe de manera notable esa capacidad para explorar; mantener y alimentar esa curiosidad es una forma de rebeldía que exige dedicación.

Desde pequeño me gustaba entender cómo funcionaban las cosas, y me interesé sobre todo por la electrónica y la mecánica. Con 12 o 13 años tenía claro que para entender los juguetes había que romperlos y abrirlos. Por ejemplo, con el motor que había dentro de la barriga de una muñeca de mi hermana hice un coche con control remoto, de los que funcionaban con un cable a modo de cordón umbilical, y con los restos de un reloj electrónico instalé una alarma en el cajón de mi mesita de noche para que sonara cuando alguien lo abriera. Parte de ese interés por construir cosas lo saqué de unos de mis tíos, que era ebanista y al que también le gustaba cacharrear. Mi curiosidad venía también del gusto de mi padre por la naturaleza.


Tu formación tiene mucho de autodidacta y tienes un punto de ‘outsider’. ¿Qué te parecieron el colegio y el Instituto?

Pasé esa época en Foz, en la costa de Lugo, en donde viví hasta los 18 años. En el colegio creo que aprendí más en los recreos que en clase; hubo una época en la que dedicaba mucho tiempo al ajedrez. Me fascinaba ese juego, muy útil para el desarrollo juvenil, cuando apenas tenemos formada la corteza prefrontal, porque ayuda a fijar la atención, a reflexionar sobre tus acciones, focalizar problemas, buscar soluciones, tomar decisiones y observar las consecuencias.

En aquellos años de primaria apareció también el cubo de Rubik, un puzzle maravilloso que me absorbió por completo. Me hice con uno y no paré hasta que di con la manera de solucionarlo. Me convertí así en el recomponedor de cubos: los compañeros del cole venían con sus puzzles para que se los devolviera ordenados.


¿Cómo entiendes el aprendizaje?

La reflexión que puedo hacer del aprendizaje es que, en mi caso, se basa en gran medida en la experiencia propia. En el Instituto supongo que pensé que podría aprender más sobre el mundo, pero no. Salvo con las matemáticas, que me parecían mágicas y que nos las impartía Conchi, una profesora encantadora, con el resto de asignaturas no sentí ningún tipo de pasión especial. Ahora, de forma retrospectiva, pienso, por ejemplo: ¿Cómo es posible que algo tan fascinante como el lenguaje se nos enseñe a esas edades de una manera tan terrorífica e inútil, llenando nuestras cabezas de clasificaciones y análisis sintácticos, cuando hay un montón de aspectos maravillosos que contar para generar atracción por el tema?

Tuve profesores dedicados, pero no recuerdo casi nada de los cientos de folios que escribí, pruebas manuscritas que aún guardo y que pasaron por mis músculos pero no se quedaron en mis neuronas. Nadie nos habló de los libros que leían, ni de la naturaleza que nos rodeaba, algo que hoy parece incomprensible. En cualquier caso, de aquella época sí saqué dos grandes pasiones: la informática y la geología.


¿Autoaprendizaje, de nuevo?

En el caso de la geología, me adentré en ella al comenzar el instituto. Varios amigos descubrimos que un espigón que acababan de construir en la playa de Foz era, literalmente, una mina; allí había de todo: pirolusita, molibdenita, pirita, turmalina… Al salir de clase íbamos con nuestros martillos y cinceles a arrancar esos tesoros. Hacía también intercambio de minerales, un entretenimiento que me ha llegado hasta hoy: siempre estoy con piedras cerca. Sobre la informática, en aquellos años comenzaban a aparecer los PC, pero casi nadie tenía uno; estábamos a mediados de los años 80 y todavía eran cacharros muy caros. Yo los había visto en algunas exposiciones y en las películas; recuerdo que me marcó mucho ‘Juegos de guerra’, en la que un chaval se infiltra en sistemas informáticos del gobierno de EE.UU.

Durante mucho tiempo me dediqué a acosar a mis padres para convencerlos de que me compraran un ordenador y, aunque al principio eran reacios –por la novedad del asunto; nadie tenía uno, “¿para qué quieres eso?”–, al final aceptaron invertir 14.000 pesetas en un Sinclair ZX-81, el hermano pequeño del Spectrum. Con esa computadora minúscula aprendí programación de manera autodidacta. Me encantaba porque era algo muy creativo. La programación puede parecer abstracta y fría, pero es muy emocionante. Escribir código es un reto muy estimulante, porque para resolver un mismo problema siempre hay varias maneras de abordarlo. Además, lo que haces casi nunca funciona a la primera, por lo que avanzar es todo un reto. En parte se parece al ajedrez, es algo muy útil para el desarrollo de tus habilidades cognitivas.

Después, en 1986, apareció en cometa Halley y no tuve más remedio que vender el ZX-81 por la mitad de su precio para comprarme unos prismáticos (Tento 10 x 50) y así tratar de ver al visitante interplanetario. En el libro ‘Cosmos’ de Carl Sagan había visto una y otra vez dos fotos de ese cometa, tomadas en su anterior visita de 1910. ¡No podía perderme la oportunidad! Llamaba por teléfono a la Casas de las Ciencias de A Coruña para que me dieran las coordenadas diarias, y así poder localizarlo. No era nada espectacular, tan solo un pequeño y tenue borrón de luz, pero observarlo de primera mano te hermanaba con Johannes Kepler y Edmond Halley, que lo vieron en los dos pases que el cometa dio respectivamente a comienzos y finales del siglo XVII. ¿Algún profesor de nuestro instituto se preocupó del tema? No.

Xurxo Mariño, cerebro en mano, en un acto divulgativo organizado por Museos Científicos Coruñeses (fotografía: Xurxo Lobato).


Estudiaste Biología. ¿Por qué?

Cuando llegó el momento de elegir, a finales de los años 80, en un primer momento me interesaba la informática. Pero decidí hacer otra cosa porque me pareció que, gracias a mi cacharreo autodidacta, era un campo en el que ya tenía una cierta formación, así que preferí explorar otros caminos. Mis padres querían que hiciera alguna ingeniería, porque tenía muchas salidas, pero en aquel momento lo que más me interesaba era la biología, a pesar del profesor que tuve en COU: me echó del aula el primer día de curso por ponerme un pendiente en mitad de la clase. Siempre le saqué buenas notas, pero él no se lo creía, me tenía fichado dentro de las bestias salvajes. Tengo bastante claro que en la vida hay que tratar de estudiar y dedicarse a lo que a uno más le gusta, independientemente de si tu afición tiene más o menos salidas laborales; si haces lo que te gusta, lo harás bien, y entonces no tendrás problema para salir adelante.


¿Hacia qué ramas de la Biología te fuiste enfocando?

En la carrera de Biología en la Facultad de Santiago en aquella época había tres ramas principales que te llevaban al estudio de las plantas, de los animales o a la parte más fundamental de bioquímica y genética. Yo me dejé llevar hacia lo que más me atraía en aquel momento, que era la zoología, porque además la veía menos abstracta que la bioquímica. Como la genética también me gustaba mucho, la estudié dentro de las asignaturas optativas, que son una de las mejores cosas que tienen las carreras universitarias. Básicamente lo que hice fue asistir a las clases que me gustaban, y no ir a las que no me interesaban. Luego estudiaba, claro. No era de tomar muchos apuntes, porque lo que yo quería era disfrutar de la clase y de los buenos profesores, y no pasar todo el rato copiando como si fuera un robot.

No quise quedarme en Estados Unidos; está muy bien para investigar, pero el modus vivendi no me atraía en absoluto: en Galicia tenemos pulpo, ferias y la gente no lleva armas por la calle


Dentro de la zoología, desarrollaste interés hacia un ámbito que marcó tus primeros años como investigador: la entomología. ¿Qué te aportaba?

Mi pasión por la entomología fue apareciendo al comprobar que los insectos son tan pequeños como variados e interesantes. En los dos últimos años de carrera entré en el Departamento de Zoología con una beca para comenzar a hacer investigación, en el laboratorio de Francisco Novoa; sin embargo, lo primero que hice fue programar. Resulta que alguien se había enterado de que sabía hacerlo, así que el primer día que entré en el laboratorio me preguntaron por programación, les dije que sí, y a los pocos días estaba haciendo un software de análisis estadístico. Ese programa se utilizó en más de una tesis doctoral. Estuve un tiempo trabajando en la biogeografía de escarabajos, de donde salió mi única publicación científica en ese campo. También me fascinaban las hormigas: conocer las hormigas y sus hormigueros es asombroso; son unos animales que crean unas cosas alucinantes.


Pero tu tesis no trató sobre insectos, sino que ya estaba enfocada en la especialidad que ha marcado tu carrera. ¿Cómo llegaste a las neurociencias?

Las investigaciones que se hacían en el Departamento de Zoología en donde comencé eran esencialmente de taxonomía, algo que termina siendo tedioso y poco estimulante. Así que decidí cambiar: me reuní en una cafetería frente a la Facultad de Medicina con dos amigos que acababan de comenzar su carrera como neurocientíficos, Casto Rivadulla y Luis Martínez. Me contaron lo que hacían y me llevaron al laboratorio: una habitación llena de aparatos electrónicos, cables, y más aparatos y más cables, el jardín de las delicias. Hoy ambos son dos grandes neurocientíficos. Así que me incorporé al Departamento de Fisiología de la Universidad de Santiago y conocí a mi futuro director de Tesis, Antonio Canedo, una persona rigurosa que no se anda con tonterías, pero que, si te aplicas, sabe sacar lo mejor de ti.


La tesis se tituló ‘Influencia de la corteza sensoriomotora sobre la transmisión somatosensorial en el gato anestesiado’. ¿Fueron años bien aprovechados?

Mi tesis fue fruto de cinco años de experimentos de cierta complejidad, en los que apliqué conocimientos previos y nuevos sobre fisiología, electrónica, programación, cirugía, anatomía, procesamiento digital de datos, etc. Buena parte del trabajo consistía en descifrar la estructura de conexiones de circuitos neuronales a partir de las señales electrofisiológicas que registrábamos. Aquellos años fueron una escuela de aprendizaje múltiple. Dormí poco y trabajé en experimentos que obligaban a tomar decisiones muy rápidas, a la vez que manipulabas varios aparatos al mismo tiempo. Esos cinco años me permitieron profundizar en la electrofisiología neuronal, algo que luego me abrió muchas puertas. Para mi tesis realicé los experimentos más complicados y exigentes –tanto física como mentalmente– que he hecho nunca.

Viajar es una de las grandes pasiones de Xurxo Mariño, junto con la geología y la fotografía. La imagen está tomada en el desierto de Atacama, en Chile (fotografía: Elisa Couto).


Acabaste la carrera, hiciste la tesis… ¿Qué opciones valoraste luego?

Al rematar la tesis doctoral en Santiago me fui para la Universidad de A Coruña a trabajar como profesor ayudante, continuando con la investigación en neurociencia en el laboratorio de Javier Cudeiro (el laboratorio se llama Neurocom) y dando clases de fisiología animal y otras asignaturas. Allí, por cierto, escribí el que aún es mi libro de consulta sobre este ámbito, una especie de manual que nunca he publicado. Como me seguía atrayendo todo lo relacionado con la electrónica, la programación y el análisis de datos, también di, junto a mi amigo Félix Sánchez Tembleque, que es ingeniero industrial, una asignatura llamada Tratamiento de datos en las técnicas instrumentales. Me parecía una asignatura estupenda: los alumnos tomaban datos fisiológicos -por ejemplo un electrocardiograma-, aprendían a manejar los aparatos y, a continuación, también aprendían a hacer un pequeño programa para analizar los datos.

En aquella época, tras la tesis y con la formación que había adquirido en la universidad, podía ir a hacer la formación posdoctoral a un abanico amplio de centros. Primero pensé en Nueva York, y surgió la oportunidad de ir a investigar con Rodolfo Llinás a la Universidad de Nueva York (NYU), uno de los científicos más relevantes en el campo de la neurofisiología. Estuve unos días en su laboratorio y decidí que quería quedarme, pero sucedió algo que lo cambió todo. Mi amigo Casto había ido al Massachussetts Institute of Technology (MIT), en Boston, hablaba maravillas y yo me paré y pensé: “Hostia, el MIT, el lugar sagrado de la investigación”. Así es como conocí a Mriganka Sur, que en aquel momento era el director del Department of Brain and Cognitive Sciences, un científico con un espíritu creativo, luminoso y desbordante de energía. Le di varias vueltas al asunto y al final le dije ‘no’ a Llinás, algo que no fue nada fácil. Creo que no le sentó muy bien.

No conocemos el cerebro en absoluto; poco a poco avanzamos y aplicamos conocimientos, pero estamos lejos de comprender muchos de sus aspectos básicos


¿En qué trabajaste en el MIT?

En Boston – en realidad el MIT está en Cambridge, frente a Boston, cruzando el río Charles- trabajé junto a James Schummers en unos experimentos fascinantes para tratar de resolver un problema de computación neuronal relacionado con la arquitectura de las conexiones de la corteza cerebral, en los que combinamos electrofisiología con una técnica que acababa de inventarse para generar imágenes de la actividad cerebral. Teníamos que comunicar entre sí aparatos para los que no existían interfaces comerciales, así que las construimos soldando cables aquí y allá. También nos dedicamos a escribir el software que controlaba todo el ‘bacalao’. Al principio James estaba convencido de que no lo conseguiríamos porque eran muchas variables sueltas, pero poco a poco la cosa fue tomando forma, y al final conseguimos montar un laboratorio en el que se hacían registros intracelulares de neuronas individuales al mismo tiempo que se generaba una imagen de la actividad de la corteza cerebral. Los resultados fueron portada de la revista Neuron y también los publicamos en Nature Neuroscience. Trabajar con James fue maravilloso.


¿No quisiste quedarte en Boston?

Pues no. Al igual que tantos otros investigadores extranjeros, creo que no habría tenido muchas dificultades para desarrollar una carrera científica en EE.UU., pero mi compañera Eli estaba en Santiago y, además, en Galicia tenemos pulpo, ferias y la gente no lleva armas por la calle. Estados Unidos está muy bien para investigar, pero el modus vivendi de ese país no me atraía en absoluto.


Docente, investigador… ¿Alguna vez has pensado aparcar alguna de estas dos ‘patas’ de la ciencia para dedicarte más a la otra?

Bueno, ahora mismo estoy de excedencia y tengo aparcadas las dos, porque no era capaz de mantener esas actividades y la divulgación al mismo tiempo. En cualquier caso, además de la investigación, la docencia es algo maravilloso porque te obliga a estar alerta, a aprender a transmitir, a actualizarte continuamente. Hoy en día mi docencia consiste en las charlas, los libros que escribo y otras actividades de comunicación.


¿Cuándo empezaste con la divulgación?

Durante la carrera participé junto a otros compañeros en la puesta en marcha tanto de un grupo de educación ambiental como de una pequeña revista (un fanzine que se llamaba ‘Hallucigenia’) en la que había un poco de todo (artículos de opinión, de ciencia, cómic, entrevistas, etc). Fueron mis años de mayor activismo social, un tiempo en el que también empecé con otras de mis grandes pasiones, la fotografía. De hecho, con mi primera beca de estudios compré una cámara que sería mi amiga inseparable durante mucho tiempo: una Minolta X300.

Mi primer artículo divulgativo lo escribí en una revista que se hacía en la Facultad de Física,  ‘La gota de Millikan’. Trataba sobre la batalla evolutiva que se montan los murciélagos –con su mecanismo de ecolocalización– y las mariposas nocturnas –con sus estrategias para eludir o engañar al sónar de los murciélagos–. Dejé de hacer divulgación durante los cinco años de la tesis, porque la investigación me absorbía por completo (lo poco que me quedaba se lo llevaba la juerga nocturna compostelana, que también era importante).

En Boston retomé la divulgación gracias a Manuel Gago, director del portal web culturagalega.gal, del Consello da Cultura Galega, que me sugirió escribir artículos para la web, tanto científicos como de mi experiencia en el MIT. De esos artículos surgieron mis dos primeros libros, y mis primeras colaboraciones en los medios de comunicación llegaron a mi vuelta de Boston, tanto en la Radio Galega como en la Televisión de Galicia (con un programa de ciencia llamado Conexións). Poco después, junto al actor Vicende Mohedano, surgieron los Discurshow, charlas-espectáculo teatralizadas que brotan de la combinación del ‘discurso’ y el ‘show’.

En una de las clases en la Universidad de A Coruña, donde Xurxo Mariño ejerce la docencia y la investigación (en la actualidad está en excedencia). Imagen cedida por el entrevistado.


¿Cómo conociste Naukas?

Fue a través de Iñako (Juan Ignacio Pérez). Nos conocimos primero en Twitter y luego en un Discurshow incipiente que representamos Vicente y yo en el Eureka! Zientzia Museoa de Donostia. A través de Iñako, y en varias comidas –que es como se deben hacer las cosas–, me encontré con los fabulosos Javier Peláez y Antonio Martínez Ron. Después, en el primer evento Amazings en Bilbao, en 2011, conocí a Miguel Artime y al resto de la familia. Naukas es como la poción de Abraracurcix, el druida de los cómics de Asterix: una olla en ebullición de la que brotan aromas muy diversos, que alimentan el alma y generan poderes mágicos muy gratificantes.


¿Cómo definirías el cerebro?

El encéfalo de los humanos modernos es un sistema complejo de procesamiento distribuido y conectividad funcional dinámica que permite tomar decisiones no estereotipadas, variables y creativas, adaptadas a cada circunstancia particular. Se alimenta de las entradas sensoriales y de lo que está almacenado en la memoria, y el resultado más poderoso de su actividad es la emergencia de pensamiento simbólico y de comportamientos no prefijados.


¿Comprendemos su funcionamiento?

No, en absoluto. Poco a poco avanzamos y aplicamos el conocimiento que se obtiene, pero estamos lejos de comprender muchos aspectos básicos del cerebro, como el funcionamiento de la memoria, la asignación de significados (¿cómo dota el cerebro de significado a una palabra?, ¿qué es el procesamiento semántico?), la capacidad de poder causal (¿pueden los estados mentales generar de novo un comportamiento?), y muchos otros, junto, por supuesto, al enigma supremo de la emergencia de la mente consciente.

Las ‘emboscadas científicas’ son actividades de divulgación que se realizan sin que la gente acuda a ellas: están pergeñadas para sorprender a quien va a tomar una caña a un bar

Comprender el sistema nervioso humano plantea además un problema filosófico, ya que no sabemos si es posible que un sistema como este se pueda comprender a sí mismo, un callejón sin salida similar al que plantean los teoremas de incompletitud de Godel, postulados con base en la lógica matemática que establecen limitaciones sobre lo que es posible demostrar. No podemos salirnos de nuestro propio cerebro para pensar sobre él. Además, nuestro pensamiento no tiene una relación directa con la naturaleza, sino que está atrapado en lo metafórico; somos incapaces de escapar del lenguaje, que es nuestra herramienta de reflexión, estamos sujetos a su estructura y simbolismo. Todo esto puede dejarnos en una vía muerta, una situación en la que no es posible trascender nuestro sistema nervioso para observarlo desde fuera. Quizá nunca lo comprendamos o, a lo mejor, estos problemas resultan ser nada más que una maraña conceptual de la que es posible salir. En cualquier caso, hay que intentarlo.


En 2013 decidiste parar y dedicar un año entero para dar la vuelta al mundo. ¿Qué tal fue la experiencia?

Muy enriquecedora, desde luego. Mi compañera Eli y yo pudimos detener un poco nuestro trabajo, y escaparnos. Estuvimos fuera once meses, entre 2013 y 2014, un viaje que nos llevó casi otro año de preparación. Era un viaje de placer y exploración, pero también una oportunidad para otras cosas, como escribir y sacar fotos. De hecho, aún tengo más de 14.000 imágenes para procesar, y muchas notas sobre las que escribir. Ese viaje, del que salió el libro ‘Tierra’, me permitió conocer y comprender muchas cosas por mí mismo, sin que me las contaran.


¿Como cuáles?

Una de las cosas que experimentamos es que el mundo es, en efecto, esférico, algo que tiene gracia comprobar por uno mismo. Viajamos haciendo eses, pero siempre hacia el Oeste, de tal manera que regresamos al mismo punto de partida apareciendo por el Este. Decenas de miles de kilómetros para, al final, acabar en el mismo sitio.  Al completar nuestra vuelta al mundo perdimos un día del calendario, todo lo contrario que Phileas Fogg en el libro de Verne (que viajó hacia el Este), así que en nuestro caso habríamos perdido la apuesta [risas]. Además, vi muchas conexiones culturales, geológicas, biogeográficas o sociológicas. Ver mucho en poco tiempo es una buena manera de captar esas conexiones, procesos que se repiten aquí y allá.

Comprobé, por ejemplo, que los grandes desiertos siempre aparecen en las mismas latitudes, y que hay fósiles parecidos en los mismos estratos de la Tierra, pero en lugares separados por miles de kilómetros. Por otro lado, también pude comprobar que la gente es, por lo general, amable y buena, y que el mundo no es un lugar de por sí peligroso, salvo excepciones que en muchos casos es posible prever. También me quedo con lo maravilloso que fue escuchar muchos idiomas diferentes, aprender algo de ellos y poder decir en muchos lugares y de manera distinta cosas básicas como ‘hola, buenos días; por favor, dos cervezas’.


¿Cuál es el medio en el que más te gusta divulgar?

Pues no lo tengo muy claro.  Cada medio genera un ritmo y tiene unas posibilidades distintas. En las charlas presenciales puedes mirar a los ojos a las demás personas, captar algo de sus emociones y adaptar tu discurso. Con la radio puedes meterte en la intimidad de un conductor solitario que escucha tus palabras a la vez que entretiene su mirada en campos de trigo. La tele, como espectador, no la uso, pero como comunicador puedes llegar a muchísima gente y enriquecer las explicaciones con trucos de realidad virtual o cualquier otro malabarismo técnico. Lo que sí que tengo claro es lo que no me gusta: aborrezco dar charlas online.

Imagen junto a un ‘set-up’ de electrofisiología, durante su estancia posdoctoral en el MIT (Boston, EE.UU.), donde llevó a cabo estudios sobre computación neuronal (foto: Christine Waite).


¿Qué opinas de la separación que suele hacerse entre letras y ciencias?

Creo que es una lamentable consecuencia del sistema educativo que inventamos en Europa tras la Ilustración. Despojar de su peso a los dogmas religiosos estuvo muy bien, pero separar el resto del conocimiento en compartimentos semiestancos, no tanto. Desde luego que es necesario especializarse para profundizar con rigor en cualquier campo, pero no a las edades de la educación obligatoria.

Por otra parte, que una persona adulta y culta se considere ‘de letras’ o ‘de ciencias’, lo que indica es que todavía no ha alcanzado ni la adultez ni la cultura, lo cual no es una crítica, sino una oportunidad para el regocijo en todo lo que le queda por descubrir.


¿Qué son las emboscadas científicas?

Actividades de divulgación que se realizan sin que la gente acuda a ellas, sino que están pergeñadas para sorprender a quien va a tomar una caña a un bar. Es una manera de comunicar la ciencia a muchas personas que nunca se habían planteado acudir a una charla, o a un taller científico. Lo maravilloso es que prácticamente nadie se va del bar cuando se ve atrapado en la emboscada; la peña se deja atracar.


¿Cómo valoras los libros como herramienta de divulgación científica?

No veo mejor manera de encapsular el pensamiento de una persona para que, trascendiendo el tiempo y el espacio, pueda llegar a la mente de cualquier otra persona; una recepción que se hace, además, al ritmo de quien lee, en lo más íntimo de su mente.

El exceso de información nos obliga a ser cautos y meticulosos en la manera de acceder al conocimiento; es algo que exige esfuerzo y que dificulta nuestra comprensión del mundo


¿Qué crees que aportan las redes sociales para contar la ciencia?

Supongo que mucho ruido y pocas nueces. Más que contar, lo que se hace con las redes sociales, y está muy bien, es anunciar la ciencia.


Evolución y lenguaje. ¿Cómo están conectadas?

Por una parte, el lenguaje ha tenido una evolución, tanto biológica como cultural, un proceso que todavía no se conoce bien porque las palabras no fosilizan, pero que ha tenido lugar de forma indiscutible. Investigar esa evolución es uno de los grandes retos de la ciencia. Por otra parte, el lenguaje es la característica más sobresaliente de la evolución cultural humana de, al menos, los últimos 150.000 años, una evolución cultural que a su vez tiene consecuencias en la evolución biológica, a través de procesos como la construcción de nicho o el efecto Baldwin.


¿Cómo pueden influir fisiológica, social y culturalmente las tecnologías digitales en nuestro neurodesarrollo?

No soy capaz de dar una respuesta a eso, es una pregunta demasiado abierta. Durante la vida de una persona se conocen algunos efectos cognitivos de, por ejemplo, el uso de videojuegos de acción: se facilita la velocidad de reacción y algunas habilidades motoras, lo que puede ser útil si quieres dedicarte a la cirugía. Los posibles efectos sociales y culturales se salen de mi conocimiento y capacidad de síntesis.

 

En ‘Neurociencia para Julia’, tu tercer libro tras ‘Los dados del relojero’ y ‘Polvo de estrellas’, trataste de explicar lo que sabemos de nuestro sistema nervioso. ¿Cómo nació el libro?

Fue una propuesta concreta de la editorial Laetoli. El libro forma parte de una serie en la que los títulos se dirigen, al modo de la ‘Ética a Nicómaco’, a algún adolescente con ansias de saber.

 

¿Qué libros te han influido más en tu acercamiento a la ciencia?

No tengo ningún canon particular. Es, además, una familia en constante actualización. Por citar algunos títulos que, de alguna manera, están instalados en mi forma de pensar, de explorar y de contar la ciencia, te diría libros como ‘La naturaleza de las cosas’, de Lucrecio; ‘Vestigios de la historia natural de la creación’, de Robert Chambers; ‘Fisiografía: una introducción al estudio de la naturaleza’, de Thomas H. Huxley; ‘El viaje del Beagle’, de Charles Darwin; ‘El mundo en el que vivo’, de Helen Keller; ‘Cosmos’, de Carl Sagan; ‘El relojero ciego’, de Richard Dawkins; o ‘Antropología del cerebro’, de Roger Bartra.


¿Qué personas consideras que han sido referentes en tu vida y/o tu carrera?

Además de Eli, mi compañera, y de muchos amigos y familiares; mi padre me enseñó a observar la naturaleza y el profesor de ciencias Gustavo Varela (que no me dio clase, pero sí muchas lecciones) me mostró la fascinación por las rocas y las nubes. Después vinieron más maestras y maestros, que conocí en persona o en los libros.


Desde tus conocimientos de neurobiología, ¿qué crees que es soñar?

Una activación desordenada de la corteza cerebral, desconectada en gran medida del mundo sensorial exterior y con una narrativa inventada ad hoc, con escasas posibilidades de interpretación y sin ninguna función conocida, salvo alimentar el sano cotilleo y la creatividad artística.


¿Qué te aporta la fotografía? ¿Es una afición que se relaciona con tu vínculo con la ciencia?

No, no tiene que ver con mi actividad científica. Es una forma de expresión, y también de goce creativo, por varias razones: me fascinan sus posibilidades plásticas, su capacidad para fijar el tiempo y ejercer tanto de memoria como de extensión del sistema visual, su poder de comunicación.


¿Crees que la infoxicación y la sobreinformación que recibimos puede dificultar nuestra comprensión del mundo?

El exceso de información (sea veraz o no; ese problema ha existido siempre) nos obliga a ser cautos y meticulosos en la manera de acceder al conocimiento. Esa cautela y esa meticulosidad exigen esfuerzo y, en ese sentido, sí que se dificulta nuestra comprensión del mundo. Supongo que lo importante es ser consciente de que la información no es conocimiento.


¿Cómo valoras el estado actual de la divulgación científica en España?

Hace unos años una comisión del Consello da Cultura Galega elaboró un informe sobre la divulgación de la ciencia en Galicia que dio como resultado un volumen de 380 páginas. Hace cien años un estudio similar daría lugar a un informe mucho más escueto. Así que, en volumen de entusiasmo y de actividades, y trasladando los resultados a toda España, la situación parece muy buena y en plena ebullición. Sin embargo, evaluar algo ‘a peso’ puede no ser significativo del rigor o la calidad. Como en cualquier otra actividad, el abanico es muy amplio y la eficacia o valor social de las distintas estrategias es en muchos casos discutible. Si tuviera que resumir, diría que progresamos adecuadamente.

Al natural. Xurxo Mariño tiene una estrecha relación con la fotografía desde hace muchos años (fotografía: Elisa Couto).

 

NOTA FINAL: Esta entrevista, realizada por el periodista José A. Plaza, forma parte de una serie de conversaciones-entrevistas con divulgadores y divulgadoras de la ciencia. Antes de ésta se han publicado las siguientes entrevistas:

Esta serie surgió tras la publicación de este reportaje sobre el décimo aniversario de Naukas, publicado en 2020, y continuará con nuevas entregas. En cada entrevista se habla sobre la labor de la persona entrevistada como científico/a y/o comunicador/a, sobre su campo científico de trabajo, sobre la relación con Naukas y sobre la divulgación científica en general.



Por José Antonio Plaza, publicado el 10 abril, 2023
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