La lectura detallada del tortuoso sendero que recorrió la ciencia del cambio climático desde el siglo XIX, me convenció hace unos años de que nuestro conocimiento actual sobre el cambio climático antropogénico no ha sido más que el resultado del intento —habitual en cualquier disciplina científica— de formular mejores hipótesis y de mayor alcance. Suele ser una muy mala idea ignorar la historia. Y la historia del descubrimiento del papel del CO2 en el clima de nuestro planeta reúne a algunas de las mentes más brillantes de la ciencia de los últimos dos siglos que se embarcaron apasionadamente en la noble búsqueda de la causa de las eras glaciales que habían dominado de manera cíclica el pasado geológico de La Tierra.
No sé si seré capaz de dar la talla a la hora de contar lo esencial de una amalgama de ideas que abarca varias disciplinas, pero sí que puedo asegurar al lector que se trata de un viaje que puede dotarle no sólo de una nueva perspectiva sobre la ciencia del cambio climático, sino de herramientas para luchar contra la desinformación a la que nos tiene acostumbrada la red en este asunto de especial relevancia social.
Una breve historia del descubrimiento de las eras glaciales
Durante largas veladas invernales de 1836 a 1837, el zoólogo y geólogo suizo Jean Louis Rodolphe Agassiz (1807-73) discutió con su ex-compañero de pupitre, el botánico y poeta germano Karl Friedrich Schimper (1803-67), la idea de la existencia de las eras glaciales y las evidencias disponibles en su favor. Reunidos en la casa de Agassiz —situada en la localidad suiza de Neuchâtel, a 38 km de Berna— el encuentro fue tan productivo para la ciencia como el de Lennon y McCartney para la música pop, al juntarse personalidades y modos de ver las cosas tan diferentes que a la postre significaron el complemento decisivo que necesitaban el uno del otro para crear algo grande. Mientras Agassiz razonaba a partir de hechos concretos, Schimper era mucho más teórico y generalista.
En el verano de 1837, Agassiz presentaba su síntesis de la teoría de la eras glaciales ante la Sociedad Suiza de Ciencias Naturales, acogida con mucho escepticismo por una comunidad que veía la historia geológica de nuestro planeta como un enfriamiento progresivo desde un estado inicial de material fundido.
El desplazamiento y la erosión de las rocas, la formación de estrías y las piedras amontonadas observadas en los paisajes alpinos le llevaron a la conclusión de que aquella zona del planeta había estado enterrada en algún momento bajo kilómetros de hielo. Hacia finales del siglo XIX se empezó a asentar la idea en la comunidad geológica de la existencia no de una, sino de varias eras glaciales en los últimos millones de años, una edad geológica conocida como Pleistoceno.
No fue hasta la década de 1870 cuando el escocés James Croll (1821-90) proporcionó un posible mecanismo de detonación de una era glacial: las variaciones orbitales de la Tierra. Croll era un personaje curioso. Sin educación formal, insaciable lector —probablemente para hacer más llevaderos sus problemas de salud— y autodidacta en varias disciplinas, intercambió correspondencia con Darwin y con Lyell, dejando a este último tan impresionado con sus ideas, que le consiguió un trabajo de oficina en el Servicio Geológico de Escocia en 1867.
Croll estableció la precesión de los equinoccios y la excentricidad de la órbita terrestre como las variables orbitales clave que proporcionaban la disminución de la insolación necesaria en el hemisferio norte. Consideró así, como condición para el inicio de una edad de hielo, la coincidencia entre el máximo alejamiento de La Tierra y el solsticio de invierno.
Los cálculos de Croll le llevaron a datar, erróneamente, el comienzo de la última era glacial hace unos 250,000 años y su finalización hace unos 80,000. Pero el mecanismo detonador quedó huérfano de un mecanismo amplificador para explicar la magnitud del cambio climático de unos 5-10ºC producido durante los ciclos glaciales e interglaciares.
Croll fue precisamente pionero en proponer el mecanismo de retroalimentación (feedback) del albedo provocado por el aumento de hielo superficial que aumenta la reflexión de la superficie terrestre, contribuyendo a su vez a un mayor enfriamiento y formación de hielo. También propuso otra amplificación climática debida a la distribución del calor provocada por cambios en los patrones de vientos y corriente oceánicas.
Croll refinó sus cómputos e incluyó posteriormente la oblicuidad de la eclíptica. Pero la correspondencia entre sus resultados y la escala temporal de las glaciaciones proporcionada por la evidencia geológica no convenció a la comunidad de geólogos. Y como tanta otras veces ha sucedido en ciencia, el mérito de la propuesta de la variaciones orbitales como mecanismo detonador de las glaciaciones se lo adjudicó finalmente el científico serbio Milutin Milanković, que resucitaría la hipótesis y mejoraría los cálculos durante la década de los veinte y los treinta del siglo XX, consiguiendo una correspondencia suficientemente convincente entre las variaciones orbitales y los ciclos glaciales.
Los químicos entran en escena
Sería el físico y químico británico de origen irlandés John Tyndall (1820-93) el que introduciría un nuevo mecanismo amplificador mediante la observación de las propiedad de transmisión del calor de los gases de la atmósfera. Para ello diseñó y construyó un espectrofotómetro en el que colocó los gases constituyentes del aire con objeto de determinar su habilidad de absorber el calor.
Y de esta forma constató en 1859 que el oxígeno y el nitrógeno transmitían perfectamente el infrarrojo —conocido en la época como rayos caloríficos, oscuros o no-luminosos— emitido por la superficie terrestre. Por el contrario, el CO2 y el vapor de agua sí que atrapaban dicha radiación, por lo que comparó este último con una presa que almacena calor en la atmósfera. Consideró además la posibilidad de la existencia de algún mecanismo de secado que disminuiría la absorción de los “rayos oscuros” y terminaría por provocar una era glacial.
La hipótesis de las eras glaciales pronto llegó a Escandinavia para quedarse. Seguramente, los científicos nórdicos no tuvieron ningún problema en globalizar el rastro dejado por lo que hasta entonces asumían como una glaciación local modeladora de la geomorfología de la región. El asunto se convertiría en tema estrella en los debates de las Sociedades de Física y Química en Estocolmo.
A finales de 1894 el geólogo Arvid Gustaf Högbom (1857–1940) impartía una conferencia en la Sociedad Sueca de Quimíca sobre los mecanismos geoquímicos que podrían cambiar la concentración de CO2 en la atmósfera —lo que hoy denominamos el ciclo del carbono—. En la audiencia se encontraba un ex-alumno de Högbom que llegaría a ser premio Nobel de química: Svante August Arrhenius (1859–1927). Arrhenius, inspirado por la charla de su ex-profesor, empezó las mismísima Nochebuena de 1894 a elaborar un modelo que demostrara que una disminución de CO2 en la atmósfera provocaría un enfriamiento planetario que induciría una era glacial.
En febrero de 1895 ya sería capaz de presentar un primer boceto de su modelo ante la Sociedad de Física de Estocolmo. Pero necesitaría otro año más para realizar los tediosos cálculos —estimados entre diez y cien mil operaciones— del primer modelo climático de la historia que incluía el efecto del CO2 y el vapor de agua y que demostraría que disminuir a la mitad la concentración de CO2 podría reducir la temperatura media del hemisferio norte en unos 4-5ºC, un cambio climático de la magnitud requerida por la evidencia geológica disponible. Esa ardua dedicación además le costaría a Arrhenius las reiteradas peticiones de divorcio de una esposa que esperaba su primer hijo.
Norteamérica descubre sus edades de hielo
La hipótesis de Arrhenius sería trasladada a la comunidad geológica estadounidense por Thomas Chrowder Chamberlin(1843–1928), el geólogo más influyente en los Estados Unidos anterior a la Segunda Guerra Mundial.
Chamberlin clasificó en 1896 los periodos glaciales e interglaciales en Norteamérica. Atribuyó la disminución atmosférica de CO2 a la erosión de las rocas provocada por largos periodos de deformación de la corteza terrestre que se transferiría a los océanos en forma de bicarbonatos, disparando una nueva glaciación. A diferencia de Arrhenius y Högbom, Chamberlin atribuyó el aumento de CO2 que pondría fin a una era glacial no sólo al vulcanismo, sino a la oxidación de materia orgánica que aumentaría la temperatura obligando a los océanos a desprender más CO2, promoviendo la formación de sulfatos a expensas de los carbonatos.La retroalimentación del vapor de agua —producido con el aumento de temperatura— se encargaría de poner fin al dominio del hielo glacial.
Chamberlin en 1899 había puesto, además, en tela de juicio el calculo de Lord Kelvin de la edad de la Tierra (de unos 20-40 millones de años) y su hipótesis del enfriamiento continuo desde un estado inicial de material fundido. La tasa calculada de acumulación salina en los océanos por los procesos de erosión apuntaban ya en la época a un mínimo de unos 100 millones de años de antigüedad, aunque, todo sea dicho, parece que los geólogos jamás tuvieron en demasiada consideración las cuentas de un físico en sus propias especulaciones internas a la disciplina.
Un error de consecuencias históricas
Arrhenius parecía no tener noticias de los experimentos de John Tyndall ni de sus especulaciones sobre el papel del vapor de agua en el desarrollo de las eras glaciales cuando consideró los cambios de CO2 en al atmósfera como el mecanismo detonador de las glaciaciones, ignorando, además, la hipótesis astronómica de James Croll. Sin embargo, sí que prestaría atención a los trabajos de Joseph Fourier sobre el efecto de la atmósfera en las temperaturas de la superficie terrestre.
En la introducción de su ya legendario artículo de 1896, Arrhenius atribuía precisamente a Fourier la analogía del efecto invernadero que explicaba el papel del CO2 en la atmósfera:
Fourier mantiene que la atmósfera actúa como el cristal de un invernadero, puesto que deja pasar los rayos solares pero impide el paso de los rayos oscuros del suelo.
Convirtiéndose en el creador involuntario de una confusión que continúa hasta nuestros días y que será el punto de partida de una próxima entrada.
Referencias
Imbrie, J.; Imbrie, K.P (1979). Ice ages: solving the mystery. Short Hills NJ: Enslow Publishers
Fleming, J. R. 1998 Historical Perspectives on Climate Change. Oxford University Press
Fleming, J.R. 2006, James Croll in Context: The Encounter between Climate Dynamics and Geology in the Second Half of the Nineteenth Century, History of Meteorology, 3 43-53
Macdougall, J.D. 2013 Frozen Earth: The Once and Future Story of Ice Ages. University of California Press
Krüger, Tobias 2013 Discovering the Ice Ages.International Reception and Consequences for a Historical Understanding of Climate. BRILL
Weart, Spencer 2014 “Past Climate Cycles: Ice Age Speculations” (versión web libre)
Licenciado en física y profe de secundaria, la plataforma de
lanzamiento que me ha traído hasta aquí es la enorme comunidad de
bloguers formada en torno a Blogalia. Desde el blog Ecos del futuro he intentado aportar mi granito de arena en la divulgación del pensamiento crítico.