Homínidos corriendo en la sabana (I): biomecánica y metabolismo del corredor

Por Juan Ignacio Pérez, el 11 junio, 2012. Categoría(s): Biología

Los seres humanos somos sprinters más bien mediocres. Los mejores pueden alcanzar velocidades en torno a 10 m s-1, pero no aguantan a esa velocidad más de 15 s. Los mamíferos más rápidos (caballos, galgos y algunos antílopes) pueden correr a 15-20 m s-1 durante varios minutos.

Además de ser velocistas mediocres, somos poco eficientes corriendo: gastamos, por unidad de distancia recorrida, un 50% más de energía que la mayoría de los mamíferos. Y sin embargo, somos muy buenos haciendo carreras de resistencia, sobre todo cuando hace calor [1]. Somos los mejores de entre los primates, y de un nivel similar al de ciertos carnívoros sociales (como perros y hienas) y ungulados migradores (como caballos y ñús). Los perros de caza suelen correr un promedio de 10 km por día; lobos y hienas corren, en promedio, 14 y 19 km diarios. Esas distancias están al alcance de casi cualquier persona sana y en buena forma física. A modo de referencia, las partidas de caza de los pueblos cazadores que todavía realizan esa práctica en el mundo, superan con holgura los 20 km diarios.

Es posible que la capacidad para correr largas distancias tuviese gran importancia en la evolución de nuestra especie, pues gracias quizás a esa capacidad, nuestros antecesores, mediante la caza, pudieron explotar recursos cárnicos que de otra forma no hubieran estado a su alcance. Desde hace aproximadamente 6 millones de años el clima se ha venido haciendo más seco en las zonas donde evolucionaron nuestros antepasados, en el este y sudeste de África. La selva y los bosques retrocedieron y en su lugar la sabana ganó extensión. Y en la sabana proliferaron los ungulados.

Bajo esas condiciones, grupos de homínidos bípedos, capaces de correr sin descanso largas distancias estaban en condiciones de abatir, antes o después, casi cualquier presa. Contaban con la anatomía y fisiología adecuada para ello.

El primer requisito que debían cumplir los homínidos para desempeñarse con éxito en la sabana es que debían contar con una anatomía idónea para la carrera, porque eso les permitía ser eficientes energéticamente al correr. El primer homínido bípedo (hominino) quizás fue Ardipithecus ramidus (de hace unos 5 millones de años), aunque su pelvis y sus pies indican que también estaba dotado para la vida arbórea. Por esa razón, debido a limitaciones biomecánicas, seguramente su carrera no era demasiado eficiente desde el punto de vista energético.

Es posible que el medio en el que se desenvolvía no fuese la sabana abierta, sino un bosque más o menos denso. Los australopitecinos, que vivieron hace entre 4 y 2,5 millones de años, ya eran claramente bípedos. La eficiencia de Australopithecus corriendo era seguramente más alta que la de Ardipithecus. No obstante, es probable que los australopitecinos no hubiesen alcanzado aún características biomecánicas similares a la de los miembros del género Homo.

Algunas de las características anatómicas que nos permiten ser buenos corredores de fondo son las mismas que se requieren para la locomoción bípeda. Pero hay otras que no se justifican por ese modo de locomoción. Así, la gran importancia relativa que tienen los tendones (por comparación con los chimpancés, por ejemplo) en las extremidades inferiores humanas es una de ellas. Los tendones, junto con otros elementos elásticos de los músculos, permiten ahorrar una cantidad importante de energía.

Esos elementos elásticos actúan como muelles que almacenan energía en la fase de apoyo y la liberan en la fase de balanceo. Algunos indicios (como las características de las inserciones de los tendones en los huesos) sugieren que los australopitecinos se asemejaban más a los simios modernos que a los seres humanos, y que el tendón de Aquiles, -el más importante a esos efectos-, no alcanzó un desarrollo equivalente al actual hasta hace unos 3 millones de años. La planta del pie humano también dispone de elementos elásticos que permiten recuperar hasta un 17% de la energía generada en cada fase de apoyo en la carrera.

Además de lo anterior, también la configuración y contracción de determinados músculos están específicamente orientadas a estabilizar el tronco al correr. Es el caso, por ejemplo, del glúteo mayor y de los músculos extensores espinales, que se contraen de manera intensa al correr, pero no al andar.

Por otro lado, la zancada en la carrera es comparativamente muy larga en los seres humanos, porque las piernas son también muy largas por comparación con las dimensiones corporales. Y ese rasgo, propio del género Homo, nos diferencia de Australopithecus, cuyas piernas eran de longitud inferior (del orden de una tercera parte más cortas).

Otro rasgo ligado, muy probablemente, a necesidades derivadas de la carrera es la gran superficie articular en relación con la masa corporal en la mayor parte de las articulaciones de la anatomía inferior. No ocurre lo mismo en los brazos, ni tampoco en la anatomía inferior de chimpancés y australopitecinos. Esa mayor superficie articular relativa obedecería a la necesidad de atenuar la presión del impacto que genera la zancada en plena carrera.

Pero a la hora de tratar la capacidad para correr, no solo hace falta tener en cuenta la eficiencia energética que depende de condicionantes biomecánicos; también hace falta que la musculatura que interviene en la carrera sea adecuada al trabajo que debe desarrollar. Los vertebrados, en general y simplificando mucho, tienen dos tipos de musculatura esquelética, la fatigable y la no fatigable. Los animales que desarrollan actividad de manera prolongada tienen en sus músculos abundantes fibras no fatigables, que son de contracción lenta y muy resistentes a la fatiga. Son fibras alargadas, de poco grosor, y con alta densidad de mitocondrias y capilares sanguíneos. Requieren un aporte continuo de oxígeno y de sustratos energéticos, y el metabolismo que desarrollan es aeróbico, utilizando rutas lentas pero de eficiencia energética máxima. Esas vías rinden 36 moles de ATP por mol de glucosa (o grupo glucosil) utilizado. Los seres humanos tenemos, en promedio, del orden de un 50% de fibras de este tipo, pero en corredores de fondo pueden llegar a representar hasta un 70% o más. Para correr largas distancias, los homininos de la sabana necesitaban músculos con alta proporción de fibras resistentes, por lo que cabe suponer que en la musculatura de las piernas esas fibras eran la componente mayoritaria, un rasgo que sería consecuencia de una mutación (en el gen ACTN3) relativamente reciente en nuestro linaje.

Por otro lado, además de contar con una buena proporción de fibras no fatigables, los corredores de largas distancias necesitan evitar el agotamiento de las reservas de glucógeno, que es la reserva energética más importante con la que cuentan, y la que se moviliza en situaciones de emergencia. Si se agotan esas reservas, sobreviene una fatiga muscular muy acusada, la conocida coloquialmente como pájara; y puede producirse, además, una hipoglucemia de peligrosas consecuencias. La forma de no agotar el glucógeno consiste en desplegar una velocidad tal que la actividad metabólica se quede lejos de alcanzar el 100% de la actividad aerobia máxima. Si se mantiene por debajo del 70% o el 80% de ese metabolismo aerobio máximo, una parte significativa del combustible necesario para proporcionar la energía corresponde a los triglicéridos intracelulares del músculo, de manera que se puede mantener un gasto moderado de glucógeno y evitar así su agotamiento. Las personas habituadas a correr largas distancias, como seguramente eran los homininos que perseguían presas en la sabana, están especialmente bien dotadas (desde el punto de vista estructural y enzimático) para oxidar triglicéridos. Es una fuente de alto contenido energético y aunque su movilización no es rápida, es ideal para alimentar una actividad moderada y prolongada en el tiempo.

Así pues, los seres humanos contamos con un conjunto de adaptaciones, de carácter anatómico y metabólico, que nos permiten desempeñarnos con éxito en carreras de larga duración. Algunas de esas características son inherentes a la marcha bípeda, pero otras constituyen adquisiciones relativamente recientes y son, por ello, propias de nuestro género. En la segunda parte me ocuparé de la regulación de la temperatura corporal durante la carrera y de cómo esa regulación transformó nuestro aspecto.

[1] Si hace frío o mucho frío, creo que no hay corredores con tanta resistencia física y tan buen rendimiento como los perros de trineo, pero no hay que olvidar que los perros, en general, y los de trineo, en particular, son el resultado de un proceso de selección artificial.

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En Menéame han sugerido el pasaje «Caza por persistencia» de David Attenborough que me ha parecido muy adecuado con el texto del artículo y que además es espectacular.

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Más información y referencias:

ResearchBlogging.orgBramble, D., & Lieberman, D. (2004). Endurance running and the evolution of Homo Nature, 432 (7015), 345-352 DOI: 10.1038/nature03052

Edward F. Coyle (2007): “Physiological regulation of marathon performance” Sports Medicine 37: 306-311

Louis Liebenberg (2008): “The relevance of persistence hunting to human evolution” Journal of Human Evolution 55: 1156-1159

Daniel E. Lieberman y Dennos M.Bramble (2007): “The evolution of marathon running capabilities in Humans” Sports Medicine 37: 288-290

Thure E. Cerling, Jonathan G. Wynn, Samuel A. Andanje, Michael I. Bird, David Kimutai Korir, Naomi E. Levin, William Mace, Anthony N. Macharia, Jay Quade & Christopher H. Remien (2011): “Woody cover and hominin environments in the past 6 million years” Nature 476: 51-56

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