¿Cuál es el hecho más fascinante del Universo?
Tengo la tentación de contestar a una pregunta tan —sí, digámoslo— pretenciosa con una técnica que no por manida lo es menos: acudir a las definiciones del diccionario de «hecho», «fascinante» y, tal vez, «Universo» para hilar un discurso aparentemente coherente que acabara versando acerca de algo que, personalmente, me resulte agradable de cogitar. No me digáis que encajar ese verbo aquí no viene al pelo —al pelo pretencioso, en este caso.
Sin embargo, no sería yo mismo si no cortara en este punto y de raíz esta presuntuosa deriva con otra costumbre muy mía —negar la mayor. ¿El hecho más fascinante del Universo? Ni idea, ni siquiera la más remota. ¿El hecho más fascinante del Universo para mí? Depende. Podría deciros cualquier cosa: de niño, me fascinaban los dinosaurios. Lagartos (ya, ahora son pollos, pero en mi niñez eran aún lagartos) gigantes que dominaron la Tierra y desaparecieron un buen día como por ensalmo, dejando atrás unos restos anonadantes y más preguntas que respuestas. Ya más crecido, en la adolescencia me fascinaba la naturaleza del tiempo, tan inasequible a la razón como real en lo subjetivo. Más específicamente, las secuencias a cámara lenta de Los vigilantes de la playa. La primera edad adulta me encontró fascinándome con la fragilidad de la tecnología: tanto de lo que damos por hecho firme y asentado depende de sistemas que funcionan en equilibrios circenses entre la buena voluntad y la mejor suerte. Lo que llamamos «bienestar», «seguridad» y «mundo civilizado» son espejismos que se mantienen en pie por los denodados esfuerzos de una legión de pequeños planificadores: agua en los grifos, electricidad en los interruptores, trenes en las vías, manzanas en los supermercados.
¿Y ahora? Sin duda alguna, lo que más me fascina ahora es estar yo escribiendo esto y que vosotros me estéis leyendo en vez de estar todos muertos en una catástrofe cualquiera, preferentemente de factura humana. ¡Qué tiempos para estar vivo!
Otra instancia más de Homo sapiens. De pequeño quiso ser científico, astronauta y ganar dos premios Nobel. Conforme fue creciendo estas aspiraciones sufrieron progresivos recortes: finalmente se quedó en ingeniero de telecomunicaciones. Con más años de experiencia de los que quiere reconocer en la intersección del tren con las tecnologías de la información, trabaja en la actualidad en el apasionante campo de la innovación ferroviaria como director de innovación en Telice, S.A.. Tímido en rehabilitación y con más aficiones de las que puede contar, cuando tiene tiempo escribe sobre cualquier cosa que le llame la atención: ciencia, espacio, ingeniería, política…