Durante la primera mitad del s. XX, Edwin Hubble protagonizó, junto con otros astrónomos, una revolución en nuestra concepción del Universo de un calibre parecido a la revolución copernicana, acontecida unos siglos antes. Este cambio de paradigma quedó sintetizado en el nacimiento de un nuevo parámetro: la constante de Hubble. ¿Fue la atenta observación de nuestro sistema solar lo que motivó este cambio, tal y como había motivado el impulsado por Copérnico? ¿Quizás la observación de las estrellas? En absoluto.
La revolución del s. XX fue motivada por la observación minuciosa de unos objetos que habían pasado casi totalmente desapercibidos durante la mayor parte de la Historia, unos objetos que prácticamente ni existían para los astrónomos de la Antigüedad y que, en consecuencia, fueron totalmente ninguneados a la hora de plantear modelos del mundo.
LA PEQUEÑA NUBE
Durante milenios, el firmamento estuvo poblado casi únicamente por estrellas. Incontables generaciones de astrónomos observaron la esfera celestial sin ver en ella más que el Sol, la Luna y gran cantidad de puntos luminosos –un puñado de los cuales tenía la desconcertante propiedad de errar entre la inmensa mayoría que se mantenía fija-. Muy de vez en cuando pasaba un cometa, y a veces surcaban los cielos estrellas fugaces. Fenómenos efímeros que no alteraban el inventario general de los cielos. Además de la gran franja luminosa que aparecía en los cielos las noches despejadas, el rasgo esencial del firmamento nocturno era sin duda los puntos luminosos que brillaban en él imperturbables, en el mismo sitio cada noche.
Los llamaron “estrellas” y a pesar de ser innumerables para el común de los mortales, los astrónomos se empeñaron en contarlos, en clasificarlos según su brillo y, cuando su imaginación se lo permitió, en agruparlos en constelaciones. El Almagesto, el tratado astronómico más completo de la Antigüedad que ha conseguido llegar hasta nuestros días, escrito por Claudio Ptolomeo en el s. II de nuestra era, en Alejandría, menciona sólo siete “estrellas nebulosas” o “nebulosas”: tres de ellas son asterismos -estrellas que forman en apariencia una constelación pero que no está reconocida como tal- y el resto son agrupaciones de estrellas[1].
Un observador tan riguroso, persistente y sistemático como Tycho Brahe, en su obra Astronomiae Instaurate Progymnasmata, menciona sólo seis, aunque sólo una coincide con las documentadas por Ptolomeo. Se considera que el primer astrónomo que dejó constancia escrita de lo que hoy se conoce como galaxia de Andrómeda fue el astrónomo persa Abd-al-Rahman Al-Sufí en el año 964, quien en su obra Libro de las estrellas fijas le adjudicó el nombre de La pequeña nube. ¿Dónde están, a lo largo de la mayor parte de la historia de la Astronomía, todas las nebulosas, galaxias y otros objetos astronómicos que se conocen hoy en día? La respuesta es sencilla: no están. Y también hay una explicación sencilla: el ojo desnudo no tiene sensibilidad suficiente para percibir la increíble variedad de habitantes del espacio profundo.
Nuestra visión puede ofrecernos una imagen espectacular del firmamento nocturno –siempre y cuando nos alejemos del paraguas de sodio de la urbe – pero, a pesar de toda la espectacularidad de esa imagen, la realidad es aún mucho más rica y profunda, y por muy diáfanos que fueran los cielos en la Antigüedad y Edad Media, incontables generaciones de astrónomos se perdieron esa profundidad por carecer de las herramientas necesarias.
Como demuestran los registros históricos, y como podemos comprobar nosotros mismos la noche que nos apetezca alejarnos de la urbe, muy pocas “estrellas nebulosas” pueden apreciarse a simple vista. Y de ellas, únicamente tres son objetos extragalácticos: la galaxia de Andrómeda (M31) y las dos Nubes de Magallanes[2]. Todos ellos se aprecian como pequeñas manchas difusas en el firmamento, leves máculas en la esfera celeste que los antiguos decidieron ignorar a la hora de explicar el mundo. Durante la mayor parte de la historia de la Astronomía, el papel de este tipo de objetos astronómicos en las teorías del Cosmos parece haber sido totalmente nulo. Digo parece pues hay que tener en cuenta el desastre irreparable de la biblioteca de Alejandría y la pérdida en China de innumerables registros destruidos por orden del primer emperador Shih Huang-Ti en el s. III a. de C.
Quién sabe si entre todos los documentos perdidos no habría alguno que recogiera una visión del Cosmos alternativa a la preponderante, una visión en la que las pocas nebulosas visibles se tomaran como prueba de que el mundo de las esferas no era tan perfecto como grandes filósofos de la época pretendían. Quizá, al menos, un documento donde se catalogaran más extensamente los objetos nebulosos y se diera cuenta, como mínimo, de lo que hoy conocemos como la galaxia de Andrómeda. Hubiera o no un documento semejante, lo cierto es que la visión geocéntrica del Cosmos, con el respaldo de Aritóteles y la glosa definitiva de Ptolomeo, se impuso durante siglos y determinó, junto con las limitaciones intrínsecas de nuestro sentido de la vista, la percepción que del firmamento nocturno tuvieron los astrónomos durante casi dos milenios[3].
Hubo que esperar al s. XVII para que la curiosidad de Galileo Galilei, aliada con una innovación tecnológica llamada telescopio, acabara definitivamente con la aparente perfección y sencillez del mundo de las esferas de Aristóteles. El modelo heliocéntrico de Copérnico, las observaciones de Galileo, el trabajo de Johannes Kepler y, un poco más tarde, la teoría de la gravitación universal de Isaac Newton permitieron percibir e interpretar el mundo y sus alrededores cósmicos de una forma completamente nueva en la historia de la Humanidad. Los cometas nunca más fueron heraldos divinos, señales procedentes de un mundo más allá del terrenal e incluso más allá de la comprensión humana, portadores de desastres y calamidades, y pasaron a formar parte de un zoo de fenómenos que, al igual que los caminos de las errantes, empezaban a estar bien domesticados por matemáticas perfectamente comprensibles para el intelecto humano[4].
A medida que cada vez más observadores contemplaban el firmamento bajo el nuevo paradigma, y a medida que se equipaban con nuevos y mejores telescopios, el firmamento se fue poblando de objetos tras los cuales se escondía una variedad y fenomenología que tardaría siglos en comprenderse. No es que antes no estuvieran allí, lo que ocurría era que la percepción humana disponía por fin de herramientas tecnológicas y conceptuales suficientes como para empezar a prestar atención a esos extraños objetos.
Los nuevos observadores no pudieron seguir ignorando toda aquella fauna que aparecía, bajo la mirada de sus telescopios primitivos, como manchas blanquecinas, débilmente luminosas y de contornos imprecisos. Había muchísimas más de las documentadas en los registros históricos y su presencia en el firmamento empañaba la nitidez de la esfera celestial, pero eso ya no sorprendió a nadie ni se tuvo reparos en admitir y estudiar su presencia. Durante el s. XVIII muchas personas miraban el firmamento con la misma atención que un cazador acecha una presa en la sabana africana –y, de hecho, actualmente también-. Una de las presas más preciadas en aquella época eran los cometas y una de las personas más obsesionadas con cazar cometas fue el francés Charles Messier, quien realizó el primer catálogo de objetos celestes que podían ser confundidos con cometas.
Hoy en día puede que nos sorprenda que un observador del firmamento pueda confundir toda una galaxia como Andrómeda con un cometa, pero con los telescopios de la época de Messier los cometas también aparecían como manchas difusas en su aproximación hacia el Sol. La única forma de distinguir si se trataba de un cometa o de una nebulosa era observar pacientemente durante varias noches para comprobar si el candidato a cometa se movía respecto al fondo fijo de estrellas. A Messier le molestaba perder noches enteras de observación con un objeto que quizá al final resultara no ser un cometa. Esto implicaba perder oportunidades de pasar a la posteridad y decidió realizar un catálogo que le permitiera descartar rápidamente candidatos a cometas.
La primera versión de su catálogo fue publicada en 1774 y, curiosamente, fue precisamente el catálogo lo que permitió a Charles Messier pasar a la posteridad. La última versión que Charles Messier elaboró de su catálogo fue publicada en 1781 y contenía 103 objetos no cometarios. Posteriormente, otros astrónomos añadieron siete objetos más por lo que actualmente el catálogo Messier contiene 110 objetos catalogados. En él, hay remanentes de supernovas, como M1, la Nebulosa del Cangrejo, cúmulos estelares de varios tipos, como M19 o M34, nubes de gas hidrógeno ionizado, como la Nebulosa del Águila, o M16, y galaxias enteras como la galaxia de Andrómeda, a la que Messier le asignó el número 31 (M31).
No sería hasta bien entrado el s. XX cuando se aclararía la naturaleza de todos estos objetos; para Messier simplemente eran “objetos no cometarios” porque, según su percepción, permanecían fijos respecto al fondo de estrellas. Con el paso de los años se construyeron telescopios cada vez mayores y por lo tanto con mayor capacidad para distinguir detalles en las profundidades del cielo nocturno. En 1802, el astrónomo alemán nacionalizado inglés William Herschell había elaborado su propio catálogo con más de 2500 objetos en el espacio profundo.
Este catálogo se había iniciado con el trabajo de Messier como fuente de inspiración y era fruto de dos décadas de exploración minuciosa del firmamento pero estaba lejos de ser un catálogo definitivo. A lo largo de los años siguientes, otros astrónomos tomaron el relevo de Herschell y el número de objetos astronómicos que no podían identificarse con estrellas –ni con cometas- no hizo más que crecer hasta que a finales del s. XIX su número había desbordado varias veces todas las expectativas. En 1888, el astrónomo danés Johan L. E. Dreyer y sus colaboradores publicaron, con la intención de poner un poco de orden, el New General Catalogue, en el que consiguieron reunir 7840 nebulosas. A esta primera edición siguieron ampliaciones en años posteriores y revisiones continuas[5]. La pequeña nube no estaba sola.
Bien entrada la segunda mitad del s. XIX y al mismo tiempo que se llevaba a cabo todo este esfuerzo de catalogación, imprescindible para el estudio sistemático y coordinado con diferentes grupos de astrónomos, irrumpió en el campo de la astronomía una nueva tecnología que, junto con la espectroscopía, iba a ser una herramienta imprescindible en la investigación de esos misteriosos objetos cósmicos: la fotografía[6].
¡LAS ESTRELLAS SE MUEVEN!
La fotografía aplicada a la astronomía no sólo iba a permitir crear un registro gráfico de cuanto los astrónomos observaran en el espacio sino que además gracias a ella se podrían realizar medidas que no hubieran sido posible de otro modo. Con el desarrollo de nuevas emulsiones más sensibles a la luz pudo registrarse no sólo la imagen de las nebulosas sino incluso los colores que componían su luz, es decir, algo tan etéreo como su espectro. La fotografía fue imprescindible, por ejemplo, para descubrir las estrellas variables cefeidas, descubrimiento realizado por Henrietta Leavitt en 1908 y que tendría más tarde un papel crucial en el trabajo de Edwin Hubble.
En la segunda mitad del s. XIX, gracias a estas nuevas técnicas, se hizo un descubrimiento que, a la larga, cambiaría nuestra concepción del Universo de una forma análoga a como lo hizo la revolución copernicana unos siglos antes. En 1868 el astrónomo inglés William Huggins midió la velocidad con que la estrella Sirio se alejaba de nosotros. Sus medidas resultaron no ser precisamente exactas pero demostró que la velocidad con que las estrellas se alejaban del Sol, o se acercaban a él, podía ser medida y eso animó a muchos astrónomos a medir por su cuenta la velocidad de otras estrellas.
En realidad, no era un descubrimiento completamente nuevo: fue Edmund Halley quien descubrió en 1718 que las estrellas se movían, pero lo hizo a base de comparar las medidas de posición disponibles en su época de tres de las estrellas más brillantes del firmamento, Aldebarán, Arturo y Sirio, con las que había registradas en el Almagesto.
Hasta entonces, las estrellas se habían considerado fijas en el firmamento, ni siquiera Galileo o Newton habían encontrado motivos para dudar de esta suposición. Halley descubrió, después de una comparación minuciosa, que la diferencia entre la posición que se observaba en su época y la registrada en el Almagesto era tan grande que inducía a pensar en algo más que un error observacional.
Aquellas tres estrellas se habían movido. Y siendo de las más brillantes, probablemente fueran también de las más cercanas y, por lo tanto, de las que mejor se podría medir su desplazamiento. Es decir, era razonable suponer que el resto de estrellas también se movieran. Sin embargo, estudiar su movimiento iba a ser algo complicado si había que esperar cientos o miles de años para poder comparar registros. Lo que hizo el astrónomo William Huggins fue estudiar la luz que llegaba de Sirio de una forma nueva: la hizo pasar a través de un sistema óptico llamado espectroscopio.
El espectroscopio más sencillo es un simple prisma: si hacemos pasar luz a través de un prisma éste hace que la luz se descomponga en los colores que la forman. Estudiando esta descomposición se puede saber si el objeto que emite la luz se mueve respecto a nosotros.
De la misma forma que el sonido emitido por objetos en movimiento respecto a la persona que los oye tiene unas características que revelan si el objeto se acerca o se aleja –más agudo en el primer caso, más grave en el segundo-, así mismo ocurre con la luz que emiten. A las velocidades y circunstancias con las que estamos acostumbrados a tratar en nuestro entorno terrestre estos efectos son normalmente inapreciables en lo que a la luz se refiere, pero no ocurre lo mismo con los objetos astronómicos. Tal y como intuyó Halley, en el cosmos todo está en movimiento, no sólo la Luna, los cometas y las errantes, también las estrellas “fijas”, y las velocidades a las que se mueven todos estos objetos suelen ser varios órdenes de magnitud más altas que las que se dan en la habitualmente cómoda superficie de la Tierra. A esas velocidades, los cambios en la luz debidos al movimiento sí se pueden medir. La luz no se vuelve más aguda o más grave sino más violeta o más roja –según se acerque o se aleje de nosotros el objeto que estudiemos- y los astrónomos pueden medir este cambio y deducir la velocidad correspondiente.
Naturalmente, hay que aprender a hacer las medidas de una forma correcta, y eso, cuando el único maestro que tienes es el aprender de tus propios errores, lleva unos años. Según William Huggins, Sirio se alejaba de nosotros a unos 40 kilómetros por segundo. Las medidas actuales apuntan a que Sirio se acerca a nosotros a unos 7 kilómetros por segundo. Pero estos detalles tienen una importancia relativa: lo importante es que los astrónomos empezaron a medir velocidades de estrellas, y con eso abrieron la puerta a una comprensión nueva del cosmos que iba a llegar después de varias oleadas sucesivas de sorpresas.
¡Y LAS GALAXIAS MÁS!
La primera de ellas ocurrió en 1913, cuando un astrónomo llamado Vesto Melvin Slipher consiguió medir, después de años de trabajo, la velocidad de la nebulosa M31, ya saben: el objeto número 31 del catálogo Messier, al que hoy en día también podemos referirnos como galaxia de Andrómeda.
Según los datos de Slipher, la nebulosa M31 se acercaba a nosotros a una velocidad de 300 kilómetros por segundo. En aquella época, Slipher trabajaba en el observatorio Percival Lowell y no tardó en aplicar las técnicas que había utilizado para estudiar la luz de M31 a otras nebulosas del mismo tipo. En agosto de 1914, Slipher había estudiado ya la luz de 15 nebulosas y presentó sus resultados en el congreso de la Sociedad Americana de Astronomía[7]. La mayoría de medidas realizadas por Slipher podía asociarse a velocidades radiales de recesión –una excepción precisamente era la primera que había obtenido, la correspondiente a M31, que correspondería a una velocidad de aproximación–. Lo que era aún más importante: la mayoría eran velocidades mayores o como mínimo más o menos iguales que la correspondiente a M31. Un par de nebulosas parecían alejarse de nosotros a 1000 y a 1100 kilómetros por segundo, respectivamente.
Estos datos eran muy desconcertantes porque nunca se habían medido velocidades tan altas. La correspondiente a las estrellas era de unas decenas de kilómetros por segundo en todos los casos conocidos, es decir, uno o dos órdenes de magnitud inferior. ¿Cuál era la naturaleza real de los objetos que Slipher y otros estudiaban con ahínco? ¿Formaban parte del mismo sistema del que formaba parte nuestro Sol y las estrellas que lo rodean?
Ya en aquella época hacía tiempo que no todas las máculas del firmamento eran iguales. Con la mejora en los telescopios y en los métodos de observación, los astrónomos habían empezado a distinguir sutiles diferencias entre ellas y sospechaban que tras el nombre genérico de nebulosas se escondían fenómenos muy diferentes. Herschell había bautizado como nebulosas planetarias a aquellas que aparecían bajo la mirada de los telescopios de la época como una estrella tenue envuelta en un halo difuso. Esta configuración, les hizo creer a él y a otros astrónomos de la época que se trataba de sistemas solares equivalentes al nuestro en los primeros estadios de su formación. Se equivocaron. En realidad, las nebulosas planetarias no son sistemas solares incipientes sino más bien todo lo contrario: hoy en día se sabe que en realidad son los restos de estrellas que han llegado a sus últimos días y han sufrido una serie de procesos violentos que han desembocado en la expulsión de la mayor parte de su envoltura externa hacia el espacio. Cuando en el s. XIX se consiguió medir la velocidad a la que este tipo de nebulosas se acercaban o alejaban de nosotros se comprobó que en todos los casos era parecida a la que se medía para las estrellas.
Existía otro tipo de nebulosas en el firmamento, de luz mucho más difusa y por lo tanto mucho más difícil de estudiar. Eran las nebulosas espirales y era este tipo el que estudiaba Slipher. Él fue el primero en conseguir realizar medidas en el espectro de estas nebulosas, aunque otros astrónomos no tardaron en corroborar sus resultados. Aun y así, los números que obtenían eran tan sorprendentes que hubo algunos que pusieron en duda que el hecho de que la luz se volviera más roja o violeta –o, como dirían los astrónomos, el espectro se desplazara al rojo o al violeta- se debiera a una velocidad de recesión o de aproximación. Quizá, propusieron, las capas más externas de estos objetos se contraían o se expandían, como en algunas estrellas pulsantes. Otros consideraron que la interpretación de los datos de Slipher como velocidades de recesión o aproximación era fiable y publicaron artículos al respecto.
Entre estos últimos se cuentan Truman, Young y Harper, que incluso se aventuraban a afirmar que los mismos parecían corroborar la hipótesis de que la galaxia se movía con sus propios movimientos aleatorios entre el conjunto de espirales. La lectura de los artículos de Truman, Young y Harper revela que en ellos no hay germen alguno que luego derivara en la concepción moderna del Universo, excepto quizá el hecho de que veían las nebulosas espirales como objetos extragalácticos –cosa que en aquella época era aún objeto de controversia-, pero tanto en un caso como en otro consideraban que se movían de forma aleatoria. Truman se pregunta en su artículo si no será cierta la hipótesis de Slipher de que las nebulosas espirales se mueven de canto y Harper y Young llaman Universo a nuestra galaxia[8]. Aún quedaba un largo trecho por recorrer. El consenso en la comunidad de astrónomos estaba lejos aún porque había una gran incertidumbre sobre la naturaleza de las nebulosas y, principalmente, sobre la distancia que las separaba de nosotros.
Poco después de que Harper, Young y Truman publicaran sus respectivos artículos, en las ecuaciones con las que se estudiaba la velocidad de estos objetos el astrónomo Paddock, del observatorio Lick, introdujo un término K en el que poder recoger todos los efectos no debidos al desplazamiento sino a fenómenos desconocidos que pudieran producirse en ellos, como, por ejemplo, la contracción o expansión de sus capas externas. A partir de entonces, todos los artículos publicados sobre el tema incluirían ese término. Sin embargo, siguió sin alcanzarse un consenso.
A partir de los primeros años de 1920 empieza a sospecharse que podía haber alguna relación entre la lejanía de las nebulosas y su velocidad de recesión. En 1922 el astrónomo Adriaan van Maanen llegó a la conclusión de que las nebulosas más alejadas de nosotros tenían también una velocidad de recesión mayor. Se basó en una premisa tan sencilla y cotidiana como que cualquier objeto se ve cada vez más pequeño a medida que se aleja del observador, supuso que todas las nebulosas espirales observadas, o al menos la mayoría, tenían el mismo tamaño estándar y las agrupó en tres conjuntos: las que ocupaban más de 10’ de arco en el firmamento, las que ocupaban menos de 5’ y las que estaban entre ambos extremos. Observó que las del primer grupo, las supuestamente más cercanas pues aparentaban ser las más grandes, se alejaban de nosotros a una velocidad media de 339 km/s, las del grupo intermedio a 474 km/s y las aparentemente más lejanas a unos 826 km/s. Evidentemente, la premisa de la cual partía condenaba las conclusiones a las que llegaba a no ser más que un indicio y no la conclusión definitiva de esta historia. En 1925, a Knut Emil Lundmark se le ocurrió la idea de que el término K podía ser en realidad una función cuadrática de la distancia en lugar de una constante. De la génesis de la idea nos encargaremos más adelante.
De momento bastará recordar que una función cuadrática es lo mismo que un polinomio de grado dos como los que se estudian en secundaria –o se estudiaban, quizá actualmente se considere que no hay que torturar a los pobres alumnos con cosas tan complicadas como un polinomio de segundo orden-. Su representación es muy sencilla: K=k+lr+mr^2, donde r es la distancia a la nebulosa estudiada. Lundmark obtuvo un valor para m muy pequeño e interpretó sus resultados como que tiene que haber un valor límite en la velocidad de recesión de las nebulosas.
El terreno ya estaba preparado para que pocos años después, en 1929, Hubble publicara, después de retenerlo durante un año, su primer artículo sobre el tema: A relation between distance and radial velocity among extra-galactic nebulae[9]. En él sigue el procedimiento matemático habitual para tratar los datos pero introduce una innovación fundamental: decide despreciar el término correspondiente a r2 y trabajar con un término K proporcional a r, simplemente. Como resultado, obtiene lo que hoy en día se conoce como ley de Hubble: la velocidad de recesión de las nebulosas extragalácticas es directamente proporcional a la distancia que nos separa de ellas. En un entorno local, es decir, pequeño comparado con el resto del Universo, podía ocurrir que se impusiera la fuerza de atracción gravitatoria y las galaxias se acercaran en lugar de alejarse una de otra –eso es precisamente lo que ocurre entre nuestra galaxia y la de Andrómeda-, pero a grandes distancias la tendencia a la separación se impone y la velocidad de recesión es directamente proporcional a la distancia: cuanto más lejos, más deprisa se aleja la nebulosa extragaláctica correspondiente.
Antes de seguir me gustaría hacer dos comentarios. El primero es respecto a las palabras “entorno local”: la distancia que nos separa de la galaxia de Andrómeda es de unos dos millones y medio de años luz, es decir, una distancia tal que la luz, viajando como viaja a su increíble velocidad de 300000 km/s, tardaría en recorrer dos millones y medio de años; es una distancia inimaginablemente grande para cualquier actividad cotidiana, como la de ir a comprar el pan, por ejemplo, y a mucha gente puede que le de miedo –y lo digo por experiencia-, pero a nivel cosmológico una distancia semejante no es más que un tiro de piedra y todo lo que quede comprendido en ese tiro, e incluso un poco más allá, forma parte del entorno local, el vecindario, y los efectos gravitatorios predominan sobre los de recesión. El segundo es sobre el nombre “nebulosa extragaláctica”: el lector avispado habrá notado que el autor de estas líneas ha introducido sin previo aviso un nuevo tipo de nebulosa. Que no cunda el pánico más allá de lo razonable. El propio Hubble había demostrado en un artículo de 1925 que las nebulosas espirales eran objetos extragalácticos: se trataba de lo que hoy llamamos “galaxias”. El artículo de 1925 de Hubble zanjó el debate que había abierto entre los astrónomos aún en aquella época al respecto y allanó el terreno para su trabajo posterior.
Volverá a salir más adelante. De momento, este texto seguirá anclado alrededor del artículo que Hubble publicó en 1929 porque la intención del autor es dar más detalles al respecto de los que ha dado hasta ahora, intención que quizá abrume a algunos lectores pero que el autor cree imprescindible para divulgar no sólo el conocimiento científico sino también el largo, arduo y laborioso camino que lleva hasta él. Como decía Tucídides: “Hay que escoger: descansar o ser libres”, y no es la intención de este autor hacer descansar a sus lectores.
Como se puede observar en la tabla siguiente, extraída directamente del artículo de Hubble de 1929, la lista de nebulosas se ha ampliado respecto a la de Slipher y el valor de algunas de las velocidades es diferente:
Hubble, con el telescopio más grande del mundo en aquellos años a su disposición, el Hooker del observatorio de Monte Wilson, no se había limitado a usar los datos publicados por Slipher, como habían hecho otros astrónomos, sino que los había reelaborado con ayuda de Humason, su asistente en aquella época en Monte Wilson. En el artículo explica que hay disponibles velocidades radiales de 46 nebulosas pero el propio Hubble admite que sólo dispone de distancias fiables para 24 de ellas. Primero realiza los cálculos para las 24 nebulosas, luego las agrupa en 9 grupos y vuelve a realizar los cálculos tomando cada uno de los grupos como antes había tomado las nebulosas individuales. Obtiene dos valores diferentes para la constante de proporcionalidad, pero lo suficientemente similares como para que sus barras de error asociado se solapen, tal y como puede apreciarse en la siguiente tabla, tomada directamente del artículo de Hubble:
En esta tabla, el término K es en realidad la constante de proporcionalidad entre la velocidad de recesión y la distancia a la que se encuentra la nebulosa y es lo que en el futuro se conocería como constante de Hubble. Como se puede observar, con la primera forma de tratamiento de los datos, Hubble obtuvo un valor de 465±50 km/s/Mpc y con la segunda uno de 513±60 km/s/Mpc. Estas cifras están expresadas en kilómetros por segundo por megapársec, es decir, las nebulosas extragalácticas se alejarían de nosotros, en promedio, a unos 500 kilómetros por segundo por cada megapársec de distancia que nos separara de ella. El pársec es una unidad de medida de longitud que se usa en Cosmología. Equivale aproximadamente a 3.26 años luz, por lo tanto un megapársec (Mpc) será 3.26 millones de años luz. La siguiente ilustración está tomada directamente del artículo de Hubble y es la representación gráfica de los datos manejados por Hubble y de la metodología empleada:
En el mismo artículo, Hubble anuncia el inicio de un programa exhaustivo de observación en el que Humason se encargaría de tomar medidas de desplazamientos espectrales, es decir, se encargaría de medir las velocidades de aproximación o de recesión, con el objetivo de ampliar los datos disponibles. El fruto de estas medidas se materializaría en un nuevo artículo publicado en 1931, The velocity-distance relation among extragalactic nebulae, Astrophysical Journal, vol. 74, p.43, en el que el número de datos ha crecido mucho[10]. El nuevo valor obtenido para la constante de proporcionalidad es de 558 km/s/Mpc y la representación gráfica de los datos puede verse en la siguiente figura, tomada directamente del artículo de Hubble y Humason:
Antes de pasar al siguiente capítulo de esta historia, no estará de más resaltar un detalle de cierta relevancia. Si se comparan los dos artículos, salta a la vista que el de 1931 es mucho más exhaustivo y elaborado que el de 1929. El autor de estas líneas opina que hay motivos para pensar que en esta exhaustividad no sólo cuenta el hecho de que Hubble disponía de más datos a la hora de la elaboración del artículo publicado en 1931, también puede tener su importancia el hecho de que uno de los pocos astrónomos que se había atrevido a criticar seriamente el trabajo de Hubble de 1929 había sido Harlow Shapley, y ante el escepticismo de Shapley es muy probable que Hubble, con su personalidad competitiva forjada en los terrenos deportivos, se creciera y estuviera ansioso por ofrecer al contrario una respuesta contundente, abrumadora y totalmente irreprochable. Y, por supuesto, siempre sin aparentar el más mínimo esfuerzo y siendo fiel al más estricto fair play, como mandan las normas de los gentlemen ingleses.
¿EN QUÉ CLASE DE UNIVERSO VIVIMOS?
Vamos a analizar ahora la motivación de Edwin Hubble para realizar la investigación que cuajó en los artículos de 1929 y 1931. Para entender lo que impulsaba a Hubble hay que saber primero cuáles eran las preguntas más acuciantes que poblaban la mente de los físicos teóricos de la década de 1920, al menos en lo referente a la astronomía. A su vez, para entender estas preguntas hay que comprender cuál era la visión del Cosmos que tenían los físicos a principios del s. XX. Copérnico, Galileo Galilei, Kepler, Newton y tantos otros habían obligado a revisar la visión que el ser humano tenía de sí mismo en el Universo.
A finales del s. XIX y principios del XX estaba ya claro desde hacía algún tiempo que el Sol, la estrella alrededor de la cual orbita la Tierra, era una más entre incontables de diferentes tipos y tamaños, que las estrellas no se distribuían uniformemente por el espacio sino que se agrupaban formando lo que hoy en día llamamos galaxia, y que no estaban quietas: orbitaban alrededor del núcleo de la galaxia. A pesar de todo este conocimiento acumulado después de muchos años de paciente y laboriosa observación y análisis, quedaba todavía mucho camino por recorrer para llegar a nuestro nivel actual de conocimiento –o de ignorancia, como diría Sócrates-. La situación queda bien reflejada en la siguiente cita, de Agnes Clerke[11]:
No competent thinker, with the whole of the available evidence before him, can now, it is safe to say, maintain any single nebula to be a star system of coordinate rank with the Milky Way. A practical certainty has been attained that the entire contents, stellar and nebular, of the sphere belong to one mighty aggregation, and stand in ordered mutual relations within the limits of one all-embracing scheme –all-embracing that is to say, so far as our capacities of knowledge extend. With the infinite possibilities beyond, science has no concern.
La traducción de la primera frase sería algo así como: “Se puede afirmar con certeza que ningún pensador competente, con toda la evidencia disponible ante él, puede hoy en día sostener que nebulosa alguna sea un conjunto de estrellas de rango similar a nuestra Vía Láctea”.
Agnes Clerke no era una astrónoma con un pensamiento anticuado para su época: estaba expresando en estas líneas el parecer predominante entre sus contemporáneos, a pesar de que el filósofo Immanuel Kant en 1755 había publicado una obra en la que aventuraba la hipótesis de que aquellas nebulosas vagamente elípticas y de débil luminosidad que podían atisbarse en el firmamento podían ser agrupaciones de estrellas como nuestra Vía Láctea, es decir, podía tratarse de auténticos “universos isla” separados por inconmensurables espacios vacíos[12].
La visión del Cosmos que tenía Kant pasó prácticamente inadvertida. Hasta bien entrado el s. XX no sólo no se tenía clara aún cuál era la naturaleza de buena parte de las nebulosas sino que la opinión de la mayor parte de astrónomos era que se trataba de objetos que pertenecían a nuestra propia galaxia. Más allá de nuestra galaxia: el vacío. Citando una vez más a la señora Clerke – en una traducción libre-: Las infinitas posibilidades que hay más allá [de los límites de la galaxia] no conciernen a la ciencia… -los puntos suspensivos son un añadido del autor de la traducción…-
La situación reflejada en el escrito de la Sra. Clerke estaba a punto de cambiar. En 1917, Einstein publicó su teoría de la Relatividad General (RG)[13], lo que permitió a los físicos pensar en el Cosmos a una escala como nunca antes habían pensado, pero con las herramientas matemáticas meramente no fue suficiente para cambiar de paradigma. Era necesario cuantificar con precisión las observaciones –sobre todo, las distancias a aquellos difusos objetos que eran las nebulosas- para aportar pistas con las que poder discriminar entre los diferentes modelos que se derivaron de las ecuaciones de campo de Einstein.
¿Cuáles eran estos modelos? En lo que a Universos estáticos se refiere, sólo cabía contemplar dos posibilidades: la solución A, propuesta por el propio Einstein, y la B, propuesta por de Sitter[14]. Ambos consideraban el espacio isótropo y homogéneo y, lo que era aún más importante, consideraban un Universo estático, es decir, un Universo en equilibrio que no evolucionaba con el tiempo, un Universo en el que hubiéramos podido viajar hacia delante o hacia atrás en el tiempo y no hubiéramos apreciado cambio alguno –a escala cosmológica.
La diferencia principal entre ambos era que la solución A, la de Einstein, describía un Universo dominado por materia y la B, la de de Sitter, describía un Universo vacío. En un principio puede parecer ridículo molestarse en calcular y estudiar un modelo cosmológico en el que no se tenga en cuenta a la materia, como si no existiera. Podría alegar el autor de semejante estudio que la materia está sobrevalorada desde nuestra perspectiva humana. Lo que alegó De Sitter fue que había que entender su Universo como una aproximación a un Universo prácticamente vacío, un Universo en el que el contenido de materia fuera totalmente despreciable.
Sorprendentemente, el modelo de De Sitter tenía una ventaja crucial frente al de Einstein: predecía desplazamientos espectrales hacia el rojo entre diferentes masas de prueba suficientemente alejadas en el Cosmos, cosa que el de Einstein no podía prever. ¿Hace falta decir que este detalle no pasó desapercibido para los astrónomos que trabajaban noche y día intentando explicar los desplazamientos espectrales tan grandes de las nebulosas espirales?
Los dos únicos puntos que quedaban por aclarar eran, por una parte, si toda la materia que se podía observar era realmente poco importante en comparación con el volumen del Universo y, por otra parte, si los desplazamientos al rojo que preveía de Sitter eran los desplazamientos al rojo que se observaban en la mayoría de las nebulosas espirales.
La solución de Einstein, en cambio, describía un Universo dominado por la materia, lo cual ciertamente parecía un buen punto de partida para describir la realidad. Sin embargo, fallaba a la hora de explicar los desplazamientos al rojo, no podía preverlos, no tenía explicación para ellos, y eso era desconcertante, sobre todo si se detectaban por doquier en cuanto observabas el Cosmos con un buen espectrómetro conectado a un telescopio. Aun y así muchos astrónomos se decantaban por la solución de Einstein con la esperanza de que los desplazamientos pudieran explicarse más adelante a partir de algún fenómeno físico que se diera a nivel local en las nebulosas y no fuera necesario recurrir a una explicación global de nivel cosmológico.
Hubble entró en este debate con la intención de aportar criterios cuantitativos que permitieran escoger entre un modelo u otro sobre una base científica. En un artículo firmado por Humason en 1929, Hubble deja clara su intención de observar las galaxias más débiles y lejanas para determinar si el espectro de estos objetos se desplaza hacia el rojo tal y como prevé el modelo de De Sitter[15]. Y en uno de los párrafos finales de su artículo de 1929 podemos leer:
El propio Hubble considera la posibilidad de estar midiendo el efecto de Sitter como la característica más importante de su trabajo. Hay que remarcar también que no habla de expansión del Universo sino de dispersión (scatter) de la materia. Y no deben pasar desapercibidas, tampoco, las últimas líneas, en las que considera la relación lineal encontrada como una primera aproximación que deberá ser puesta a prueba extendiendo el rango de distancias[16].
Si otro astrónomo hubiera expresado tan claramente sus intenciones, el resto de sus colegas quizá le hubieran tildado de pretencioso, pero se trataba de Hubble: el hombre que, gracias a sus observaciones de estrellas cefeidas en la galaxia de Andrómeda, había contribuido de forma decisiva a dejar prácticamente zanjado el debate entre Curtis y Shapley sobre si ciertos tipos de nebulosas eran objetos extragalácticos o no.
En 1890, la señora Clerke y la mayoría de sus contemporáneos tenía muy claro cuál era la imagen que una persona de sentido común debía tener del Universo. Pero a medida que avanzaban las observaciones en los primeros años del s. XX la posibilidad de que cierto tipo de nebulosas fueran “islas universo” del mismo rango que la nuestra, tal y como había propuesto Kant, fue ganando adeptos. Las posturas fueron definiéndose a lo largo de los años y acumulando lo que cada uno de los bandos interpretaba como evidencias observacionales que respaldaban su propia postura. En 1920 la controversia cristalizó en un debate celebrado en el auditorio Baird del Museo Smithsonian de Historia Natural entre Harlow Shapley y Heber D. Curtis[17].
Shapley presentó argumentos a favor de la tesis según la cual todas las nebulosas formaban parte de nuestra galaxia, fueran del tipo que fueran, y Curtis presentó argumentos que favorecían la tesis contraria: las nebulosas espirales eran agrupaciones de estrellas del mismo rango que nuestra Vía Láctea. En los primeros años de la década de 1920, Hubble descubrió estrellas cefeidas en la nebulosa M31 y utilizó la relación entre el periodo de estas estrellas y su luminosidad, descubierta por Henrietta Swan Leavitt en 1908[18],[19], para demostrar que la distancia a la que se encontraban excedía con creces la que había propuesto Shapley para el tamaño de la Vía Láctea. Aquellas estrellas, por la luminosidad que debían tener, deducida a partir de su periodo, no podían ser tan débiles como parecían a no ser que se encontraran a una distancia auténticamente enorme.
Hubble publicó su trabajo en 1925[20] y las observaciones posteriores no hicieron más que confirmar la interpretación de sus resultados: las nebulosas espirales eran galaxias del mismo rango que la nuestra, nuestra Vía Láctea no era más que una más entre muchas otras. Las nebulosas espirales, y otras, eran nebulosas extragalácticas. Los seres humanos tenían que pasar de pensar en multitud de estrellas cuando pensaban en el Universo, a multitud de galaxias –al menos los seres humanos que pensaban.
Con estos antecedentes, Hubble empezó un programa de investigación con el que pretendía dotar de fundamentos numéricos a la Cosmología, es decir, al estudio del Universo a gran escala. El resultado fue el artículo publicado en 1929 y mencionado anteriormente. Ante las críticas que recibió por parte de Shapley, cabe citar el siguiente fragmento de la respuesta de Hubble:
“My paper, you will realize, is merely a preliminary correlation of the data available and makes no claims to finality. In a few years we should have sufficient new data to re-examine the question in a comprehensive manner. I believe that a relation will still be found but whether it will be linear is perhaps an open question.”[21]
Mi artículo, como verá usted, es meramente una correlación preliminar de los datos disponibles y no hace ninguna afirmación de carácter definitivo. En pocos años deberíamos tener datos suficientes para volver a examinar la cuestión de una forma integral. Creo que seguirá encontrándose una relación pero si ésta seguirá siendo linear es una cuestión abierta.
Es evidente la prudencia con que Hubble contempla sus propios resultados. No parece haber intención alguna de pretender arrogarse el mérito de haber descubierto un Universo en expansión. Puede que Hubble conociera el trabajo de Georges Lemaître publicado en 1927, y del cual hablaremos en detalle un poco más adelante, pero el autor de estas líneas no cree que lo conociera con precisión suficiente, ni tuviera disponible la referencia –o al menos no ha encontrado pruebas de ello-, como para mencionarlo en el artículo de 1929. Conocía con mayor precisión el trabajo de de Sitter, que fue el que mencionó, tal como se ha citado antes[22]. A juzgar por los registros escritos, Hubble no pretendió más que se reconociera que él y Humason, trabajando con el telescopio de Monte Wilson, habían sido los primeros en proporcionar resultados numéricos fiables a la discusión sobre modelos cosmológicos. Incluso después de la publicación de su artículo de 1931 dejaba la interpretación de su trabajo en manos de los “pocos competentes para discutir de la materia con autoridad”, tal y como se puede leer en este fragmento de una carta que dirigió a de Sitter el mismo año 1931:
“[Humason and I] use the term ‘apparent’ velocities in order to emphasise the empirical features of the correlation. The interpretation, we feel, should be left to you and the very few others who are competents to discuss the matter with authority”[23]
Si Einstein proporcionó herramientas para pensar el mundo a una escala cosmológica con su teoría de la RG, se podría decir que Hubble, junto con Humason, fue el primero en proporcionar números que permitieran discutir empíricamente el Cosmos que empezaba a vislumbrarse. No era la primera vez que ocurría en la historia de la Física: fenómenos marginales, despreciables desde el punto de vista del paradigma preponderante, se acaban convirtiendo en una bomba intelectual que estalla en nuestras narices y condicionan todo el desarrollo posterior. Unos objetos astronómicos, las nebulosas, que habían pasado casi totalmente desapercibidos durante la mayor parte de la Historia, se habían convertido en la primera mitad del s. XX en los protagonistas, silenciosos e impasibles, de una revolución científica.
PREDECESORES DE HUBBLE
En 1927, Georges Lemaître publicó un trabajo en el que proponía una forma alternativa de resolver las ecuaciones de Einstein[24]. El modelo de Lemaître describía un Universo que no era estático sino que se expandía y en el que a consecuencia de esta expansión un observador vería alejarse todos los objetos que no estuvieran ligados a él mediante algún tipo de fuerza, como la gravitatoria o la eléctrica. Como consecuencia de este alejamiento detectaría un desplazamiento al rojo en los espectros de cuerpos luminosos suficientemente alejados. Lamentablemente, el trabajo de Lemaître fue casi totalmente ignorado cuando se publicó –el que estuviera publicado en francés en una revista poco conocida no ayudó a su difusión- y estuvo a punto de seguir la misma suerte que el trabajo de Alexander Friedman, físico y matemático ruso que en 1922 había llegado ya a las mismas ecuaciones a las que había llegado Lemaître.
El trabajo de Lemaître fue redescubierto, se le otorgó la importancia que merecía y en 1931 fue reeditado en inglés. En esta reedición faltaban algunos fragmentos que sí aparecían en la primera versión de 1927 pero no fue Hubble quien censuró el artículo como algunos han pretendido… ¡sino el propio Lemaître! El motivo, quizás, fuera que los datos que utilizaba en el artículo, del propio Hubble y de Strömberg, estaban ya anticuados en 1931[25].
Otro investigador que derivó una relación en la que el desplazamiento espectral se relacionaba linealmente con la distancia de la fuente al observador fue H. P. Robertson, físico y matemático quien en un trabajo publicado en 1928 daba un valor para la constante de proporcionalidad de 460±40 km/s/Mpc –la estimación de error es de John Huchra- a partir de la combinación de medidas de distancias a galaxias tomadas por Hubble con medidas de velocidades tomadas por Slipher.
El propio De Sitter, con los datos que tenía a su disposición, publicó en 1930 su propio estudio de la relación entre el desplazamiento espectral y la distancia de la fuente al observador[26]. Las conclusiones de este estudio le llevaron a admitir que las dos únicas soluciones de las ecuaciones de campo de Einstein que describían un Universo estático no eran capaces de explicar los “hechos observados”, y en consecuencia había que relegarlas en favor de otro tipo de modelos. Al final del artículo menciona el modelo de Lemaître y expresa su intención de discutirlo en más detalle en un artículo específicamente dedicado.
¿POR QUÉ HUBBLE?
Hubble no se limitó a las velocidades calculadas por Slipher u otros investigadores sino que desarrolló su propio programa de investigación. El equipamiento de Slipher en el observatorio Lowell se había quedado ya desfasado a mediados de la década de 1920 frente al telescopio de 100 pulgadas del observatorio de Monte Wilson –en aquel momento, el telescopio de Monte Wilson era el más grande del mundo-. Hubble trabajó en tándem junto con Humason: el primero se encargaba de medir distancias, mediante cefeidas y suponiendo magnitudes máximas, y el segundo de medir velocidades. En el momento de la publicación, Hubble poseía la velocidad radial de 46 galaxias y lo que él consideraba distancias precisas a 24 de ellas. Y éste era un punto crucial: la distancia. Antes de que Hubble publicara su trabajo sobre el descubrimiento de cefeidas en M31, los únicos indicadores de distancia eran las crudas estimaciones relacionadas con la magnitud aparente de los objetos observados y su magnitud absoluta, que sólo podía suponerse.
Con estos métodos, era muy difícil que toda la comunidad de astrónomos llegara a un consenso sobre la distancia. La introducción por parte de Hubble de las cefeidas en el análisis de distancias introducía un elemento de objetividad en la discusión y establecía los cimientos de lo que en el futuro sería la escala de distancias cósmicas (Cosmic Distance Scale). Además, el análisis que hace de los datos recopilados es el mejor que se ha hecho hasta aquel momento y, por si fuera poco, él y Humason continúan trabajando y publican en 1931 un nuevo artículo en el que corroboran las conclusiones obtenidas en su trabajo anterior con muchas más nebulosas y más lejanas.
Se podría afirmar que en Monte Wilson confluyó el mejor equipo técnico disponible en la época junto con el rigor y la perseverancia del trabajo llevado a cabo por Hubble y Humason.
Por si fuera poco, el trabajo de Hubble y Humason irrumpe en la palestra en un momento crucial en el que se debate sobre cuál de los dos modelos de Universo, el A o el B, Einstein o de Sitter, puede explicar mejor las observaciones y cuando Hubble tiene ya ganado un gran prestigio como investigador de nebulosas. El propio de Sitter anuncia en su trabajo de 1930 que hay que abandonar los modelos de Universo estáticos y admite que el modelo de Lemaître es una opción a tener en cuenta. También Einstein, un día antes de su visita a Pasadena en 1931, realiza unas declaraciones en las que afirma que el trabajo de Hubble y Humason apunta a que hay que abandonar los modelos de Universo estático. Además dice que el modelo de Lemaître encaja bien en el marco de la Relatividad General.[27]
Al respecto de esto último, no hay que olvidar que Lemaître era un teórico que utilizó datos recopilados por otros para ajustar parámetros en su modelo. Ciertamente un nombre alternativo para el término K pudiera haber sido constante de Lemaître-Hubble, pero el trabajo de Lemaître pasó desapercibido en unos años cruciales para la mayoría de físicos –aunque fuera redescubierto más tarde- y Hubble dejó en Monte Wilson un equipo de colaboradores –Humason, Sandage, Mayall- que siguió trabajando durante muchos años en la determinación precisa de lo que era la constante de proporcionalidad entre velocidad y distancia, y que acabaría llamándose tasa de expansión y, finalmente, constante de Hubble.
En cualquier caso, los datos numéricos en aquel preciso momento eran como agua de mayo, y fueron Hubble y Humason quienes los aportaron. Los datos numéricos formaban un diván de cómodo respaldo donde recostarse y empezar a pensar en Universos dinámicos.
Se podría decir que Hubble había cumplido su objetivo de aportar datos para poder decidir: entre Einstein y de Sitter el escogido había sido… Lemaître.
¿CUÁNDO APARECIÓ LA CONSTANTE DE HUBBLE?
A la constante de proporcionalidad entre la velocidad de recesión y la distancia no se le llamó inmediatamente constante de Hubble. Hubo que esperar aún algunos años. Fue el físico y matemático H. P. Robertson quien en un artículo de 1955 se atrevió a bautizar la tasa de expansión como constante de Hubble. Exactamente fue en la página 89 del artículo The theoretical aspects of the nebular redshift, publicado en 1955 en Publications of the Astronomical Society of the Pacific, Vol. 67. Edwin Hubble había muerto en 1953 y Robertson no quería dejar dudas sobre sus intenciones: todo el artículo está dedicado a la memoria de Edwin P. Hubble, tal como se puede leer en el encabezamiento de la primera página. El antiguo término K fue substituido por la letra H y se redefinió y recibió el nombre de constante de Hubble. La consagración de este cambio vino poco después, en un artículo publicado en 1956, por Sandage, Humason y Mayall[28] en el que no dudaron en utilizar la misma notación que había utilizado Robertson.
CONCLUSIÓN
A pesar de que el trabajo de 1931 confirmaba los resultados de 1929 y de que estos resultados encajaban con un nuevo paradigma de Universo en expansión, no es de extrañar que Hubble siguiera siendo muy prudente a la hora de dar una interpretación teórica a sus resultados –recordemos a este respecto la cita anterior de una carta de Hubble a de Sitter-. Muy probablemente era debido, entre otras cosas, a que era consciente de que un Universo en expansión con un valor del coeficiente que gobernara esta expansión tan alto como el que él y otros habían calculado creaba un problema impactante con las escalas de tiempo. En la época en la que Hubble publicó su trabajo, numerosos astrónomos aceptaban como edad de la galaxia una cifra del orden de 109 o incluso 1010 años, y a nivel de la Tierra ya en la década de 1920 había indicios muy firmes de que la edad de nuestro planeta podía llegar a 3000 millones de años, o incluso más. Ahora bien, un valor de la tasa de expansión de unos 500 km/s/Mpc implicaba que el Universo era demasiado joven, de unos 2000 millones de años de antigüedad. Por lo tanto, si las medidas cosmológicas daban como resultado un Universo de tan sólo 2000 millones de años de antigüedad, había que resolver un misterio muy serio antes de echar las campanas al vuelo. El Universo no podía ser más joven que parte de su contenido.
La historia de cómo se resolvió esta discrepancia y de cómo la constante de Hubble fue convergiendo hacia el valor que actualmente se considera más correcto, alrededor de los 70 km/s/Mpc, es materia para otro artículo. Un artículo en el que también habría que explicar cómo Lemaître tiró un poco del hilo y llegó a su teoría del átomo primigenio, y cómo Gamow y sus colaboradores plantearon lo que más adelante se llamaría el Big Bang gracias a Fred Hoyle, el astrónomo rival y autor de la teoría alternativa: la del estado estacionario. Todas ellas explicaban las medidas de Hubble, además de otros datos que se habían ido acumulando, pero sólo una sobrevivió a los sucesivos cribados empíricos posteriores y, sobre todo, al descubrimiento de la radiación de fondo de microondas –Cosmic Microwave Background-.
De momento, este artículo concluye aquí, con la publicación del segundo artículo de Hubble y el debate que generó. Es decir, concluye en un momento en el que nuestra visión del Cosmos había empezado a cambiar radicalmente después de muchos siglos de Historia y todos los científicos, así como cualquier ser humano que pensara seriamente en el tema, tenían que aceptar no sólo la vastedad del Universo a una escala nunca antes imaginada sino también su expansión.
Muchos quizá se hubieran encontrado más cómodos en lo que ellos hubieran considerado un esquema más sencillo, más… estático. Pero así es la tiranía de los hechos. Implacable. Incluso Agnes Clerke, como cualquier otro “competent thinker”, hubiera tenido que aceptarlo. Incluso nosotros, en el futuro, muy probablemente tendremos que aceptarlo. Aunque, qué quieren que les diga, en lo que a mi respecta, confieso que estoy impaciente por que nuevos resultados experimentales me sorprendan.
——————————————————
Este artículo participa en los Premios Nikola Tesla de divulgación científica y nos lo envía Víctor Guisado Muñoz. Estudió Física licenciándose por la Universidad de Barcelona. Actualmente cursa el Máster Astrofísica, Física de partículas y Cosmología impartido en esta misma Universidad. Cuenta con ocho años de experiencia como profesor de Física, Matemáticas y Ciencias para el Mundo Contemporáneo en diversos colegios de Barcelona y Madrid aunque en estos momentos se encuentra en paro.
——————————————
Notas:
[1] Almagesto es el nombre que dieron los musulmanes del s. IX a la primera obra de Ptolomeo: Sintaxis Matemática, dividida en trece libros, el primero de los cuales recoge lo que se ha llamado el sistema ptolomaico y el séptimo y octavo contienen un catálogo de estrellas fijas, al parecer una reedición del realizado por Hiparco de Nicea 274 años antes, según Francisco Vera, Científicos griegos, tomo II, Ed. Aguilar, pag. 759. Sobre las nebulosas que están catalogadas en Almagesto: http://messier.seds.org/xtra/Bios/ptolemy.html
[2] Hay observadores que afirman poder ver también la galaxia del Triángulo (M33) e incluso, en condiciones excepcionalmente buenas de observación, la galaxia espiral M81.
[3] Para una introducción más extensa en la historia de la catalogación de las nebulosas puede consultarse: http://ned.ipac.caltech.edu/level5/March02/Nilson/Nilson6.html
[4] Puede consultarse para un análisis más profundo de la transición entre la Física de Aristóteles y la de Newton el libro El nacimiento de una nueva Física, de I. Bernard Cohen, Ed. Alianza Universidad.
[5] Dreyer y NGC: http://www.ngcicproject.org/public_HCNGC/The_HCNGC_intro.pdf
[6] Breve nota histórica sobre la historia de la astrofotografía: http://www.astro.virginia.edu/~rjp0i/museum/photography.html
[7] Publicados en Popular Astronomy, XXIII, en 1915, pag. 21-24, bajo el título Spectrographic observations of nebulae.
[8] O. H. Truman, The motions of the spiral nebulae, Popular Astronomy, XXIV, 1916; R. K. Young and W. E. Harper, The solar motion as determinaed from the radial velocities of spiral nebulae, Journal of the Royal Astronomical Society of Canada, X, 1916
[9] Edwin P. Hubble, A relation between Distance an Radial Velocity Among Extra-Galactic Nebulae, Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, Volume 15, Issue 3, pp. 168-173. Se puede encontrar en: http://apod.nasa.gov/diamond_jubilee/1996/hub_1929.html
[10] El artículo completo se puede consultar en el siguiente enlace: http://articles.adsabs.harvard.edu/full/1931ApJ….74…43H
[11] Agnes Clerke, The System of the Stars, 1890. Tomado de Edward Harrison, A Century of Changing Perspectives in Cosmology, Q. J. R. astr. Soc. (1992), 33, 335-349
[12] Immanuel Kant, Historia natural universal y teoría de los cielos: un ensayo sobre la constitución y el origen mecánico de todo el universo de acuerdo a los principios de Newton
[13] A. Einstein, Kosmologische Betrachtungen zur allgemeine Relativitätstheorie, Sitzungsberichte der königlichen preussischen Akademie der Wissenschaften, 1917, pp. 142152
[14] W. de Sitter, On Einstein’s theory of gravitation and its astronomical consequences. Third paper, Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, Vol. 78, p.3-28
[15] M. Humason, The large radial velocity of NGC 7619, Proceedings of the National Academy of Sciences, XV (1929), 167-8 (pag. 167)
[16] Hay que insistir en este punto que el modelo B, el propuesto por de Sitter, era estático, al igual que el de Einstein. El desplazamiento al rojo del espectro provenía de un factor dependiente de la distancia que afectaba a la componente temporal de la métrica, tal y como se explica en The Deep Universe: Saas-Fee Advanced Course 23, Lecture Notes 1993, pag. 97,98,99. Y además el desplazamiento predicho por de Sitter dependía de la distancia de forma cuadrática.
[17] Para más detalles sobre este debate puede consultarse la siguiente página web de la NASA: http://apod.nasa.gov/diamond_jubilee/debate20.html
[18] Leavitt, H. S., 1777 variables in the Magellanic Clouds, 1908, Annals of Harvard College Observatory, vol. 60, pp.87-108.3
[19] Según algunas fuentes, a principios del s. XX a las mujeres no se les permitía operar telescopios. Desde una perspectiva moderna, esta afirmación puede resultar un tanto increíble pero no hay que olvidar que en aquellos años, en la mayor parte de estados, las mujeres no podían votar y tampoco las dificultades que tuvo Emily Noether para seguir sus estudios de Matemáticas por ser mujer. El papel de mujeres como Henrietta en los observatorios astronómicos era el de “computadoras humanas” dedicadas a revisar enormes cantidades de datos registrados en placas fotográficas.
[20] E. P. Hubble, Cepheids in spiral nebulae, The Observatory, Vol. 48, p. 139-142 (1925)
[21] Hubble a Shapley, 15 de mayo de 1929 (Harvard).
[22] La referencia del artículo de Lemaître es: Lemaître, G., Un Univers homogène de masse constante et de rayon croissant rendant compte de la vitesse radiale des nébuleuses extra-galactiques, Annales de la Societe Scientifique de Bruxelles, A47, p. 49-59. Hay que tener en cuenta que fue publicado en francés y en una revista poco conocida. Hubble asistió en 1928 a un congreso en Holanda, pero no hay constancia de que Lemaître, o algún otro astrónomo, le explicara su modelo en detalle en aquel momento o mantuviera correspondencia posterior con Hubble. Es razonable suponer, y en ausencia de pruebas contundentes en sentido contrario es lo que hay que suponer, que en caso de que Hubble hubiera oído hablar del modelo de Lemaître, decidió no mencionarlo por no tener referencias ni conocimiento preciso de él. Afirmaciones como la que se puede ver en el artículo dedicado a Edwin Hubble en la Wikipedia en español a fecha del 16 de junio de 2012 están poco muy poco fundamentadas:
Muchos más detalles que ayudan a sopesar en su justa medida esta polémica y a valorar si Hubble conocía o no los trabajos de otros investigadores se pueden encontrar en las notas 93 y 110 (pag. 162 y 163) del trabajo de R. W. Smith: The origins of the velocity-distance relation.
[23] Hubble a de Sitter, 23 de septiembre de 1931, Huntington Library.
[24] G. Lemaître, Un Univers homogène de masse constante et de rayon croissant rendant compte de la vitesse radiale des nébuleuses extra-galactiques, Annales de la Societe Scientifique de Bruxelles, A47, p. 49-59
[25] Mario Livio, The expanding Universe: lost (in translation) and found, Space Telescope Science Institute, 2011, Baltimore
[26] de Sitter, W., On the Distances and Radial Velocities of Extra-Galactic Nebulae, and the Explanation of the Latter by the Relativity Theory of Inertia, Proceedings of the National Academy of Sciences 16, 474-88 (1930).
[27] R. W. Smith, The origins of the velocity-distance relation, pag. 154
[28] Sandange, Mayall, Humason, Redshifts and magnitudes of extragalactic nebulae, Astronomical Journal, 61, 97-162 (1956)
Si tienes un artículo interesante y quieres que lo publiquemos en Naukas como colaborador invitado, puedes ponerte en contacto con nosotros.