La firma imprescindible

Por Colaborador Invitado, el 14 diciembre, 2012. Categoría(s): Divulgación • Física • Historia

Desde que nació como especie, el Homo sapiens no ha dejado nunca de explorar nuevos territorios. Su expansión es una sombra que se extiende por el mundo desde tiempos inmemoriales, cubriendo cada vez más continentes a medida que pasa el tiempo. Sin embargo, los mapas no bastan para comprender la auténtica dimensión del viaje del Homo sapiens. Más bien demuestran que después de tantos miles de años de Historia nos hemos topado antes con los límites de nuestro planeta que con los límites en la capacidad de abstracción de nuestro cerebro.

El Homo Sapiens, una sombra que cubre el mundo. Una sombra moteada de luz. Fotomontaje a partir de imágenes recopiladas por el satélite Suomi-NPP.

Heredamos de nuestros ancestros las habilidades para elaborar herramientas, y las mejoramos, pero no hubo suficiente con realizar más y mejores herramientas: cuando llevábamos decenas de miles de años ejercitando las necesarias capacidades de visualización y anticipación, inventamos el arte y nos pusimos a pintar las paredes de las cuevas, a trazar líneas, imitar volúmenes e incluso intentar capturar movimientos con series sucesivas de dibujos. Era la abstracción que nuestra mente realizaba de la realidad que nos rodeaba. Aun y siendo una cumbre, conquistada tras miles de años de andadura, era sólo el principio. Tardamos unos cuantos miles de años más en inventar la escritura, y aún más en que se nos ocurriera hacer literatura con ella. Un largo camino de exploración de la realidad, o más bien de lo que la realidad es para el ser humano. Cada paso se mide en miles de años, o en decenas de miles, y aun y así no es más que un primer y pequeño paso siempre.

El panel de los caballos en la cueva de Chauvet.

Hace unas semanas vi el último documental de Werner Herzog, La cueva de los sueños olvidados, y pude contemplar asombrado las pinturas descubiertas en la cueva Chauvet en 1994 después de permanecer decenas de miles de años olvidadas. Se trata de una de las muestras más antiguas de arte rupestre encontradas hasta la fecha; probablemente, las obras conservadas en la cueva se cuenten entre las primeras obras de arte pictórico realizadas por seres humanos. Quizá pensemos, en consecuencia, que serán pinturas poco elaboradas y de trazo titubeante, meros esbozos de una habilidad a desarrollar en generaciones posteriores. Nada más lejos de la realidad.

Las pinturas encontradas en la cueva Chauvet muestran un dominio del espacio y del trazo totalmente desarrollado y maduro. Caballos, osos, leones, rinocerontes… todos ellos representados con una habilidad propia de un artista consumado. Los autores de las pinturas no sólo habían viajado miles de kilómetros desde su cuna en África en generaciones sucesivas: también habían expandido su capacidad simbólica mucho más allá de la de sus ancestros, y dejaban constancia de ello en las paredes de las grutas que encontraban en su largo periplo. No sabemos qué sentían al contemplar su propia obra. Quizá alguno de ellos sintiera una leve punzada de insatisfacción a la que ni siquiera sabría poner nombre, una vaga sensación de no disponer de las herramientas necesarias para hacer visible todo lo que hervía dolorosamente en su interior. Quién sabe. En cualquier caso, el camino estaba lejos de llegar al final.

Felinos y herbívoros retratados en las paredes de la cueva Chauvet. Nuestros más lejanos antepasados ya eran capaces de abstraer y figurar el mundo que les rodeaba. Y desde aquellos lejanos tiempos, en los que buena parte de Europa estaba habitada por osos cavernarios, leones y rinocerontes, el ser humano no ha parado de ejercitar esta capacidad.
Dibujo de un rinoceronte en la cueva Chauvet.

Decenas de miles de años después, los seres humanos inventaron la escritura. Y no contentos con asociar símbolos a las cosas tangibles, se atrevieron a nombrar con ellos cosas sutiles, objetos que no podían guardarse en los graneros reales y sin embargo eran tan imprescindibles como el pan. Hace unos días, releyendo el primer relato del libro de Pedro Olalla, Historia menor de Grecia, recordé las pinturas de Chauvet.

El protagonista del relato es Homero y el momento narrado es justo aquel en el que el poeta decide poner por escrito la Ilíada. Pedro Olalla sitúa este momento trascendente de la vida del poeta, y de la Humanidad, en una gruta a orillas del mar Egeo. Estamos a mediados del s. VIII a. de C. Poco a poco, la escritura dejaba de ser una mera herramienta para hacer inventario de posesiones o cuentas en los calendarios y se convertía en el equivalente a un instrumento musical o unas pinturas, gracias a lo cual, los seres humanos tenían a su disposición una nueva forma de expresar imágenes abstractas, realidades invisibles a simple vista pero tan fuertes como las propias emociones del Homo sapiens. Para ejercitarla buscarían, como antaño, un lugar recogido que favoreciera la concentración pero esta vez no será necesario conformarse con lo que el medio les ofrezca. Han aprendido a construir sus propias cuevas: casas y templos, incluso palacios, lugares separados del entorno natural, espacios donde el ser humano puede controlar las condiciones que imperan y hallar el silencio que necesita en su particular exploración del mundo.

Grecia, el país de las puertas que dan al mar. Restos del templo de Apolo en la isla de Naxos.

Es el viaje que no sale en los mapas: la exploración del Universo más allá del lugar a donde nos puedan llevar nuestros pies delicados, o nuestro tosco tacto, o nuestros rudimentarios ojos. Exploración que realizamos gracias a productos culturales progresivamente más y más complejos y abstractos. Este viaje ha avanzado en paralelo a la búsqueda constante de un silencio cada vez más perfecto. Hubo una época en que era suficiente una casa, un techo que nos protegiera de la lluvia, un candil que iluminara, pero a medida que nuestra capacidad de abstracción avanza ya no es suficiente con eso: hay que regresar a las cuevas, tenemos que hundirnos de nuevo en las entrañas de la Tierra para conseguir un silencio suficientemente profundo. Unos meses atrás visité el laboratorio subterráneo de Canfranc, situado en una cueva excavada en roca viva a más de ochocientos metros de profundidad en el vientre de una montaña del Pirineo aragonés. Es, junto con otros laboratorios semejantes alrededor del mundo, un paso más que el ser humano ha dado en busca del silencio perfecto. Detengámonos un instante a pensar en el silencio.

Vivimos en un mundo muy ruidoso. El ruido es persistente, insidioso, ubicuo. Y no sólo en las ciudades o pueblos donde vivimos. También en los parajes aparentemente más serenos. A medida que nuestra percepción se expande más allá de las fronteras de nuestro sentidos, descubrimos un ilimitado océano de ruido vibrando a nuestro alrededor. Ni siquiera escapando en globo a miles de metros de altura hallaríamos un silencio perfecto. Quizá a principios del s. XX un viaje en globo fuera una metáfora idónea de un paseo por el silencio y la calma pero hoy en día ya no: hoy sabemos de la existencia de los rayos cósmicos. Hoy sabemos que cualquier aeronauta, a pesar de haber conseguido huir de la urbe y sus ruidos, sigue expuesto aún a una salvaje granizada. No importa que no lo oigamos, basta con saberlo: habrá que buscar metáforas nuevas para la idea de silencio. Si no oímos el estruendo del granizo al impactar contra la materia que nos rodea y que nos forma es porque nuestros oídos son tan limitados para escuchar como los mapas para describir viajes.

Hace ahora cien años, en 1912, Víctor Franz Hess, del Radium Institute de Viena, realizó una serie de ascensiones en globo para investigar un misterio que ya en aquella época tenía más de cien años de antigüedad. ¿Por qué un material conductor cargado eléctricamente, aun y estando perfectamente aislado, pierde poco a poco su carga eléctrica? En 1785 Coulomb propuso que por muy bien aislado que estuviera, el conductor podía interaccionar con partículas de polvo que flotaran en el ambiente y perder de esta manera, lentamente, su carga eléctrica. Pero no pudo demostrarlo, y para resolver la cuestión habría que esperar a desarrollar un nuevo paradigma de la materia y la energía. Hasta que no se descubrió el electrón, los rayos X, la radioactividad y empezó a comprenderse cómo interaccionaban a nivel atómico la radiación y la materia, los investigadores no tuvieron las herramientas necesarias para resolver el misterio. Hablamos de una época, finales del s. XIX principios del s. XX, en la que muchos no estaban convencidos aún de la existencia de los átomos como entes reales. Los consideraban meramente un recurso teórico útil. No fue hasta principios del s. XX cuando se dio carpetazo al asunto, primero con el artículo de Einstein sobre el movimiento browniano publicado en 1905 y pocos años después con la confirmación experimental de sus previsiones publicada por Jean Baptiste Perrin en 1909.

Victor F. Hess a punto de iniciar uno de sus viajes en globo, alrededor de 1912. Cortesía de VF Hess Society, Schloss Pöllau/Austria, DESY.

Los átomos y las partículas subatómicas están más allá de lo que los seres humanos podemos percibir. Si exploramos ese mundo es gracias a lenguajes altamente especializados que hemos desarrollado en épocas recientes, no gracias a una percepción directa mediante nuestros sentidos; pero nuestra necesidad de ver lo que exploramos es tan imperiosa que para poder seguir avanzando necesitamos imágenes tangibles, metáforas que, sin renunciar a rasgos esenciales de la realidad, nos permitan visualizar el mundo atómico y subatómico -pensemos, por ejemplo, en los dibujos de átomos de los libros de texto o en los diagramas de Feynman-. Hoy en día heredamos muchos años de imágenes generadas por los investigadores que nos precedieron, pero los pioneros avanzaron a ciegas, sin más guía ni ayuda que los resultados de sus experimentos.

Puesto que observaban que los objetos cargados eléctricamente perdían su carga eléctrica poco a poco por muy bien aislados que estuvieran, una buena hipótesis para explicar este fenómeno era suponer que en el aire había cargas eléctricas que entraban en contacto con el objeto y compensaban su carga.

Pero ¿de dónde provenían estas cargas eléctricas? Para crear una carga eléctrica, para ionizar átomos o moléculas, es necesaria energía. ¿De dónde salía esta energía? Becquerel en 1896 había descubierto una fuente de energía capaz de ionizar las moléculas del aire. Provenía del corazón mismo de la materia, del núcleo de los átomos: la radioactividad. En la corteza terrestre abundan los átomos radioactivos. Algunos de ellos pueden escapar, gracias a procesos geológicos naturales, y llegar a la atmósfera – en concreto, hay un tipo de átomo, los de radón, que están en estado gaseoso a temperatura ambiente, por lo que fluyen a través de las grietas, y es uno de los principales responsables de la radioactividad natural-. Por lo tanto, era lógico pensar que fueran ellos, al liberar la energía que contenían sus núcleos, los que creaban las cargas eléctricas en el aire.

Diagramas de Feynman que el físico Flip Tanedo no quería olvidar y apuntó en la ventana de su despacho.

¿Cómo poder comprobar esta hipótesis que parecía tan razonable? ¿Qué clase de experimento podía hacer visible y evidente un mundo de partículas y energía que estaba mucho más allá de lo perceptible con nuestros sentidos desnudos? Un experimento volador. Volar nos aleja de la corteza terrestre, del suelo que habitualmente pisamos. Si nos alejamos de la corteza terrestre, razonaron los investigadores, los átomos radioactivos deberían quedar cerca de la superficie y la energía que emiten debería quedar absorbida por los miles de metros de atmósfera que nos separarán de ellos. Esto debería traducirse en que los conductores cargados deberían perder carga eléctrica cada vez más despacio a medida que ganamos altura. En aquella época, el único medio disponible para ganar altura y perspectiva eran los globos aerostáticos.

Víctor Franz Hess, después de un importante trabajo de mejora de los aparatos de medida, para evitar ambigüedades y dudas en los resultados, realizó siete vuelos en globo y se dio de bruces con la realidad: la pérdida de carga eléctrica no sólo no disminuía sino que aumentaba con la altura. El Sr. Hess explicó estos resultados postulando la existencia de una energía que provenía del cosmos y tenía una capacidad de penetración mayor incluso que la proveniente de los átomos radioactivos de la Tierra. Por su descubrimiento y por los trabajos que le llevaron a él, Víctor Franz Hess recibió el premio Nobel en 1936 -compartido con Carl David Anderson, descubridor del positrón-.

Más adelante quedó claro que esta energía llega en forma de partículas a nuestro planeta y que la mayoría de estas partículas son protones. Estos chocan con las moléculas del aire y provocan auténticas cascadas de proyectiles secundarios tan energéticos que algunos de ellos penetran varios kilómetros bajo la superficie de la Tierra. Estas granizadas cósmicas llenarían de ruido la mayoría de los delicados experimentos con que los científicos indagan las profundidades más íntimas de la materia.

Para evitarlo, estos experimentos se encierran en laboratorios como el de Canfranc, donde todo lo que les rodea, y en especial los materiales de los recipientes que los contienen, han de ser de una pureza extrema para evitar que se cuelen en ellos átomos radioactivos y, por lo tanto, ruido. De esta forma, los oídos más sensibles que ha concebido el ser humano reposan en el silencio de las profundidades a la espera de que el Universo susurre tenuemente sus secretos.

Hall A del laboratorio subterráneo de Canfranc. En primer plano, el detector ArDM, Argon Dark Matter, un experimento con el cual se intentará detectar partículas de materia oscura mediante su interacción con núcleos de argón. Al fondo, el espacio destinado al experimento NEXT, con el que Juan José Gómez Cadenas, del Instituto de Física Corpuscular de Valencia, y sus colaboradores intentarán descubrir si el neutrino es su propia antipartícula. Para saber más sobre los experimentos instalados en el laboratorio subterráneo de Canfranc que intentan detectar materia oscura puede consultarse la página web: http://www.lsc-canfranc.es/es/experimentos/experimentos-actuales/materia-oscura.html. Para saber más sobre el experimento NEXT: http://next.ific.uv.es/next/ .Hall A del laboratorio subterráneo de Canfranc. En primer plano, el detector ArDM, Argon Dark Matter, un experimento con el cual se intentará detectar partículas de materia oscura mediante su interacción con núcleos de argón. Al fondo, el espacio destinado al experimento NEXT, con el que Juan José Gómez Cadenas, del Instituto de Física Corpuscular de Valencia, y sus colaboradores intentarán descubrir si el neutrino es su propia antipartícula. Para saber más sobre los experimentos instalados en el laboratorio subterráneo de Canfranc que intentan detectar materia oscura puede consultarse la página web: http://www.lsc-canfranc.es/es/experimentos/experimentos-actuales/materia-oscura.html. Para saber más sobre el experimento NEXT: http://next.ific.uv.es/next/ . Fuente: foto del autor.

¿Será nuestro lenguaje tan poderoso como el del Universo? En medio de esta inmensidad que parece superar toda medida humana, ¿tendrá nuestra pintura la paleta cromática necesaria para captar fielmente los colores del Cosmos, nuestra palabra el significado preciso para nombrar el mundo? Hay un par de cosas seguras. La primera es que no sólo hemos viajado miles de kilómetros desde nuestra cuna en África en generaciones sucesivas: también hemos expandido nuestra capacidad simbólica mucho más allá de la de nuestros ancestros.

Y en este punto de la historia sí podemos imaginar qué sienten los autores de los experimentos enterrados en el silencio sepulcral del laboratorio, en las entrañas de la tierra: curiosidad, inquietud, ansiedad, impaciencia. Quizá una leve punzada de insatisfacción, una vaga sensación de no disponer de las herramientas necesarias para hacer visible todo lo que hierve a nuestro alrededor. La segunda, es que el camino está lejos de llegar al final; basta una mínima chispa de imaginación para comprender que ante nosotros se extienden vastísimos territorios aún por explorar.

Tal vez sea imprescindible un mensaje para las generaciones futuras, una señal clara, robusta, que sobreviva a la fragilidad propia de las obras de arte más elaboradas. La huella de una mano. La pintura más sencilla con que nuestros ancestros adornaban las paredes donde pintaban: la huella de su propia mano, la más sencilla reivindicación de presencia, y quién sabe si de autoría, desde los albores de la Historia. El mirarse en el espejo y decir: aquí estamos, hasta aquí hemos llegado. Debería añadirse la huella de una mano a la entrada del laboratorio de Canfranc. Para que las generaciones futuras sepan que no esperamos menos de ellas.

Entrada al laboratorio subterráneo de Canfranc. Echo de menos algo. Falta un pequeño detalle.
¡La mano!

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Agradecimientos del autor: A Juan José Gómez Cadenas por haberme cedido su sitio en la visita al laboratorio en mayo de 2012, y a Concha González-García por haberme puesto en contacto con JJ. Los dos han sido muy amables y sin su ayuda este escrito no hubiera sido posible.

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Este artículo participa en la II edición de los Premios Nikola Tesla de divulgación científica y nos lo envía Víctor Guisado Muñoz. Estudió Física licenciándose por la Universidad de Barcelona. Cursó el Máster Astrofísica, Física de partículas y Cosmología impartido en esta misma Universidad. Cuenta con ocho años de experiencia como profesor de Física, Matemáticas y Ciencias para el Mundo Contemporáneo en diversos colegios de Barcelona y Madrid. Actualmente trabaja como profesor en el colegio Liceo Castro de la Peña de Barcelona.



Por Colaborador Invitado, publicado el 14 diciembre, 2012
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