Lyle Lanley: Hola, pequeña. ¿Preguntándote si tu muñeca podrá montar gratis en el monorraíl? Lisa Simpson: Más bien no. Me gustaría que explicara por qué deberíamos construir un sistema de transporte público de masas en un pueblo pequeño con una población centralizada. Lyle Lanley: Señorita, esta es la pregunta más inteligente que me han hecho. Lisa Simpson: ¿De verdad? Lyle Lanley: Podría darte una respuesta, pero los únicos que la entenderíamos seríamos tú y yo. Eso incluye a tu profesora. [Lisa se ríe, orgullosa.] Lyle Lanley: ¡Siguiente pregunta!Posteriores episodios de Los Simpson hacen difícil creer que Springfield sea precisamente un pueblo pequeño. Aquí, sin embargo, estamos todavía en la cuarta temporada. Todavía no habíamos visto el mar, el lago, Sprooklyn o Springfield Oeste —dos veces más grande que Texas. De hecho, la pregunta de Lisa tendría prácticamente la misma pertinencia si asumiéramos que Springfield es el típico suburbio estadounidense: una sucesión de casas unifamiliares con jardín al estilo del 742 de Evergreen Terrace. ¿Por qué construir un medio de transporte de masas en un pueblo pequeño con poca densidad de población? Los sistemas de transporte urbano se dimensionan para que se llenen: dado que al menos la construcción suele estar financiada por instancias públicas, qué menos que pretender que, dado ese coste invariable, el sistema produzca la mayor cantidad de transporte posible. Se hace difícil garantizar algo así en un sistema de alta capacidad ubicado en una población pequeña. O, de hecho, para cualquier tipo de transporte en una población de baja densidad. «Marge contra el monorraíl» era una sátira mordaz contra la credulidad de la población ante un proyecto inútil, aunque atractivo en apariencia. Lo que suele olvidarse de esta historia es el por qué el monorraíl de Lanley fallaba estrepitosamente. No lo hacía debido a la inadecuación que apuntaba Lisa, sino a que su promotor malversaba fondos. El relato se transforma hacia el final en una película de catástrofes setentera, pero no debido a que los monorraíles tengan ese destino inevitable, sino a que estaba criminalmente mal construido. Es el mismo caso que el de la central nuclear de Springfield: no puede ser considerada un ejemplo fiable de los efectos de la energía atómica sobre la población. Y esto, por mucho que los ecologistas hagan auténticos esfuerzos para convencernos de que su conocimiento de este tipo de energía proviene en exclusiva de Los Simpson.«Marge vs the Monorail», Los Simpson, temporada 4, episodio 12.
Si el monorraíl es el futuro del transporte, ¿por qué no hay más monorraíles?
La pregunta en el aire, deseando ser planteada, es esta: ¿por qué los futuristas monorraíles no atraviesan nuestro paisaje urbano? Uno lee el reciente artículo de Zigor Aldama en Retina, suplemento del diario El País, y es difícil contener la impresión de que el monorraíl (de fabricación china) esté a punto de conquistar el mundo. ¿Cómo no pensarlo? Algo que cuesta, según el artículo, la quinta parte que una línea de metro equivalente y se construye en la tercera parte del tiempo tiene que ser necesariamente atractivo. Si a esto le añadimos que es prácticamente autónomo, silencioso, de bajo consumo eléctrico y que los pasajeros disfrutan de bonitas vistas a la vez que se evita la posibilidad de colisiones a nivel de suelo con vehículos privados, la impresión que nos queda es que el monorraíl es algo prácticamente inevitable. ¿Es cierto? En la historia de la ingeniería es extremadamente raro que las razones que propulsan el éxito de una clase de sistemas frente a otras sean exclusivamente políticas o humanas. Dicho de otra forma: dudad muy fuerte cuando leáis que «no quieren» implantar tal o cual solución porque «los grupos de presión», «los lobbies» o «la industria» así lo ordena. Es cierto que General Motors estaba detrás de la empresa que se hizo en los años cuarenta con la operación de redes de tranvías a lo largo de todo Estados Unidos para, poco tiempo después, cerrarlas. Pero la historia real es más profunda que una simple, aunque genuina, maquinación. La clave última residió en la combinación fatal entre precios ridículos para el combustible y externalidades negativas completamente ocultas tanto para los reguladores como para la opinión pública. Así pues, ¿qué pasa con el monorraíl? ¿Es una basura? ¿O somos los de la industria del transporte los que conspiramos para que no llegue a agraciar nuestras ciudades?Ventajas e inconvenientes de un icono
Sorprendentemente —pista: no—, la respuesta es «mu», ese estupendo adverbio que propuso Douglas Hofstadter para contestar a preguntas con truco del tipo «¿has dejado de pegar ya a tus hijos?». ¿Sí, no? ¡Todo lo contrario! A veces una línea de monorrail es la solución. Permite mover cantidades de personas similares a las del metro ligero, a velocidades parecidas. Puede construirse sobre pilares, lo que facilita el paso sobre infraestructura existente y evita reordenamientos en superficie muy caros o incluso imposibles. Admite radios de curvatura pequeños para adaptarse a las peculiaridades del urbanismo subyacente —pero a velocidades también pequeñas, naturalmente. Supera pendientes más pronunciadas que las que puede remontar cualquier vehículo sobre raíles, ya que usa neumáticos para moverse por su viga central. Puede adaptarse a condicionantes geográficos muy complicados, incluso con tramos sobre agua. A cambio, la lista de inconvenientes es también larga: si la construcción es sobre pilares, las estaciones también deben ser elevadas. Esto las encarece. Rescatar un convoy averiado que no pueda rodar por sí mismo no es un asunto menor, al no poder hacerse desde las propias vías. Evacuar un tren en caso de incendio tampoco es trivial. Requiere alcanzar zonas de servicio y emergencia específicas. O, como es el caso en algunos países, toda la infraestructura ha de estar provista por normativa de pasarelas con barandillas y salidas de emergencia, aumentando así su peso, su huella urbana y su coste Nadie desea asomarse por la ventana y ver pasar un tren a unos metros de distancia, por silencioso y futurista que sea. Por ello, algunos monorraíles japoneses disponen de ventanas opacables automáticamente, eliminando así la ventaja de poder ver el paisaje en tramos comprometidos. Desde el punto de vista del urbanismo, las zonas cubiertas por los tableros de los puentes siempre son delicadas. Tienden a acumular basuras, están peor iluminadas que áreas a cielo abierto y acogen casi naturalmente comportamientos marginales. Ahora imaginemos un puente que se extiende por decenas de kilómetros en el corazón de una ciudad. Y me dejo para el final mi favorito, por lo que supone de triunfo tecnológico para el monorraíl, a la vez que problema en comparación con los medios guiados sobre vía convencional: las agujas. ¿Cómo demonios puede un monorraíl «cambiar de viga»? Mirad qué maravilla: La tecnología de la viga segmentada está lo suficientemente probada como para poder aseverar que los cambios de vía en monorraíles no son un problema —no como los cambios de tubo en el hyperloop, queridos fans de Elon Musk. Sin embargo, las «agujas» más frecuentes en los monorraíles —hay más sistemas, pero vienen con sus propios problemas— son un orden de magnitud más pesadas y caras que las convencionales. Las cocheras, lugares donde se almacenan y reparan los vehículos, son infraestructuras especialmente complejas y caras en sistemas de monorraíl. Y, en general, hay menos cambios de vía disponibles en una línea de monorraíl que en una equivalente de tranvía, metro ligero u otros tipos de ferrocarril. El resultado: la operación más inflexible. En un ferrocarril convencional un fallo de catenaria o un obstáculo que afecte a una sola vía de un trayecto en vía doble banalizada (es decir, cuya señalización suporte la circulación en ambos sentidos por ambas vías) no impide que funcione en modo degradado (es decir, mal, pero sin cesar del todo de prestar servicio; el vocabulario ferroviario es extenso). Esto es así gracias a que a la entrada y salida de las estaciones, y a veces en instalaciones intermedias, hay pares de agujas que permiten cambiar de una vía a la otra. De hecho, la cantidad de agujas que puede llegar a haber en las proximidades de cualquier estación con más de dos vías puede llegar a ser mareante. Este vídeo del administrador ferroviario británico Network Rail es bastante ilustrativo al respecto de cómo funcionan. Por último: no existe ninguna circunstancia técnica que impida que un ferrocarril convencional disponga de un grado muy elevado de automatización, similar a la descrita para los monorraíles del artículo de Retina. Son cada vez más frecuentes en metros y similares sistemas denominados ATO (Automatic Train Operation, u Operación Automática de Tren), que permiten llegar al extremo de reservar para el conductor, ya denominado «agente de tren», la importante tarea del cierre de puertas. Sin ironías, que nos conocemos: es una tarea crucial. Yo no dejaría hoy por hoy en manos de una máquina la decisión de dar o no la salida en condiciones de gran aglomeración de público. Incluso los sistemas people mover sin tripulación de a bordo comunes en los aeropuertos controlan el cierre de puertas mediante operación remota y cámaras de vigilancia. Además, si algo falla (modo degradado), el conductor estará ahí para saber qué hacer.¿Hay un monorraíl en nuestro futuro?
La sabiduría convencional de los expertos en transporte indica que el monorraíl es un sistema real que puede ser considerado en algunos casos específicos como alternativa al metro ligero. Pero incluso en el caso de que su implantación en un proyecto concreto resulta en un ahorro de costes, sería necesario evaluar si no terminará arrumbado por problemas de crecimiento o interoperabilidad con líneas ferroviarias existentes o futuras. No por nada Sydney cerró su futurista monorraíl hace algo más de cinco años, entre expresiones de nostalgia ochentera y acusaciones políticas de ser un «elefante blanco». La moraleja, como en cualquier historia sobre sistemas de transporte, se puede resumir en tres simples palabras. No nos flipemos.Otra instancia más de Homo sapiens. De pequeño quiso ser científico, astronauta y ganar dos premios Nobel. Conforme fue creciendo estas aspiraciones sufrieron progresivos recortes: finalmente se quedó en ingeniero de telecomunicaciones. Con más años de experiencia de los que quiere reconocer en la intersección del tren con las tecnologías de la información, trabaja en la actualidad en el apasionante campo de la innovación ferroviaria como director de innovación en Telice, S.A.. Tímido en rehabilitación y con más aficiones de las que puede contar, cuando tiene tiempo escribe sobre cualquier cosa que le llame la atención: ciencia, espacio, ingeniería, política…