El cerebro ético programado

Por Colaborador Invitado, el 26 julio, 2019. Categoría(s): Divulgación • Neurociencia

Ética filosófica y ética neurocientífica

Desde tiempos muy antiguos –un origen que más o menos convencionalmente podemos situar en la Grecia clásica– la reflexión filosófica sobre el comportamiento humano se topa con el fenómeno fácilmente observable de que las costumbres y normas sociales son diferentes en distintos lugares: son diferentes en Atenas y en Esparta, en Grecia y en Persia, al norte y al sur del Mediterráneo. Y hoy día sigue ocurriendo lo mismo, entre París y Singapur, entre Buenos Aires y Moscú, incluso entre Madrid, donde yo vivo, y otros lugares de España. De la reflexión sobre esta diversidad cultural surge precisamente la ética filosófica, señaladamente con Platón y Aristóteles: entre tanta diversidad e incluso contradicción de costumbres, ¿hay una universalidad, hay una constancia, que pueda orientar nuestra vida?

Platón y Aristóteles (detalle de La Escuela de Atenas, de Rafael Sanzio)

La perspectiva neurocientífica busca algo diferente. Ésta se interesa por el fundamento del comportamiento humano en las constantes de raíz biológica, en lo innato: en el cerebro, en tanto que estructura orgánica común a todos los miembros del género humano, que de alguna manera estaría “programado” para comportarse conforme a determinadas normas. Pero, así, la neurociencia ha cambiado el objetivo: ya no trata de “fundamentar” la ética, entendida como conocimiento del bien y el mal (lo que debe hacerse y lo que debe evitarse); sino que, como haría cualquier otra ciencia experimental ante un determinado tipo de fenómenos, se limita a tratar de entender el comportamiento humano como de hecho ocurre: su regularidad. Aquí ya no se trata de proporcionar una explicación alternativa a lo que tradicionalmente se ha considerado “ética”, sino que se ha cambiado completamente el objeto de estudio. Se ha sustituido la pregunta, ¿por qué estoy obligado?, por esta otra, ¿por qué me siento obligado?

Comportamiento programado: ética y aritmética

¿Hasta qué punto puede decirse que el comportamiento ético esté programado en el cerebro, de modo análogo al modo en que podría estar programado en una inteligencia artificial? Es ciertamente posible que determinados comportamientos que consideramos éticos estén como programados de modo innato en el cerebro (por ejemplo, el cuidado de los hijos y otras formas de altruismo con parientes biológicamente cercanos). Ahora bien, esta programación de la norma ética en el cerebro, si fuera detectada empíricamente, midiendo regularidades, no probaría de ninguna manera la validez de la norma. Es decir, la investigación empírica del cerebro puede explicar que un determinado comportamiento sea percibido como obligatorio, pero no que sea obligatorio en sí mismo.

El cuidado de los hijos probablemente está programado en el cerebro de modo innato; por otra parte, está claro que, lamentablemente, no es una programación infalible…

Del mismo modo, el hecho de que sepamos hacer operaciones aritméticas no prueba la validez de la aritmética. Es decir, las leyes de la aritmética tienen validez independiente del cerebro, y el contraste entre estas leyes y el funcionamiento del cerebro, si acaso, servirá para validar el cerebro (“funciona bien”), no la aritmética, que es válida por sí misma. El funcionamiento real (empírico) del cerebro no es un testimonio válido acerca de qué sea la ética o la aritmética; tanto la ética como la aritmética son normas, y como tales miden al cerebro, pero no son medidas por él: son a priori, siguiendo la terminología kantiana. Por decirlo más coloquialmente, el cerebro sabrá si se ajusta o no se ajusta a la norma, pero no vamos a cambiar la norma -ética o aritmética- para que se ajuste al cerebro. Por lo tanto, no podemos descubrir la ética ni ningún otro conocimiento normativo en el cerebro, lo cual nos deja con la pregunta en el aire: ¿cómo sabemos la validez de la norma?

Naturalmente, tú, lector, puedes pensar: “no hay ninguna norma ética válida en sí misma; lo único que hay son normas que percibimos como obligatorias (ya sea por imperativo biológico o cultural); pero no hay normas obligatorias en sí mismas”. No es mi propósito ahora refutar esta forma de pensar, que esencialmente es un rechazo a la ética filosófica, a la posibilidad de conocer racionalmente el bien y el mal. Tan solo deseo dejar claro que la “ética neurocientífica” no es un sustituto válido de la “ética filosófica”, porque de hecho son cosas completamente diferentes. La primera se ocupa del “ser”, lo que ocurre, mientras que la segunda se ocupa del “deber-ser”, lo que debería ocurrir.

Ética y neurociencia

En tanto que ciencia empírica, la neurociencia tiene muy poco que decir (en realidad, nada) acerca de la ética o la aritmética, o cualquier otro conocimiento normativo. ¿Qué podemos concluir del análisis comparativo del funcionamiento del cerebro de distintas personas, cultas e incultas, racionales o emocionales, sanas o enfermas? Pues podremos concluir si unas u otras se ajustan mejor o peor a la norma ética o aritmética, o si la norma es más o menos fácil de conocer; podremos estudiar incluso cómo influyen distintos estilos educativos en la configuración ética del cerebro; pero no podemos concluir nada acerca de la norma considerada en sí misma.

Con la observación empírica de los fenómenos neurológicos podremos satisfacer nuestra curiosidad acerca de los circuitos cerebrales que entran en juego en las decisiones humanas, y tal vez curar a personas enfermas gracias a ese conocimiento –aunque no faltarán, sin duda, quienes lo usarán como instrumento de poder para manipular mejor a los demás–, pero no mejorará nuestra comprensión de la ética ni de la aritmética. La neurociencia puede tal vez ayudarnos a descubrir en el cerebro humano la capacidad de juicio moral, una supuesta estructura ética universal que integrase lo cognitivo y lo emotivo, porque esto sí sería un fenómeno observable, susceptible por tanto de estudio científico; pero la neurociencia no puede decir nada acerca del contenido de la ética, cuáles deben ser sus normas y valores, qué es lo bueno y qué es lo malo.

Se han vuelto muy populares los experimentos en los que se analiza la reacción de las personas ante determinados dilemas éticos, tomando como modelo el conocido dilema del tranvía (un experimento mental ideado originalmente en 1967 por Philippa Foot). Así podemos conocer tendencias, es decir, en qué proporción los sujetos de una determinada muestra tienden a tomar una decisión u otra: mover o no mover la palanca que desvía el tren, y así salvar o condenar a unas u otras víctimas potenciales. Podemos conocer una regularidad psicológica, quizás incluso con base biológica; pero de ninguna manera podemos conocer así la norma ética, porque la norma no se conoce empíricamente a partir de la regularidad, de la reacción mayoritaria de la gente. Al contrario, lo que podemos saber es si esa gente razona bien o razona mal en función de que su pensamiento se ajuste o no a las normas y valores éticos.

¿Qué podemos aprender con el dilema del tranvía?

Sería descabellado, por ejemplo, programar el comportamiento de un vehículo autónomo para que se ajuste a la más frecuente de las acciones elegidas por humanos ante dilemas semejantes al del tranvía (tal como, aparentemente, se pretende con el ya famoso experimento The Moral Machine); o para que elija actuar de diversas maneras, elegidas con cierta aleatoriedad, pero con una distribución estadística semejante a la de los humanos. El referente ético, por muy difícil que sea de conocer, no se limita a reflejar la “moda”, el comportamiento dominante. Estos experimentos no dicen nada sobre la verdad del razonamiento ético, que siempre estará más allá de lo verificable. No puede haber evidencia empírica de la norma, igual que no puede haber evidencia empírica del diseño.

El método científico y el imperativo moral

Dicho de otra manera, el imperativo moral no puede conocerse mediante el método científico: los principios éticos no se pueden derivar de experimentos verificables; el promedio de conducta, la tendencia observada, no puede convertirse sin más en norma de conducta. Tener un comportamiento ético no consiste en imitar a la mayoría; es decir, lo normal en sentido estadístico no es necesariamente normal en sentido normativo. Análogamente, que la gente se equivoque al sumar no dice nada en contra de las reglas de la aritmética: la aritmética trasciende todos los cuadernos escolares. Si el cerebro está como “programado” –tiene una fuerte tendencia– para la conducta solidaria y la Regla de Oro (“no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”), lo más que podemos hacer es congratularnos de que el cerebro esté bien hecho, pero no podemos derivar de ahí que la solidaridad y la reciprocidad sean valores éticos.

Por ejemplo, si ocurre que un gran porcentaje de los niños siente repulsa a dañar a un semejante para salvar a otros cinco, eso no significa que esté mal hacerlo, ni que dañar sea malo; la estadística no nos dice si tenemos que educar a los niños en confirmar o rechazar esta repulsa. El experimento nos enseña lo que sienten los niños acerca de lo que está mal, pero no nos enseña lo que está mal en sí mismo. Y si no lo sabemos antes de comenzar el experimento, tampoco éste nos lo enseñará; o ya lo sabemos antes, o no hay nada que hacer por esta vía.

Sin negar la importancia de los sentimientos para el conocimiento moral, no podemos fiarlo todo a las reacciones emocionales; el componente emotivo juega sin duda un papel importante, aunque no es fácil saber cuál debe ser ese papel. Las emociones son ambivalentes, y tan anclados están en nosotros los sentimientos solidarios como los egoístas, tan instintiva es la agresividad como la compasión, y en nombre de una o de la otra se pueden realizar actos heroicos o cobardes; de modo que no podemos tomar las emociones “en bruto”, sin más, como regla de conducta, sino que tienen que ser educadas, como el resto de las facultades humanas.

¿Cómo sabemos si el cerebro está correctamente programado?

En el cerebro, con experimentos de todo tipo, podemos encontrar lo programado o entrenado, lo tendencial, lo espontáneo, las estructuras y dinamismos que nos impulsan a actuar de una forma u otra con determinada probabilidad. No obstante, si buscamos lo programado no encontraremos lo ético. Es decir, aquello que conozco como bueno, que me apela; aquello a lo que no respondo automáticamente, sino libremente; aquello que es una llamada, un rostro que me interpela, y me dice, “eh, ayúdame”, o bien, “eh, que no puedes hacer esto”. Dicho de otra manera, si la Regla de Oro aspira a convertirse en un imperativo ético, no tiene suficiente con certificar que se trata de una pulsión instintiva, programada.

 

Este artículo nos lo envía Gonzalo Génova, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid. Aparte de mis clases de informática, también imparto cursos de humanidades en los que trato temas de filosofía de la tecnología y pensamiento crítico.

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