El tema del genio que supera la adversidad es uno de los que más me han atraído siempre y, entre los muchos casos sobre los que he escrito, es el que nos ocupa uno de los más asombrosos. El siguiente texto corresponde a la versión para Naukas del artículo que publiqué en la edición de julio de 2019 de la revista Historia de España y el mundo.
El protagonista de esta historia fue un genio sin par que logró sobrevivir a una de las mayores pesadillas del siglo XX y, no sólo consiguió resistir, sino que llevó a la luz desde la oscuridad de un campo de concentración nazi una verdadera maravilla mecánica.
Sus captores, conociendo la precisión de las máquinas que fabricaba en su empresa, encargaron a Curt diversos diseños, único pasaporte para continuar vivo. Llegó a oídos de los oficiales de las SS que también que había ideado una calculadora de mano realmente revolucionaria y, por supuesto, desearon hacerse con ella. Lo más irónico, a la vez que terrible, era que el primer modelo funcional que lograra fabricar, iba a ser un regalo para Hitler destinado a celebrar la victoria final en la guerra. Aquello, por fortuna, nunca sucedió, pero mientras tanto le sirvió a Curt para sobrevivir hasta la liberación del campo en 1945. Tras la guerra, soñó de nuevo con su máquina, con comercializarla, pero había un pequeño problema: muchos de los diseños que durante tantos años había ido creando se habían perdido en la guerra. La única solución era volver a dibujarlos de memoria, mientras recuperaba sus prototipos de antes del conflicto.
Una pasión familiar
Hay que tener en cuenta que una calculadora de la época nada tenía que ver con lo que hoy conocemos como tal. Nuestras calculadoras electrónicas son la evolución lógica y miniaturizada de lo que desde los siglos XVII y XVIII eran las máquinas de calcular mecánicas. A principios del siglo XX ya existían algunos modelos electromecánicos, esto es, aquellas calculadoras mecánicas que utilizaban el auxilio de la electricidad para su funcionamiento interno, pero aquello no dejaba de ser un complemento, pues todo el conjunto seguía siendo aparatoso y repleto de engranajes y complejos mecanismos (los modelos más avanzados se podían “programar” por medio de tarjetas perforadas).
Fue en 1906 cuando la nueva compañía fabricante de calculadoras mecánicas vio la luz en Viena. Con la ayuda de un banquero austriaco a quien había conocido en sus tiempos de agente comercial, Samuel pasó a dirigir su propia empresa, haciéndose cargo tanto de la oficina técnica como del área de ventas. Una de las más importantes lecciones que Samuel había aprendido en su época como vendedor de maquinaria de oficina era que rodearse de un equipo competente era algo vital. Sus nuevas calculadoras fueron, desde el primer momento, tan buenas o mejores que las de la competencia porque, además del ingenio de Samuel, contaban detrás con un equipo humano de lo mejor de Europa.
Las calculadoras de Samuel mejoraron hacia 1910 cuando pasaron a ser electromecánicas, con ese cambio ya no había que tirar de palancas para ejecutar los cálculos, sino que se podían introducir los valores numéricos con un teclado de forma suave y el resultado se ejecutaba automáticamente. Todo marchaba bien, de la contabilidad se ocupaba su esposa, madre de Curt, que además se encargaba de las exportaciones y del desarrollo de nuevas patentes. De hecho, aquella pequeña empresa logró más de una treintena de patentes hasta la Primera Guerra Mundial. El equipo formado por Samuel y Marie era imparable, mejorando la fábrica continuamente, mientras en medio de aquel ambiente, cuidando de él su abuela paterna, iba creciendo Curt. Era un paraíso que se hundió, como toda Europa, en medio de la pesadilla de la Gran Guerra. La libertad creativa se había acabado, ya no se vendían calculadoras y, tal como sucedió al filo del siguiente conflicto mundial, fueron obligados a producir artilugios de precisión para el ejército. La mayor parte de los artesanos y mecánicos dejaron la plantilla, obligados a alistarse. Fue un desastre que no terminó ahí, porque incluso Samuel fue obligado a alistarse, ¡y eso que contaba ya con casi cincuenta años de edad! Por fortuna, debido a una enfermedad, no vio la primera línea de combate, pero debió permanecer lejos de Viena y de su fábrica en medio de tan peligrosos tiempos, mientras Marie se hacía cargo de todo junto a uno de los maestros mecánicos que quedaban en activo.
Mientras Europa enloquecía, Curt iba creciendo. Primeramente pensó en dedicarse a la música, pero el ambiente familiar le inclinó a estudiar ingeniería mecánica. Un paso lógico que en 1921, recién salido de la escuela industrial, le llevó a trabajar con sus padres. Toda ayuda era necesaria, la guerra había terminado y todo era un desastre, las máquinas estaban destrozadas por haber trabajado sin descanso para los militares, no quedaba personal especializado, no había ingresos y la inflación era astronómica. La familia Herzstark decide entonces buscar el modo de sobrevivir, comprando máquinas calculadoras de segunda mano en Estados Unidos (los contactos de la época comercial de Samuel en Remington fueron muy útiles para ello) y arreglándolas para venderlas a oficinas en Austria por un pequeño beneficio. Nadie podía comprar entonces en Viena calculadoras nuevas. También vendieron las máquinas que habían quedado almacenadas antes de la guerra, todo era poco para sobrevivir. En esa época de penurias el joven Curt, que había aprendido entonces a hablar algo de inglés, alimentaba su ímpetu de juventud con las revistas de mecánica y ciencia que le llegaban a su padre desde Estados Unidos. Las nuevas ideas bullían en su cabeza, pero no había forma de ponerlas en práctica ante la ruina. Su padre le envío a Alemania para trabajar durante un año en varias factorías, con lo que regresó con la experiencia que le faltaba. Los Herzstark, de nuevo juntos hacia 1925, inician entonces un nuevo camino ascendente y lleno de idealismo. Curt se dedicó a las ventas y exportaciones, mientras inventaba nuevas formas de arreglar y mejorar las viejas máquinas.
De la prosperidad a un nuevo desastre
Con el paso de los años Curt fue ganando responsabilidades en la empresa. Su padre pasó a ocuparse poco a poco de otros negocios, como un cine que había comprado en Viena, una pasión que le venía de tiempos de la Gran Guerra, cuando en retaguardia le habían encargado trabajar en un cine de campaña destinado al entretenimiento de las tropas. Llegados los años treinta, golpeados de nuevo, en este caso por la depresión mundial, el panorama no era precisamente brillante, los nazis se hacían dueños de Alemania y todo parecía oscuro en el futuro de Austria. La compañía continuaba adelante, pero en medio de grandes dificultades. La relativa prosperidad de finales de los años veinte se dejaba a atrás, pero había que seguir fabricando calculadoras. Y, entonces, en medio de todas aquellas sombras, en vez de tirar la toalla, Curt comienza a obsesionarse con una idea. Allá donde iba, desde hacía años, todos sus clientes le comentaban que las máquinas de calcular eran muy útiles, pero eran pesadas y voluminosas. Por el contrario, las reglas de cálculo cabían en el bolsillo y todos los técnicos, ingenieros y científicos las utilizaban. Todos le pedían, medio en broma, si sería posible crear una calculadora de bolsillo que fuera realmente práctica. Esa fue la chispa que alimentó la obsesión de Curt durante los años siguientes, lograr una calculadora mecánica de bolsillo que fuera fiable y precisa, además de sencilla de utilizar. Nadie había conseguido antes algo parecido. Sí, se vendían pequeñas calculadoras de bolsillo, que por lo general no dejaban de ser reglas de cálculo mejoradas de alguna forma simple, pero lo que Curt buscaba era tener en la palma de la mano toda la potencia y eficacia de una calculadora de oficina de la época, de esas que ocupaban el tamaño de una maleta grande por lo general.
En una entrevista ofrecida a Erwin Tomash grabada en 1987, Curt Herzstark comentaba lo siguiente sobre sus clientes de finales de los años veinte y principios de los treinta:
…mientras estaba en ventas, la gente decía una y otra vez: «Sí, es bonito, pero ¿no hay nada más pequeño?» Era una época en la que había mucha publicidad sobre máquinas calculadoras. Todos los que eran técnicos, llevaban su regla de cálculo. Pero para calcular, el equivalente mecánico no existía. La gente decía una y otra vez: «¿Existe algo pequeño como una regla de cálculo?» Pero no había tal cosa. Empecé a concentrarme en las posibles soluciones y al principio, naturalmente, no llegué más lejos. Más tarde, tuve la idea de que debía mirar todo al revés. Pensé para mí mismo, voy a fingir que ya lo he inventado todo. ¿Qué aspecto tiene que tener este tipo de máquina para que alguien pueda utilizarla? No puede ser un cubo o una regla, tiene que ser un cilindro para que se pueda sostener en una mano. Y si uno puede sostenerlo con una mano, entonces se puede manejar con la otra mano. Se puede trabajar con ella a ambos lados o arriba y abajo. Puede hacer que la respuesta aparezca en la parte superior. En cualquier caso, empecé a diseñar la máquina ideal desde el exterior antes de diseñar el interior…
Había sobrevivido, pero nuevamente Europa era un desastre. En 1946 patenta lo que luego se llamó CURTA, su revolucionaria calculadora, que por fin podía ver la luz. En lo que duró el cautiverio, su fábrica había seguido funcionando, bajo dirección de su hermano pequeño y de su madre, pero con control militar. Curt pudo recuperar sus viejos modelos, los ensambló de nuevo y los mejoró. No podía producir sus nuevas calculadoras y era muy complicado encontrar inversores, de nuevo todo parecía oscuro, hasta que unos comisionados del pequeño Principado de Liechtenstein, que buscaban ingenieros para su país, conocieron la máquina… y se enamoraron de ella.

El Príncipe de ese pequeño lugar perdido en los Alpes deseaba crear una base de economía industrial para su país en la posguerra y fue personalmente quien decidió apoyar a Curt. De aquella forma salió a producción la CURTA, la más genial calculadora mecánica de bolsillo jamás creada, hoy objeto de coleccionismo. Hasta que en los años setenta las calculadoras electrónicas la destronaron, la CURTA reinó en el mundo de los ingenieros, los científicos y los técnicos. Con la pequeña máquina de Curt, un cilindro negro primorosamente ensamblado y dotado de diales deslizantes con los que poder sumar, restar, multiplicar, dividir y hacer otras clases de variados cálculos, se revolucionó el mundo. Finalmente, tras sobrevivir al infierno, Curt Herzstark había logrado su sueño.
Referencias
[1] Oral history interview with Curt Herzstark. Charles Babbage Institute, 1987.
[2] Cliff Stoll, “The Curious History of the First Pocket Calculator,” Scientific American, Enero de 2004.
Alejandro Polanco Masa (Palencia, 1975). CTO / Consultor en GIS y Teledetección Espacial. Autor de varios libros de divulgación científica como Herejes de la Ciencia, Crononautas, Made in Spain, Aviones bizarros, The Minimal Geography Atlas, Physics Atlas 1889 y Pandemic Atlas. También es autor de la novela de ciencia ficción El viaje de Argos.