Utilitarismo: ¿se puede calcular la felicidad?

Por Colaborador Invitado, el 19 noviembre, 2021. Categoría(s): Divulgación • Miscelánea

El utilitarismo es un sistema de pensamiento ético construido a finales del siglo XVIII por Jeremy Bentham [1] y desarrollado posteriormente -de forma bastante crítica- por John Stuart Mill [2]. La máxima utilitarista o “principio de la mayor felicidad” establece que la mejor acción es la que produce la mayor felicidad y bienestar para el mayor número de individuos involucrados. En palabras de Mill, “la felicidad es deseable y lo único deseable como fin en sí, siendo todo lo demás únicamente deseable como medio para este fin”.

Jeremy Bentham (1748-1832) y John Stuart Mill (1806-1873)

Probablemente, el principal atractivo del utilitarismo es que evita imponer prohibiciones absolutas, y proporciona un sistema ético donde aparentemente no son necesarias. Así que la gente que es reacia a reconocer prohibiciones morales absolutas es propensa a explicar su moralidad y justificar sus acciones en términos utilitaristas. No estoy censurando esta actitud: admito sin vacilar que hay gente de admirable rectitud moral que tiene serias dificultades para aceptar que pueda haber acciones moralmente injustificables en sí mismas; injustificables incluso en circunstancias extraordinarias. Lo que piensan es, más bien, que toda acción debería ser valorada mediante un balance de sus consecuencias, sus efectos positivos y negativos, sin imponer ninguna prohibición absoluta a priori.

Lo que sí pretendo argumentar es que el utilitarismo no puede servir como regla práctica de conducta, es decir, se quedará en una vaga orientación que no puede proporcionar indicaciones precisas para la acción. En otras palabras, por mucho que les pese a sus partidarios, no es posible tomarse en serio el utilitarismo.

El cálculo de la felicidad

“La mayor felicidad y bienestar para el mayor número de individuos…” ¿Se puede medir la felicidad? Bentham pensaba que sí, y para lograrlo hizo una clasificación de placeres y dolores y hasta propuso un sistema de cálculo felicítico (felicific calculus). En este sistema el valor de un placer (medido en hedones) viene dado por siete variables o atributos: intensidad, duración, certeza de obtenerlo, proximidad en el tiempo, fecundidad para otros placeres, pureza (sin mezcla de dolor) y extensión (a cuántos individuos afecta). En notación matemática:

H = f(I, D, C, P, F, U, E)

Una forma muy simple de relacionar estas siete variables sería mediante un promedio ponderado (como la nota final de una asignatura, que depende en un 20% de ejercicios de clase, 50% ensayo o trabajo individual y 30% de examen final):

H = a1·I + a2·D + a3·C + a4·P + a5·F + a6·U + a7·E

Una vez calculado el valor H en hedones de un posible placer a la vista, se compara con los demás placeres posibles, y se elige el de mayor valor. Un algoritmo muy sencillo.

Demasiado sencillo. Ya es mucho suponer que H se pueda calcular como un promedio ponderado de varios factores. También es mucho suponer que H sea una función creciente de todas y cada una de esas variables: por ejemplo, si disfruto con el cine, ¿vale el doble en hedones una película del doble de duración? Y también es mucho suponer que los coeficientes a1…a7 sean iguales para todas las personas: habrá quienes valoren más la intensidad, otros la duración, otros la certeza de obtenerlo… Y está claro que la extensión o número de personas no puede añadirse como un sumando más, sino que habría que calcular H para cada uno de los individuos involucrados, cada uno usando su propio juego de coeficientes. ¿Y quiénes son los individuos involucrados? ¿Los ya casi 8.000.000.000 de habitantes actuales del planeta? ¿No habría que considerar también a los habitantes del futuro? (De los pasados, ciertamente, podemos olvidarnos, porque nada de lo que hagamos cambiará su “medida” de felicidad.)

Otros, como Peter Singer [3], basándose en las ideas de Bentham, pretenden incluir a todos los seres vivos sintientes dentro de la ecuación. Razonando así podríamos llegar a esto: “el ser humano es el único que puede evitar que un meteorito acabe con toda la vida en el planeta, así que el desarrollo tecnológico humano es máximamente beneficioso para la vida de todos los demás vivientes”. No creo que a los animalistas les guste nada esta conclusión.

Maximizar una función

“La mayor felicidad y bienestar para el mayor número de individuos…” Examinemos el problema desde otro punto de vista. Como decía, es poco creíble que H sea una función creciente de cada uno de los atributos de un posible placer. No quiero abusar de terminología matemática, pero cuando una función no es creciente sin más (los matemáticos dicen “monótonamente creciente”), entonces presenta “altibajos”, es decir, máximos y mínimos (el máximo placer en el cine se obtiene cuando una película dura entre 110 y 130 minutos, por ejemplo). Como se ve en la figura, los máximos y mínimos pueden ser locales o globales, y existen métodos relativamente sencillos para calcularlos, siempre que se conozca la expresión matemática de la función.

Máximos y mínimos de una función

Pero esto es solo el caso sencillo de una función que depende de una única variable. Cuando depende de dos variables, podemos representar la función en tres dimensiones, donde las dos variables se representan como coordenadas horizontales y el valor de la función es la altura sobre el plano.

Una función de dos variables representada en 3D

Imagina un paseo por el campo y que llegas a un prado con lomitas (máximos locales) y hondonadas (mínimos locales) que se extiende delante de ti. El máximo global será la más alta de las lomitas. Nuevamente, es en principio posible calcular dónde están las lomas y hondonadas, y cuál es la más alta y la más baja; pero esto solo es factible cuando se conoce la expresión matemática de la altura en función de las coordenadas horizontales, y cuando además esta expresión es bastante sencilla, lo cual es mucho suponer en el caso del “cálculo felicítico”.

Lomas y hondonadas paseando por el campo

Por el contrario, si estamos en el campo y no tenemos un mapa (no conocemos la expresión de la función), entonces para averiguar cuál es la loma más alta no hay otra que subir a cada una de ellas, medirlas, y quedarse con el valor máximo. Si además hay niebla (o sea, no tenemos ni idea de cómo es el relieve del campo más allá de unos pocos metros), podemos creernos que hemos encontrado la loma más alta después de algunos ensayos, y no obstante estar todavía muy lejos del resultado óptimo.

Computabilidad y optimización

Podemos tomar el problema del viajante como paradigma de problema de optimización que se formula muy fácilmente, y sin embargo es dificilísimo de resolver. El problema responde a la siguiente pregunta: dada una lista de ciudades y las distancias entre cada par de ellas, ¿cuál es la ruta más corta posible que visita cada ciudad exactamente una vez y al finalizar regresa a la ciudad origen?

Problema del viajante con cuatro ciudades

El problema se puede resolver mediante “fuerza bruta” de computación: elaboremos una lista con todas las rutas posibles, calculemos la longitud de cada ruta, y escojamos la ruta más corta. El problema es tan fácil de plantear en estos términos, y el algoritmo de fuerza bruta para calcular la ruta óptima es tan fácil de programar, que se suele poner como ejercicio para programadores principiantes.

La dificultad proviene, más bien, de lo que se conoce como “explosión combinatoria”: el número de posibles combinaciones de ciudades (o sea, rutas) crece muchísimo más rápido que el número de ciudades. En consecuencia, el tiempo requerido para evaluar todas las rutas, que es la esencia del algoritmo de fuerza bruta, se dispara exponencialmente (y decir aquí “exponencialmente” no es usar una figura retórica). El algoritmo es fácil, pero requiere demasiado tiempo para que obtener la solución sea práctico. Llegaría un punto en el que se tardaría menos tiempo en recorrer todas las ciudades en un orden arbitrario que en calcular previamente el recorrido óptimo.

El problema del viajante es muy importante en ciencias de la computación porque sirve de modelo para muchos otros problemas de optimización, y se ha dedicado mucho esfuerzo a estudiarlo en profundidad y a buscar soluciones computacionalmente eficientes. Muchos problemas de optimización que trabajan con funciones de muchas variables se parecen mucho al problema del viajante. El lector avispado comprenderá que también presenta muchas semejanzas con el problema de satisfacer las necesidades de 8.000.000.000 habitantes del planeta (y los que vendrán).

Y todo esto sin contar con que la previsión del futuro sobre la que se basaría el cálculo felicítico se verá alterada por la acción que decidamos emprender como consecuencia de esa previsión. Es justamente el problema que analizaba en El Gato de Turing: el futuro es computacionalmente impredecible, y por eso las leyes éticas de la robótica tampoco pueden ser utilitaristas.

La seducción de lo medible

Como decía al principio, considero que parte del atractivo del utilitarismo es que evita imponer prohibiciones absolutas. Pero creo que también hay otro factor importante, que es la seducción por lo medible. La ciencia y la tecnología modernas tienen un prestigio bien ganado, y son inconcebibles sin el desarrollo de rigurosos procedimientos de medida y comparación de magnitudes. El utilitarismo, entonces, es una forma de tecnificación de la ética, basado en definir magnitudes medibles que se toman como inputs en un algoritmo de decisión. Se ignora, pues, aquello que no es medible, y lo medible adquiere una importancia desmedida. Pero lo cierto es que una función que no se puede calcular de modo eficiente no puede servir como base para un algoritmo de decisión.

Por otra parte, una característica inherente al utilitarismo, ligada justamente a que no hay prohibiciones absolutas, es que es capaz de justificar el perjuicio de unos pocos para el beneficio de muchos. Puedo justificar una expropiación para construir un hospital en ese terreno. Esto sería un perjuicio moderado con un gran beneficio asociado, ¿quién pondrá pegas? Pero también puedo justificar perjuicios monstruosos a cambio de beneficios ridículamente pequeños, con tal de que el número de los beneficiados sea enorme. Puedo justificar que la vida de una persona se convierta en espectáculo (El Show de Truman) si con eso voy a alegrar un poquito la vida de miles de millones de telespectadores.

Si no queremos admitir monstruosidades, entonces hay que poner prohibiciones absolutas. “¡Ah, monstruosidades no!” Ahí tienes tu prohibición absoluta.

La alternativa al utilitarismo no es una “ética de normas” [4] que pase por encima de la valoración de las consecuencias de la acción, claro que no. Como decía Robert Spaemann [5] en un texto que ya he citado en ocasiones anteriores, actuar es querer producir consecuencias:

En efecto, no hay ética alguna que prescinda absolutamente de las consecuencias de los actos, ya que es absolutamente imposible definir un acto sin considerar sus precisos efectos. Actuar significa producir efectos. Quien tiene como reprobable toda mentira, por ejemplo, no es que prescinda de sus consecuencias, sino que considera justamente una de ellas: la que hace a la mentira ser tal; el engaño y el inducir a error a otra persona.

Claro que hay que tener en cuenta las consecuencias, pero no de la forma que pretende el utilitarismo (“la mayor felicidad y bienestar para el mayor número de individuos”), con una apariencia de seriedad matemática detrás de la cual no hay más que una quimera que no se puede tomar en serio: un espejismo.

 

Este artículo nos lo envía Gonzalo Génova, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid. Aparte de mis clases de informática, también imparto cursos de humanidades en los que trato temas de filosofía de la tecnología y pensamiento crítico.

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Referencias científicas y más información:

[1] Jeremy Bentham (1780). Introducción a los principios de moral y legislación. En inglés.

[2] John Stuart Mill (1863). El utilitarismo. En inglés.

[3] Peter Singer (1999). “Todos los animales son iguales…”. En Liberación Animal: El clásico definitivo del movimiento animalista. Madrid: Trotta, pp. 37–59.

[4] Gonzalo Génova, M. Rosario González, Anabel Fraga. Ethical education in software engineering: responsibility in the production of complex systems. Science and Engineering Ethics 13(4):505-522, December 2007. También en español.

[5] Robert Spaemann. (1998). Ética: cuestiones fundamentales. Pamplona: Eunsa.



Por Colaborador Invitado, publicado el 19 noviembre, 2021
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