El primer objeto interestelar —es decir, no vinculado gravitatoriamente a ninguna estrella— detectado en nuestro sistema solar, fue descubierto por el astrónomo canadiense Robert Weryk, desde el Observatorio Haleakala, de Hawái, el 19 de octubre de 2017. En aquel momento, dicho objeto se encontraba a unos 33 millones de kilómetros de la Tierra, había dejado atrás el Sol más de un mes antes y proseguía su silencioso viaje por el espacio con destino desconocido. Teniendo en cuenta la ubicación del observatorio desde el que fue avistado por primera vez, se le bautizó con el nombre en hawaiano “Oumuamua”, que viene a significar “explorador” o “mensajero”. Esto introdujo ya desde el primer momento, y sin duda de manera totalmente inintencionada, un factor de predisposición a considerar que su naturaleza estaba relacionada con la voluntad de un ser vivo y no con un objeto inanimado.
Aunque para ser sinceros, las circunstancias, los datos que se tenían sobre el objeto eran tan inusuales, que no es de extrañar que los astrónomos dejasen volar su imaginación al respecto de su origen. Para empezar, su extraña forma era por completo insólita: una especie de enorme losa irregular, de entre 100 y 1.000 metros de larga por entre 35 y 167 de ancha. No parecía tener mucho que ver con ninguno de los objetos celestes a que los astrónomos estaban acostumbrados, aunque, como de alguna manera había que catalogarlo, se le asignó inicialmente la nomenclatura correspondiente a un cometa: C/2017 U1. Sin embargo, dado que carecía de la cola que caracteriza a estos cuerpos celestes, más tarde se cambió esa signatura a la de un asteroide, A/2017 U1, aunque finalmente se optó por abrir una categoría propia, la de “objeto interestelar” y denominarlo 1I/2017 U1, el primero de su clase. A las personas en general, y a los científicos en particular, nos gustan las etiquetas clasificatorias y cuando algo no encaja en ninguna de las disponibles, enseguida nos ponemos nerviosos.
Por su trayectoria, Oumuamua parecía provenir de las inmediaciones la estrella Vega, a tan “solo” 25 años luz de nuestro Sol, y seguía la órbita más excéntrica jamás observada. Casi como si se hubiese desviado de su camino para hacernos una visita rápida. Y luego estaba la cuestión de su aceleración (unos 17 metros por segundo en su momento de mayor proximidad al sol), una aceleración que los astrónomos concluyeron que era no gravitacional, lo que planteaba una incógnita considerable. La gravedad es (casi) la única fuerza responsable del movimiento, y consiguiente aceleración, de los objetos celestes, así que si la eliminamos, ¿qué nos queda? Durante algún tiempo se especuló que la aceleración observada en Oumuamua podría deberse al empuje producido por la radiación solar, pero su superficie era demasiado pequeña para que el empuje fotónico tuviese algún efecto apreciable. En la mente de muchos científicos empezó a formarse la idea de un posible origen “no natural”, aunque pocos se atrevieron a formularla en voz alta.
Pero era cuestión de tiempo que alguien lanzase la “hipótesis extraterrestre”, y uno de los primeros en hacerlo fue Avi Loeb, físico, profesor de la Universidad de Harvard y entusiasta defensor de la posibilidad de que civilizaciones avanzadas extraterrestres nos visiten desde hace algún tiempo. Loeb, en colaboración con Sean M. Kirkpatrick, director del All-Domain Anomaly Resolution Office, del Pentágono, hizo público un ensayo (por aquel entonces, pendiente de publicación) en el que sugerían que, dado que Oumuamua y el segundo objeto interestelar detectado, el IM2 —mucho más pequeño, aunque casualmente observado también por aquellas mismas fechas— tenían una velocidad idéntica de aproximación y un similar axis heliocéntrico, podría ser que ambos fuesen artefactos fabricados por una civilización extraterrestre. El primero sería una “nave nodriza” y el segundo una “sonda”, en una misión muy similar, según los científicos, a las de la NASA, en las que una nave portadora transporta sondas, drones o rovers. Si fuese así, aseguraban, la “nave nodriza” enviaría las mencionadas “sondas” cada vez que pasase cerca de algún planeta interesante, como el nuestro. Su pequeño tamaño las haría prácticamente indetectables, salvo que entrasen en ignición debido a la fricción atmosférica, como fue el caso de IM2.
En cuanto al motivo de estas misiones interestelares, Loeb y Kirkpatrick consideraban plausible que fuese la de propagar o “sembrar” sus “semillas biológicas” al efecto de utilizar en el futuro el planeta como fuente de nutrientes para su propia “auto-replicación”. O eso o simplemente, por interés científico. En su ensayo, los investigadores decían ser conscientes de los enormes lapsos de tiempo que un proyecto de esta envergadura requeriría, por lo que asumían que el hecho de que nosotros estemos aquí en el momento de su llegada no sería más que una coincidencia, ya que el viaje habría sido programado mucho antes de nuestra aparición sobre la Tierra.
No hace falta decir, que allí había material periodístico-sensacionalista de primer nivel y no tardaron mucho en saltar titulares en numerosos medios que aseguraban que “un jefe del Pentágono” y “un profesor de Harvard” creían que una nave nodriza extraterrestre estaba diseminando sondas espía en la atmósfera de la Tierra. También por pura coincidencia, en esas mismas fechas se produjeron numerosos avistamientos de objetos extraños sobrevolando los cielos de Alaska y Canadá, dos de los cuales fueron derribados por la fuerza aérea de los Estados Unidos. En algunos casos, se trataba de globos espía de origen chino, pero en otros, las autoridades no pudieron dar una respuesta precisa acerca de su procedencia y todo ello generó una especie de frenesí en el que la palabra “extraterrestre” surgía a las primeras de cambio.
Sea como fuere, el pasado 22 de marzo, la revista Nature publicaba el ensayo escrito por la químico Jennifer Bergner, de la Universidad de California, y Darryl Seligman, astrónomo de la Universidad Cornell (NY) en el que proponían una explicación menos llamativa, pero bastante más razonable, según la cual, la aceleración del objeto estaría causada por liberación de las moléculas de hidrógeno atrapadas bajo el hielo superficial, a medida que este se derretía por la cercanía del Sol. Esta sublimación y posterior expulsión de las moléculas de hidrógeno habría actuado como propulsora, compensando la gravedad solar. Para astrónomos, como Marco Micheli, del Centro de Coordinación de Objetos Cercanos a la Tierra, en la Agencia Espacial Europea, la explicación resulta plausible: “Probablemente es el modelo más consistente hasta la fecha, que explica los fenómenos observados sin necesidad de ninguna otra explicación exótica”. Se trataría de algo que sucede en los cometas normales, pero que en este caso habría afectado a su velocidad y trayectoria debido a su pequeño tamaño.
Al mismo día siguiente de la publicación del ensayo de Bergner y Seligman, en una comunicación informal, Avi Loeb aseguraba que en dicho estudio no habían tenido en cuenta el enfriamiento producido por la evaporación del hidrógeno, que reduciría a la tercera parte su efecto de empuje. Todo ello ha reavivado el debate sobre el tema en los medios de comunicación, en los que Loeb acusa a la comunidad científica más conservadora de no ser capaz de ver más allá de su propia experiencia: “La gente que ha estado estudiando rocas durante años, cuando ven algo en el cielo, dicen que es una roca”. Les falta imaginación, añade: “La naturaleza tiene más imaginación que mis colegas”.
Más allá del debate sobre si Oumuamua es o no un objeto de fabricación ajena a la Tierra, la polémica generada resulta interesante porque, en el fondo, lo que está en cuestión es el procedimiento científico que aplicamos cuando nos encontramos con algo que no hemos visto antes y que no entendemos muy bien. El método racional requiere que recojamos datos fehacientes a partir de los cuales elaboraremos una hipótesis plausible de trabajo, antes de empezar a especular con explicaciones a las que se puede calificar de “posibles”, pero que por su propia naturaleza son, al mismo tiempo, “poco probables”. En el caso que nos ocupa, Loeb acude inmediatamente a la hipótesis extraterrestre, que de hecho puede ser aplicada casi a cualquier fenómeno para el que no encontramos una explicación lógica, desde los avistamientos misteriosos en el cielo, hasta la construcción de las pirámides de Egipto.
Oumuamua se encuentra ya demasiado lejos —y es demasiado pequeño— como para que nuestros instrumentos nos proporcionen información adicional, por lo que las hipótesis que se lancen no van a poder ser verificadas. Sin embargo, tal y como afirma el propio Seth Shostak, director del Instituto SETI y que lleva décadas dedicado a la búsqueda de señales de vida inteligente en el cosmos, ante la duda deberíamos aplicar la recomendación conocida como la Navaja de Ockham. En el siglo XIV, el filósofo franciscano inglés Guillermo de Ockham, propuso que, ante la ausencia de información contrastable que explique un fenómeno, deberíamos decantarnos por la hipótesis más sencilla porque es también la que tiene más probabilidades de ser cierta. No es una regla infalible, pero sí que es tan práctica, que desde entonces figura en el manual de cualquier científico que aplique un método racional en sus investigaciones. Y en este caso, dice Shostak, la hipótesis con mayores probabilidades de ser cierta es la que atribuye a Oumuamua un origen natural, simplemente porque es la más sencilla.
Que sea de origen extraterrestre es solo otra posibilidad más y desde luego no es la explicación que requiere menos causas que la generen. El fenómeno estudiado es, en este caso, algo que no habíamos visto antes, eso es todo. Y aquí bien podemos utilizar el argumento que tan a menudo emplean quienes defienden la existencia de vida inteligente fuera de la Tierra: que el Universo es tan inmenso que por pura probabilidad estadística “tiene que haber alguien ahí fuera”. Pues bien, siendo el Universo tan grande y con nuestros medios de observación en constante desarrollo, no es de extrañar que nos encontremos cada vez con mayor frecuencia con objetos o fenómenos nunca antes vistos y para los que, en un primer momento, no tenemos una explicación científica.
Así que, tal vez, deberíamos dejar de gritar “¡Extraterrestres!” cada vez que aparece algo así, sobre todo porque ir a la explicación de “vida inteligente” fuera de nuestro planeta, cuando todavía no hemos sido capaces de encontrar simplemente “vida” en sus formas más elementales, viene a ser, como solía decirse hace algunos años, poner el carro antes que los bueyes.
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Este artículo nos lo envía Juan F. Trillo, Filólogo, lingüista y escritor decidido a hacer buen uso de las apasionantes posibilidades narrativas que ofrece el mundo científico.
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