Cuenta la leyenda que hace muchos años, en las afueras de Moscú, el gran Serguéi Koroliov fue preguntado por los cosmonautas acerca del espacio disponible dentro de una nave de nuevo diseño… El ingeniero jefe respondió que cuando le mostraron los planos del anteproyecto su primera reacción fue dibujar con una tiza en el suelo el contorno de lo que habían previsto los ingenieros como habitáculo para los cosmonautas a escala real (el camarada Seguéi Pávlovich tenía muy buen ojo y era bien conocida su rapidez a la hora de hacer cálculos mentales)… Acto seguido, le dijo a uno de los de los proyectistas que intentara introducirse dentro del círculo de tiza. En ese mismo instante se acabó el debate, los ingenieros recogieron sus planos para reelaborarlos y así ampliar las cotas del espacio interior de la nave a una escala más humana… Es lo que conocemos como volumen presurizado habitable.
La anécdota, dramatizada en la serie documental de la BBC Space Race, ilustra perfectamente un hecho: en los comienzos de la carrera espacial tripulada —cuyo primer objetivo era ser los primeros en poner un hombre en el espacio— un aspecto de la ergonomía tan importante como disponer de espacio suficiente para que sus ocupantes estuvieran cómodos dentro de una nave no era la principal preocupación de los estudios de diseño espacial y sus ingenieros, más preocupados por el correcto funcionamiento de la máquina y por la masa a poner en órbita, el “eterno problema” de los costosos lanzamientos espaciales.
Los cosmonautas y astronautas pasaban exigentes pruebas psicológicas y habría sido prácticamente imposible que las superara alguien que padeciera claustrofobia, pero con todo y con eso también eran humanos y toda persona necesita un espacio vital en su entorno… En el caso de la URSS este asunto sí preocupaba también a su gran ingeniero jefe, un cerebro privilegiado desde el punto vista técnico y científico pero al que nada humano le era ajeno. Y ésta es una de las razones, aunque seguramente no la decisiva, de porqué los soviéticos siempre aventajaron a los estadounidenses durante la carrera espacial en la otra carrera por el espacio… en este caso por el espacio habitable en el interior de las naves.
Bien es verdad que los soviéticos ante todo contaban con la gran ventaja de partida en los primeros años: el mítico R-7 ‘Semyorka’, el cohete lanzador multietapa más potente y capaz de elevar más masa a nuestra órbita en esos tiempos. Comparado con los primeros lanzadores americanos, el europeo Semyorka era capaz de un empuje en el despegue al menos diez veces superior. Cuestión de volumen… pero también de masa y potencia. Aunque como veremos más adelante los soviéticos fueron capaces en años posteriores de optimizar sus propios recursos con naves más sofisticadas que ofrecían una relación cada vez menor de masa por metro cúbico habitable para sus cosmonautas.
La otra cara de la moneda, la cruz más bien, fue el programa tripulado de la NASA en sus inicios; en un estado que podríamos definir como una mezcla de humillación y perplejidad durante los primeros años de la década de 1960. Obligados desde el punto de vista político y de su imagen internacional a responder, uno tras otro, a los mazazos morales que suponían los desafíos pioneros planteados por sus rivales soviéticos en la Guerra Fría, los responsables del programa espacial de EEUU —buena parte de ellos, empezando por su jefe Wernher von Braun, antiguos oficiales e ingenieros nazis acogidos en América—, debían hacer frente a los éxitos pioneros sucesivos de la URSS con unos medios ciertamente inferiores que hasta podríamos calificar de rudimentarios y que en gran medida eran producto del desarrollo y aggiornamento de la cohetería alemana de armas de destrucción masiva del III Reich en la Segunda Guerra Mundial. Unos diseños que ya entrados los años 50 eran considerados obsoletos por Koroliov. Así que en los primeros años (programas Mercury y Gemini), hablar de ergonomía o de “espacio habitable” en las angostas cápsulas americanas, tan estrechas como la cabina de un caza, podía considerarse una broma o una ironía. Cuestión de volumen… pero también de masa y de potencia.
Según el diccionario de la RAE la ergonomía se define como “el estudio de datos biológicos y tecnológicos aplicados a problemas de mutua adaptación entre el hombre y la máquina”… “el hombre”, los cosmonautas y astronautas; “la máquina”, las naves espaciales. Por eso, tanto en la infografía de cabecera como en el texto, nos centramos en este campo de la ergonomía aplicada a las naves espaciales; tan importante como en ocasiones olvidado, tanto por los ingenieros de diseño espacial como por quienes estudian la historia de la carrera espacial entre la URSS y EEUU. Y es por eso que abordamos las diferencias en este campo, profundas a la luz de los datos, entre ambas superpotencias hasta la aparición de los transbordadores espaciales; otro concepto de “máquina” tripulada bien distinto a las cápsulas orbitales y que no es objeto del presente trabajo.
La «carrera por el espacio» en la carrera espacial
La carrera espacial tripulada comenzó hace justo medio siglo con el vuelo de Yuri Gagarin a bordo de la nave soviética Vostok 1 en la histórica fecha del 12 de abril de 1961. Desde entonces la inmensa mayoría de los vuelos del hombre al espacio no se han alejado más allá de nuestra órbita cercana si exceptuamos las misiones lunares de las naves estadounidenses Apolo. Además, la mayor parte de estos vuelos (desde 1961 hasta la fecha) se han realizado a bordo de cápsulas espaciales.
El pistoletazo de salida de la carrera espacial entre las dos superpotencias del siglo XX, la Unión Soviética y Estados Unidos, lo dio el país de Gagarin en 1961. En cuanto al final de esta competición, la mayoría de los especialistas consideran que en julio de 1975 —con la misión conjunta soviético-estadounidense Apolo-Soyuz (ASTP)— se inició una nueva etapa caracterizada por la colaboración internacional en el espacio que llega hasta nuestros días. Siempre, claro está, si nos referimos a la colaboración espacial en programas tripulados, pues la carrera por el uso de nuestro espacio orbital con fines de defensa o directamente implicados en acciones bélicas continúa en nuestros días, con satélites militares al servicio de varias potencias o, más recientemente, minitransbordadores no tripulados con “otras capacidades” que supuestamente van más allá del espionaje, como es el caso de los enigmáticos X-37B patrocinados por el Pentágono.
Así pues, la infografía que encabeza esta entrada se refiere al período 1961-1975, el de la llamada “carrera espacial” tripulada desde el principio hasta su final, período en el que los vuelos tripulados orbitales (y también los lunares) sólo fueron realizados por cápsulas no reutilizables que aterrizaban con paracaídas. En tierra las soviéticas y sobre el mar las estadounidenses.
Hasta la aparición en escena de los transbordadores en la década de 1980 (un nuevo concepto de nave tripulada reutilizable que era a su vez un carguero orbital con capacidad para aterrizar como una aeronave), las cápsulas espaciales han sido las protagonistas de la presencia humana en el espacio… y aún lo seguirán siendo —al menos a corto o medio plazo— como consecuencia de la retirada definitiva en próximas fechas del programa de transbordadores de la NASA y, por tanto, de los vuelos tripulados de la agencia espacial pública estadounidense.
Capítulo aparte merecerían también las estaciones espaciales como el otro hábitat del hombre en nuestra órbita. Desque que en 1971 (sólo diez años después del vuelo de Gagarin) la URSS pusiera en órbita la primera estación espacial —la Salyut-1—, la superpotencia socialista protagonizó casi en solitario, como si de un monólogo se tratara, la presencia humana en el espacio en períodos prolongados a lo largo de prácticamente toda la carrera espacial gracias al programa de estaciones unimodulares Salyut-Almaz, precursoras de los grandes complejos orbitales multimodulares Mir e ISS.
Volviendo al tema que nos ocupa, si bien no se puede comparar una cápsula espacial con una estación orbital a efectos de permanecer en órbita durante períodos prolongados debido fundamentalmente a su limitada capacidad para albergar soporte vital y espacio habitable, sin estas naves nadie podría haber ido y vuelto de las primeras estaciones en órbita ni tampoco habrían sido posibles los primeros pasos de la carrera espacial, con vuelos autónomos tripulados a lo largo de la década que va desde 1961 hasta 1971.
Durante la carrera espacial entre la URSS y EEUU (1961-1975) hubo seis programas de naves tripuladas orbitales, tres de cada una de las dos superpotencias: los programas Vostok (URSS), Mercury (EEUU, aunque su primer vuelo no fue orbital, sino balístico), Vosjod (URSS), Gemini (EEUU), Soyuz (URSS) y Apolo (un programa de EEUU con vuelos orbitales terrestres y misiones lunares). Toda esta serie de réplicas y contrarréplicas sucesivas de las dos superpotencias en los inicios de la carrera espacial fueron el telón de fondo de otra carrera por el espacio… en este caso en pos de un mayor espacio habitable dentro de las propias naves.
Diseñar y construir naves con mayor espacio interno no era sólo una cuestión de confort, significaba poder albergar a más de un tripulante y disponer de más capacidad para equipos científicos, experimentales, depósitos y avituallamientos (aire, agua, ropa, alimentos, servicios higiénicos y sanitarios, etc.); soporte vital e imprescindible para prolongar la duración de las misiones más allá de unos días. Y éste era uno de los principales argumentos de esta carrera entre la URSS y EEUU en los primeros años; siempre con el objetivo enfocado en llegar los primeros a la Luna… Pero, dadas las características y la complejidad que entraña una misión lunar, primero había que conseguir naves capaces de realizar con éxito misiones de larga duración en órbita baja así como de acoplarse con otras en el espacio. Algo que finalmente se consiguió con los programas Soyuz y Apolo a finales de la década de 1960, diez años realmente prodigiosos e irrepetibles en el campo de la exploración del espacio por su acelerada sucesión de avances si los comparamos con los años posteriores y, sobre todo, con estos tiempos actuales de retrocesos en muchos ámbitos.
La Vostok y sus réplicas
En esta “carrera por el espacio” en el interior de las naves fue la Unión Soviética la que tomó la delantera desde un principio y así continuaron hasta el final de la carrera espacial tripulada. La comparación entre las primeras Vostok (en ruso, Восток, “Este u Oriente”) y las Mercury de la NASA no deja lugar para la duda ni para comparaciones que no sean más o menos humorísticas; como cuando se decía que los astronautas del programa Mercury no se introducían en sus cápsulas, “se las ponían” como si fueran un traje espacial.
Las Vostok soviéticas, a pesar de ser las primeras naves espaciales tripuladas de la historia, eran vehículos con una masa en órbita que casi alcanzaba las cinco toneladas frente a los menos de 1.400 kg de las cápsulas Mercury, cuyo primer vuelo incluso fue suborbital como reseñábamos anteriormente. En este desequilibrado comienzo tenía mucho que ver la aplastante superioridad frente a sus rivales de los cohetes lanzadores soviéticos multietapa R-7 Semyorka en cuanto a potencia y mayor capacidad de carga; una circunstancia que se prolongó durante años hasta la aparición de la familia de cohetes Saturno del programa Apolo. Tanto es así que las Vostok fueron la base, sin apenas modificaciones en sus cotas, del programa Vosjod (en ruso, Восход, “amanecer”); unas naves que ya eran capaces de albergar dos y hasta tres cosmonautas en su interior y que protagonizaron en 1964 el primer vuelo multiplaza (Vosjod 1, con tres tripulantes) y en 1965 el primer paseo espacial a cargo del cosmonauta soviético Alexéi Leonov (Vosjod 2, con dos tripulantes).
La réplica de la NASA, que llegaba tarde una vez más al registro pionero soviético del primer paseo espacial de la Vosjod 2, fueron las cápsulas Gemini, que si bien ya podían transportar a dos astronautas (insertados “con calzador” en una doble pero angosta cabina) seguían teniendo una capacidad interna tan justa que aún era inferior no sólo a la de las Vosjod, sino también al volumen interno presurizado de las primeras Vostok monoplaza (ocupado en buena parte por su asiento eyectable). A pesar de ello, gracias a su gran módulo de servicio —una novedad para los americanos en las Gemini— la segunda familia de cápsulas tripuladas de EEUU ya era capaz de realizar misiones orbitales de duración prolongada y suponían un avance serio en relación con las modestas y discretas Mercury. De hecho, con las Gemini la NASA consiguió su primer récord: el de permanencia prolongada en el espacio de la misión Gemini V, con casi ocho días duración en agosto de 1965.
La nave de la Unión
Después de los programas Vosjod y Gemini, los soviéticos tenían un “as en la manga” al que reservaron el nombre de su Unión. En 1967 se ultiman los preparativos para el lanzamiento de las naves Soyuz, una prestigiosa denominación de origen que se ha convertido desde entonces en el sinónimo de nave espacial por antonomasia. Las Soyuz supusieron un gran salto adelante en la carrera espacial tripulada con la vista puesta en la competición por llegar a la Luna… Así, tras sucesivas mejoras, llegaron a disponer de sistemas de cita espacial para posibilitar su acoplamiento a estaciones orbitales (o eventualmente a módulos lunares). Las primeras estaciones Salyut, luego la Mir y ahora la Estación Espacial Internacional, no habrían sido posibles sin los vuelos de transporte y servicio de las naves Soyuz y de su versión no tripulada, el carguero espacial Progress, primeras naves orbitales que podemos considerar modernas en el doble sentido funcional y temporal del término aunque otras —a las que la Soyuz ha sobrevivido— vinieran después. Tanto es así que en la actualidad las “naves de la Unión” siguen en servicio tras más de cuatro décadas y decenas de vuelos. Esta brillante trayectoria ha hecho de las Soyuz el sistema de transporte espacial tripulado más robusto, seguro, eficiente, puntual y fiable que haya existido hasta ahora.
En el caso que nos ocupa, el del “espacio vital”, las naves Soyuz disponían de una gran novedad consistente en tres módulos desacoplables: además del módulo de Mando/Descenso y el de Servicio (ya presentes en las Vostok, Vosjod y las Gemini), un módulo Orbital bastante diáfano en su interior que —además del sistema de atraque y algunos equipos de comunicaciones y de soporte vital— tiene como función ser un habitáculo para el trabajo, el descanso, el aseo o la restauración de los tripulantes en misiones autónomas de larga duración (incluídas las lunares según fue proyectado en principio) o durante las horas que duran los trayectos para acoplarse a estaciones orbitales. En diferentes configuraciones las Soyuz han llegado a tener una capacidad de 11 m3 habitables en su interior (Soyuz ASTP de 1975) y espacio suficiente para albergar hasta tres cosmonautas. Las naves Shenzhou chinas, las otras que a partir de 2011 serán las únicas con posibilidad de llevar personas al espacio, son una versión actualizada de las Soyuz con sus cotas aumentadas tanto en el módulo de Descenso como en el Orbital y, por tanto, con un volumen habitable ligeramente mayor que el de éstas.
‘Auto americano’ vs. ‘coche europeo’
La contrarréplica de EEUU a las Soyuz no se hizo esperar demasiado. En 1968 la NASA puso en órbita el Apolo 7, la primera misión tripulada de una serie que en el siguiente año protagonizaría la llegada de los primeros hombres a la Luna: las naves Apolo. Si bien las Apolo supusieron un salto cualitativo muy importante en relación con los anteriores programas Mercury o Gemini de la NASA, como nave orbital terrestre tripulada —que es lo que estamos analizando aquí— no eran tan eficientes como las Soyuz soviéticas.
Las Apolo, aunque realizaron misiones tripuladas en órbita baja terrestre (dos lanzamientos en 1968 y 1969, tres misiones a la estación Skylab en 1973 y la misión conjunta Apolo-Soyuz en 1975), eran unas naves fundamentalmente diseñadas para la realización de misiones lunares (nueve tripuladas entre 1968 y 1972, seis de ellas con alunizaje); mientras que las Soyuz fueron diseñadas con el doble objetivo de ser el diseño base para futuras misiones lunares (Soyuz versión LOK) y a su vez naves de transporte y avituallamiento de estaciones orbitales cincunterrestres, las Apolo fueron diseñadas casi con el único objetivo de llegar a la Luna a toda costa… y a cualquier coste.
Aunque los cohetes Saturno IB utilizados para misiones en órbita baja eran una versión reducida y menos costosa que los gigantescos Saturno V empleados para misiones lunares, la inversión necesaria para colocar astronautas en órbita en naves Apolo se disparaba en relación con los costes de las Soyuz soviéticas. Al propio diseño de las naves Apolo, menos polivalente y flexible que el de las Soyuz desde el punto de vista funcional, se unía el sistema de subcontratas privadas empleado por la NASA para llevar adelante el diseño y fabricación de cientos de miles de componentes en un programa tan complejo; algo que disparaba los costes y que, por tanto, era más ineficiente desde el punto de vista económico que la planificación y la coodinación de empresas e ingenierías públicas, la base organizativa y financiera de los programas espaciales soviéticos. Éstos tenían que lidiar con limitaciones presupuestarias estatales o rivalidades políticas y personales, que haberlas las hubo, pero no con empresas privadas cuyo principal fin era (y ha seguido siendo) obtener beneficios de jugosos contratos con la Administración consistentes en astronómicas cifras seguidas de seis ceros o más.
En cuanto a su diseño interior, las Apolo tampoco eran comparables a las Soyuz por volumen presurizado habitable. Se trataba de una nave bimodular (módulo de Mando/descenso y de Servicio) con un módulo de servicio sobredimensionado, puesto que su función primordial era albergar los depósitos de combustible y los equipos de propulsión necesarios para regresar de una misión lunar. A ésta su principal función se sacrificó el espacio habitable para los astronautas, que debían alojarse dentro de un habitáculo de menos de 6 metros cúbicos frente a los más de 10 m3 de que disponía la Soyuz gracias a su tercer módulo Orbital adicional. Bien es verdad que con la nave de descenso lunar acoplada las Apolo contaban con un espacio adicional interno algo menos voluminoso que un par de cabinas telefónicas. Pero en las misiones que las Apolo efectuaron a la órbita baja terrestre obviamente no se contaba con esa “cabina lunar adosada”.
La estadística de masa por volumen habitable que se desprende de los datos analizados no resulta favorable a las cápsulas de la NASA en relación con las soviéticas, sobre todo si observamos su progresión: 796 kg/m3 en las Mercury, 1.510 kg/m3 en las Gemini y 2.503 kg/m3 en la Apolo ASTP. Las naves soviéticas toman justo el camino contrario; a medida que avanza su programa espacial son necesarios menos kilos de masa en órbita por cada metro cúbico de volumen habitable: 1.576 kg/m3 en las Vostok, 1.262 kg/m3 en las Vosjod y menos de 722 kg/m3 en las Soyuz.
Valga la metáfora, las Apolo para misiones en órbita baja terrestre eran algo tan antieconómico como un auto americano clásico para hacer trayectos cortos: pesado y de grandes dimensiones debido a un enorme capó bajo el que se alojaba un gran motor y con un gran depósito de combustible para viajes largos. Mientras que las Soyuz se asemejaban más al típico coche familiar europeo: más espacio habitable para los pasajeros en un vehículo de dimensiones y peso contenidos, dotado con tecnologías más sofisticadas y optimizadas para su función. Las Apolo fueron unas grandes naves para llegar y volver de la Luna pero poco funcionales para misiones más pegadas a la órbita de la Tierra.
Si a lo anterior le añadimos otros dos factores no menos importantes: el desarrollo de un nuevo programa de transbordadores espaciales a partir de la segunda mitad de los años 70 (los shuttle del programa STS), que eran a la vez naves orbitales y cargueros espaciales, así como el tradicional escaso interés —o capacidad— estadounidense por desarrollar programas propios de estaciones orbitales (su única experiencia, poco exitosa además, fue la estación Skylab); encontraremos la respuesta a por qué las Soyuz (y su versión china Shenzhou) siguen siendo naves vigentes y operativas en la actualidad y las únicas que volarán al espacio con tripulantes a partir de 2011.
Desarrolladas en los mismos tiempos que las Soyuz, las Apolo realizaron su último vuelo allá por 1975, cuando la nave Apolo ASTP se acopló a una Soyuz en órbita en la primera misión conjunta soviético-americana, la designada Apollo-Soyuz Test Project, hecho al que ya nos referimos anteriormente como hito histórico del final de la carrera espacial tripulada.
Conclusión
A la vista de los datos expresados gráficamente con mayor o menor fortuna en la infografía que da pie a esta entrada y a modo de conclusión, diremos que si efectivamente hubo lo que hemos llamado una “carrera por el espacio” habitable en las cápsulas orbitales tripuladas, ésta tuvo un claro ganador desde el principio hasta el final, algo que con el paso de los años no ha hecho sino confirmarse.
Algunos de los sueños de Koroliov, principal impulsor de los programas soviéticos Vostok, Vosjod y Soyuz, hechos realidad en vida de éste y tras su desaparición, siguen siendo la base de la presencia humana en el espacio muchos años después. Ese círculo de tiza que trazara el gran ingeniero jefe, con el que representaba los primeros planos técnicos del módulo Orbital de la Soyuz, se acabó borrando del suelo con el paso del tiempo… pero tomó cuerpo, corregido y aumentado, en toda una flota de naves tripuladas por decenas de cosmonautas hasta hoy en día.
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Enlaces relacionados y referencias principales:
45 años del primer paseo espacial (1965-2010)
Salyut 1: La primera estación espacial de la historia
Apolo-Soyuz: Encuentro en órbita de dos mundos distintos y distantes
Ilustración e infografía de la nave Soyuz TMA
[Infografía] Los colores de la Soyuz
Ficha de vuelo de la Soyuz TMA-21 ‘Gagarin’
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