Respirando salitre. Historias de un buzo

Por J.M. Valderrama, el 12 abril, 2016. Categoría(s): Biología • Divulgación • Ecología

Presentación

Conocí a David  en Almería. Casualmente, él jugaba al squash y yo buscaba a alguien con quien hacer un poco de deporte explosivo que acabase con el estrés laboral. Jugábamos un par de horas por semana y poco más allá de los lances deportivos no hablábamos mucho. Así es muchas veces la complicidad que se establece entre los hombres, a través del juego y la competición. Pocas palabras y unas cuantas actitudes por las que puedes ver si te llevas bien o mal, si tu compañero de partida es o no un buen tipo.

Pasado un tiempo expandimos nuestros encuentros más allá de la claustrofóbica pista de squash. Por aquella época me dedicaba a la investigación científica, y David trabajaba como biólogo marino para una empresa pública de medioambiente. Entre cervezas y alguna caminata por el monte fuimos forjando una amistad que se vio truncada por su forzada emigración. Empezaban a notarse los efectos de la crisis y tras una de tantas reducciones “temporales” de personal acabó en la calle y decidió irse como voluntario a las Islas Galápagos. Yo seguí algo más en la investigación y aprovechando el tiempo entre contratos empecé a dar rienda a mi vena literaria.

Las vivencias compartidas fueron suficientes como para despertar mi interés por el mar, que hasta entonces se limitaba a las playas del cabo de Gata y al puerto deportivo de Aguadulce donde, por cierto, encontré pistas y gente para seguir jugando al squash. Me saqué un título básico de buceo y empecé a comprender de primera mano algunas de las sensaciones que me había contado David.

Esta serie de escritos que iré publicando bajo el título genérico de “Respirando salitre” nacen por las siguientes razones. Hasta la fecha he ido exponiendo mis andanzas por diversos ecosistemas terrestres. He tenido la gran suerte de meterme hasta las trancas en selvas, desiertos y montañas. Sin embargo, los ecosistemas marinos me quedan muy lejos, no dejo de ser una lombriz de tierra, como los marinos llaman despectivamente a los que apenas metemos los pies en las orillas de los grandes océanos.

Así que este proyecto pretende matar dos pájaros de un tiro, por un lado reforzar una amistad que, claramente, y a juzgar por lo que vi dentro de la pista de squash y el reiterado interés de David en saber qué es de mi vida, merece la pena. Por otro, el conocimiento de David sobre el mar será la guía y el alma de estos textos.

David actualmente reside en Nueva Zelanda. Allí está dando forma a su tesis doctoral a partir de los datos recogidos durante sus más de cinco años de estancia en las Galápagos. A través de skype me conectaré con Auckland para ir recabando contenidos. La idea es tener una visión del mar, de sus problemas de conservación, de la riqueza submarina y de las sensaciones que despiertan cosas como, por ejemplo, bucear en el llamado ‘Serengueti del mar’.

Esperamos que lo encontréis interesante pero, antes de nada, que hable el mar. Creo que lo que tiene que decir es muy relevante: Nature is speaking. The ocean

nature speaking
Nature Is Speaking – Harrison Ford is The Ocean

Papá, quiero ser biólogo marino

Elegir una carrera universitaria era la tesitura que se nos presentaba con el paso a la mayoría de edad. Probablemente le dábamos más trascendencia de la que tenía, aunque eso siempre es sencillo afirmarlo cuando se está contemplando cómodamente el vórtice de la tormenta y creemos que lo realmente difícil es lo que nos sucede ahora.

Sí, había llegado el momento de dar una respuesta seria a eso de ¿qué quieres ser de mayor?, aunque muchas veces la pregunta se la formulaba uno interiormente con un sesgo que denotaba cierto afán por agradar o, al menos, corresponder con las expectativas irremediablemente creadas en torno a él: ¿qué debo ser de mayor? Imperceptiblemente ya se habían tomado algunas decisiones al respecto, inclinando la formación secundaria hacia las letras o las ciencias, decantándonos por unas aficiones u otras, respirando un determinado ambiente familiar. La pregunta podía ser otra muy distinta ¿Seguir estudiando?

Igual que les pasaba a muchos de mis amigos, o a mí, David afrontaba ese punto crítico con dos alternativas contrapuestas. La primera, más pura e instintiva, era dar continuidad y profundidad a la vocación natural que uno había ido desarrollando y alimentando a lo largo de los años. Así, optar por la biología marina sería confirmar sus anhelos más profundos. Vivir en el mar, conocerlo a fondo, estudiarlo, sería claramente la opción elegida.

La segunda alternativa, de carácter más reflexivo, y que supuestamente sería todo un acto de madurez, consistía en elegir una carrera “con salidas”, tal y como sus padres, y la mayoría de adultos a su alrededor, le aconsejaban.

Hay argumentos para justificar una cosa y la contraria. Si el trabajo dignifica al hombre, como aseguraba Marx (Karl, no Groucho, este gastaba otro tipo de humor), lo sería porque uno debe sentirse realizado con lo que hace, y para ello nada mejor que dedicarte a aquello que te gusta y estimula. Aparcar el instinto, no creer en uno mismo, actuar por miedo y no por convicción o ilusión, son errores de calado que tarde o temprano pasan factura.

Por otra parte, cuando se elige profesionalizar la afición que uno ama, se corre el serio peligro, como afirma rotundamente G.K. Chesterton en sus memorias, en pervertirlo hasta el punto de odiarlo. A veces es mejor vallar esos remansos de paz en los que uno se siente pleno y no dejar que entre nada que lo regule y mediatice. Y buscar un trabajo digno con el que pagarse las facturas y los caprichos.

Pasados los años pude corroborar que, efectivamente, la decisión de hacer una carrera u otra, repetir curso o no, palmar en selectividad o hacer cursos puente, tiene menos influencia en el destino de una persona de lo que parece. La gente se rehace, sobrevive, y prospera. Conozco unos cuantos casos de alumnos brillantes vitalmente insatisfechos y otros casos de repetidores que supieron encontrar su camino y se puede decir que son felices. El destino no está escrito, y menos en una aula de instituto.

En todo caso este tipo de argumentos y reflexiones no salían a flote en aquellos decisivos días en los que parecía que suspender COU o no sacar una nota mínima en la selectividad te condenaba a un mundo marginal en el que vagarías eternamente. David tenía muy claro lo que quería ser, biólogo marino, pero finalmente, como muchos de nosotros, hizo caso a las recomendaciones que emanaban del mundo adulto y dejó de lado aquel universo líquido con el que tanto había soñado.

Las ingenierías, por aquella época, eran garantes de una buena salida laboral, e incluso de un puesto de trabajo vitalicio (¡qué ingenuos!). David se decantó por una de ellas. Y puesto a cagarla que fuese a lo grande, ¿por qué no Ingeniería Aeronaútica? Tenía fama de dura y, si superaba todos los obstáculos que presentaba el hecho de saber cómo diseñar y fabricar aviones, David sería un hombre de provecho. El mar siempre iba a estar allí y podría disfrutar de él en su tiempo libre, una vez que tuviese su vida “resuelta”.

series míticas

Para ser sinceros, durante el año siguiente David se sintió como un pez al que sacan del agua y se cimbrea en busca del líquido elemento porque se asfixia. Había dejado atrás su tierra natal, cambiando el azul marino en el que creció por una megápolis ruidosa y polvorienta, lejos del mar, donde las fosas nasales se resecan con el frío insurrecto de la meseta castellana.

En Madrid vivía en casa de unos tíos y apenas tenía amigos, porque dedicaba todo su tiempo a ir a clase y estudiar. Las montañas de apuntes se reproducían a una velocidad asombrosa. Se acumulaban tareas, temas incomprensibles y frustración. Su tesón solo se apoyaba en un argumento: la vida adulta consiste en hacer cosas que no te gustan; así que me tengo que estar haciendo muy, muy adulto, porque esto es un coñazo insufrible.

David añoraba todo aquel universo enel que se habíanfraguado sus sueños. Desde pequeño, como muchos de nuestra generación, se había embebido de documentales de naturaleza que nos marcaron para siempre. Series como El hombre y la Tierra, del mítico Félix Rodríguez de la Fuente, El mundo submarino, de aquel tipo con el gorrillo rojo, Jacques Cousteau o la inolvidable Cosmos, de Carl Sagan, tenían un enorme poder de influencia en las mentes efervescentes de los chavales que éramos.

Con dos canales de televisión, sin internet, ni móviles, era más complicado dispersarse. Aguardábamos con pasión las entregas semanales de las andanzas de estos hombres de acción, a los que queríamos imitar. Nos hacían soñar con aventura y naturaleza, un poderoso cóctel que nos marcaría a muchos para siempre. Así lo iba atestiguando mi pequeña biblioteca, en la que se podían encontrar guías de aves y mamíferos, la Guía del Naturalista, de Gerald Durrell o la colección de la revista Quercus, un tesoro que crecía despacio pero a paso firme.

Para David, uno de los imprescindibles era Bajo siete mares, de Vázquez Figueroa, donde se reunían todos esos elementos que tanto nos seducían: Una naturaleza espléndida, casi virgen ─que ya prácticamente no existe─, la exploración de lo desconocido y viajar, sobre todo viajar.

literatura

Mientras a mí, lo que me ponía eran los ecosistemas terrestres en todas sus variantes, y estaba frito por meterme en barrizales, oír crujir la nieve y hacer viajes en bici que me llevasen lo más lejos posible, a David le fascinaba la exploración marina. ¿Qué se sentiría nadando entre tiburones, los grandes depredadores del mar? Cuando veía los documentales de Cousteau o las fotografías de Hans Hass, soñaba con que algún día él sería el que estuviese detrás de la cámara, quizás filmando y estudiando tiburones en algún archipiélago perdido del Pacífico.

Las cosas estaban a punto de cambiar. Si uno es valiente y se atreve a creer en sus propios sueños, hay una serie de casualidades que de repente confluyen y obran el milagro. Para entonces más vale estar preparado, porque lograr un sueño tiene importantes efectos colaterales que nos harán dudar de nuestros propósitos. Como le decía su madre a mi buen amigo Gerardo cuando anhelaba ver felinos por el mundo: “Ten cuidado con lo que te propones, porque a lo mejor lo consigues”.

Verano en apnea

Durante todo aquel año académico David no consiguió librarse de la sensación agridulce que le había imprimido la llegada de la carta anunciando su admisión para cursar Ingeniería Aeronáutica. Por un lado era grato saber que tenía plaza en una Escuela tan competitiva. Por otro se sentía un traidor.

Regresó a Tenerife resignado y cabizbajo. Después de nueve meses estudiando sin parar, traía la maleta cargada de suspensos y frustraciones. Asumía que los veranos ya no existirían tal y como los había conocido hasta entonces. La carrera que había elegido constaba, oficialmente, de seis cursos, pero en la práctica eran más de diez.

Tras una feliz semana en el hogar familiar y saborear las delicias culinarias maternas, empezaba a acomodar las resmas de apuntes en su antiguo cuarto, preparándose para continuar con una rutina poco agraciada, cuando una llamada de teléfono cambio el rumbo de las cosas para siempre.

“Es para ti, David”, anunció su madre desde el salón. Cuando ya se acercaba para atenderlo completó la información, “Pedro”.

“¡Ey!, qué pasa tío, ¡cuánto tiempo! ¿Cómo estás?”. Pedro estaba bien, pero pretendía estar mejor, y por eso mismo le llamaba. Quería compartir con su gran amigo un plan que sonaba de maravilla. Se quedaba solo en la casa de Candelaria, “si, esa que está junto a la playa”, y le invitaba a pasar el mes entero allí. “Tío vente. Iremos a pescar y bucear. Tenemos la villa para nosotros, podemos hacer lo que nos dé la gana”.

De repente una extraña sensación olvidada, mezcla de entusiasmo y ansiedad, arrumbó al David abúlico que yacía sepultado bajo teoremas. Las ganas de hacer cosas y de salir de la vida en penumbra en la que estaba instalado, pusieron su mundo patas arriba.

Para cubrir el expediente metió los apuntes en el equipaje y aseguró a sus padres que un poco de luz y de mar le ayudaría a estudiar. Ya nunca volvería a leerlos.

En efecto, aquel mes lo cambió todo. Pedro era un forofo de la pesca submarina y fue enseñando a David las técnicas más elementales. El buceo a pulmón le fue poniendo las pilas y en poco tiempo había recuperado la vitalidad que le había escamoteado la vida de estudiante apoltronado.

Así comenzó David su particular singladura bajo los siete mares, detrás de viejas y sargos que perseguía esforzadamente para después asar a la sal. Terminaban las jornadas exhaustos y felices. Pasaron más de un aprieto nadando entre corrientes que les alejaban de la costa, mirando oscuros recovecos donde podían esconderse todo tipo de extrañas criaturas.

El buceo en apnea es más salvaje y auténtico que el buceo con botellas y equipo. Se parece más a una excursión por el monte, en el sentido de que se puede ir improvisando el devenir de la exploración. Uno acaba reventado de tanto nadar y bucear aguantando la respiración, expuesto a los elementos y al implacable sol. Queda un rescoldo de cansancio benigno, profundo, que llega a todos los rincones del cuerpo y que, tras unas cuantas cervezas, lo sume a uno en un sueño profundo y reparador.

El buceo con equipo, por el contrario, exige una programación detallada de lo que se va a hacer. Son inmersiones cortas pero que permiten acceder a zonas impensables cuando se va a pulmón. Allí uno puede deleitarse y observar a placer la vida submarina. Sin embargo, no se puede bajar de cualquier manera, ni tampoco subir a la superficie como a uno le apetezca. Hay que seguir una serie de reglas que, si uno se las salta, no es que suspenda, es que puede morir en el intento.

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David pasó todo un verano en apnea. En otra de las paradojas de la vida, y pese a que sus aspiraciones eran conservacionistas, se inició en el mundo submarino con un arpón persiguiendo peces, algo que por cierto no le atraía mucho y se le daba bastante mal. Era la excusa, la primera que pudo encontrar, que le permitía estar durante horas en el mar, siguiendo el instinto naturalista y explorador que tanto había pugnado por aflorar.

La decisión responsable y madura de estudiar algo de provecho se fue al carajo y en septiembre se matriculó en la facultad de Biología. Disfrutó con la bioquímica y las asignaturas comunes y se sacó el título de buceo. Esperaba con ansiedad los años de la especialidad, donde entraría de lleno en los temas que más le interesaban.

También, como a muchos de mis conocidos, y desde luego a mí, la especialidad fue desilusionante. Lo único que deseaba es que la carrera llegase a su fin. Tantos años y tantos anhelos esperando estudiar a fondo lo que a uno le apasiona para darse de bruces con una realidad áspera.

Salvo honrosas excepciones, los departamentos de la universidad olían a “cerrado”. Había demasiados profesores mediocres y desmotivados, fruto de diversos avatares en los que se intuía una pesada jerarquía que limitaba algo que parecía esencial en la búsqueda del saber y el conocimiento: curiosidad e inquietud. Los departamentos, enemistados entre sí, parecían más pendientes de ejercer poder en sus ridículas parcelas de influencia que en mejorar la calidad de su docencia. Todo esto acabó por convencerle de que la docencia o la investigación no serían su camino.

Sus padres habían acertado: una carrera sin salidas. Pero David lo tenía muy claro, no seguiría perdiendo el tiempo con oposiciones o doctorados para acabar, en el mejor de los casos, desmotivado en una oficina. Quería estar metido en el mar y buscaría los caminos y atajos que le permitiesen hacer aquello que más le gustaba: bucear y ver de primera mano la vida submarina. Decidió que trabajaría en un centro de buceo.

Un lugar en el mundo

Imaginen un flan fuera de su molde, volcado sobre un plato. Ahora cojan una buena cucharada. Lo que queda se parece a la isla del Hierro, la más occidental y meridional del archipiélago canario, el último pedacito de tierra conocido que dejaban atrás los navegantes en su viaje a las Américas.

La hondonada resultante es la consecuencia de sucesivos deslizamientos que acabaron con buena parte del relieve volcánico de la isla. A tenor del tenue filo que ha quedado, no parece descabellado pensar en futuros desmoronamientos. Mientras, en la ladera que queda en pie, las sabinas se anclan a la tierra volcánica para aguantar los furiosos embates de los alisos. Fruto de ello son sus retorcidas formas, adaptadas a la dirección dominante de los vendavales.

La mayor parte de la isla es costa acantilada que se sumerge sin piedad hasta el fondo marino, propiciando calados de envergadura que facilitan la aproximación de criaturas marinas de gran porte a las cercanías de la isla. Esta orografía, unida a la transparencia de sus aguas y al buen estado de conservación, hizo que proliferasen los centros de buceo en un pequeño pueblecito llamado La Restinga, justo en el inicio de una pequeña reserva marina.

Allí fue a parar David. Con sus títulos de buceador profesional y de instructor tenía credenciales suficientes para trabajar como guía en uno de esos centros. El lugar era espectacular. Abundaban los peces de gran tamaño, y entre ellos destacaban los meros, tan familiares y peculiares que los buzos les iban bautizando con nombres que resaltaban sus singularidades. Como Pancho, un enorme mero conocido por su carácter “amistoso” con los buceadores, permitiéndoles acercarse y fotografiarlo a placer.

Mero

La claridad de las aguas de El Hierro, que a veces supera los 40 metros de visibilidad, aporta una belleza irreal a sus paisajes submarinos. La ondulante y cambiante superficie marina filtra caprichosamente los rayos solares, dotando a la luz de movimiento y vida propia. Si a eso se le suma la posibilidad de sobrevolar esos paisajes, de explorarlos en sus tres dimensiones, la experiencia se vuelve mística.

Estas aguas cristalinas también invitaban a David en su tiempo libre a visitar zonas más profundas, a descubrir tesoros que aún permanecían ocultos a la inmensa mayoría de buceadores. Allí podía sobrevolar lo que parecían grandes extensiones de coníferas y que en realidad eran “árboles” de coral negro. Esta especie también se encuentra a menos profundidad, pero restringida a grietas y paredes. Es a partir de los 40 metros de profundidad cuando crece tapizando el fondo rocoso, formando densos “bosques” de una belleza estremecedora.

Cada día, durante los siguientes años, David fue buceando una y otra vez los mismos sitios. Aprendiéndose cada recoveco, cada grieta; advirtiendo los diferentes matices que el siempre cambiante océano ofrecía. Era un disfrute tranquilo y sereno, como el del caminante habitual que recorre su sendero favorito y va descubriendo un nuevo nido, una flor que ayer no estaba ahí, una inesperada abundancia de frutos en un arbusto que hasta entonces le había pasado desapercibido.

Esta apacible monotonía se veía alterada de vez en cuando por excitantes sorpresas. A diferencia del entorno terrestre, donde hay barreras físicas infranqueables para la fauna silvestre, el mar permite la libre circulación de especies. Si se tiene la suerte necesaria, o se pasa el tiempo suficiente, uno puede ser testigo de encuentros excepcionales. Como una soleada mañana de abril cuando, justo al salir del puerto para dirigirse a un punto de buceo cercano, se encontraron de bruces con un soplido de varios metros de alto.

David, tras ponerse la máscara de buceo y entrar al agua en tiempo récord, se encontró con una imagen que jamás olvidaría. A unos veinte metros de profundidad, bajo unas aguas cristalinas, yacía inmóvil sobre un fondo multicolor de rodolitos una ballena jorobada con las “alas” desplegadas. En este cetáceo las aletas pectorales son realmente grandes, casi parecen alas, de ahí el nombre del género al que pertenece, Megaptera. Tras unos momentos de duda la joven ballena (apenas sobrepasaba los 10 m de largo) reaccionó y se acercó a los buceadores, dándoles unos breves e instantes de magia que jamás olvidarían.

La segunda instantánea que se le quedó grabada a David fue la de un ojo del tamaño de un melón que le escrudiñaba curioso. Fue un encuentro con una de las criaturas más bellas y elegantes que uno pueda concebir. Excepcional, además, porque esta especie sólo había sido avistada en Canarias en contadas ocasiones. Pero si algún encuentro marcó a David este tiempo, fue el de su primer gran tiburón.

Ballena jorobada fotografiada por David
Ballena jorobada fotografiada por David

Canarias es una zona “tiburonera”, a pesar de una opinión más generalizada que sostiene lo contrario. Esta se fundamenta en lo escaso y excepcional de los encuentros con escualos por parte de buceadores. Sin embargo, hay una especie de tiburón que se avista de forma muy frecuente en las islas, sobre todo en invierno.

El angelote parece más una raya que un tiburón, debido a su aspecto aplanado y a su costumbre de pasar la mayor parte del tiempo semienterrado en la arena, esperando para emboscar a potenciales presas. En un rápido movimiento apenas perceptible por el ojo humano, el angelote proyecta su boca y engulle de un bocado al despistado pez que no se percató de su presencia.

Los angelotes eran los principales atractivos de unos buceos nocturnos inigualables. En determinadas épocas del año se congregaban en el interior del puerto de La Restinga enormes bancos de gueldes, que descansaban tapizando el fondo arenoso al caer la noche.

Ahí les esperaban angelotes y una especie de raya, la mantellina, que tiene una técnica de caza aún más excepcional si cabe. Las mantellinas se quedaban igualmente inmóviles sobre el fondo, con sus anchos cuerpos extendidos. Conforme pasaba el rato, cada vez más gueldes iban asentándose sobre la propia mantellina y el fondo que la rodeaba, ignorantes de su presencia. En un momento determinado se oía un golpe seco bajo el agua. Era la mantellina que se alzaba de forma súbita, creando un vacío bajo su cuerpo, succionando de esta manera a los gueldes que estaban a su alrededor.

Inmediatamente la mantellina volvía a sellar sus aletas contra el fondo (éste era el origen del sonido seco que se escuchaba), creando una trampa sin salida para todos los peces que se encontraban bajo su cuerpo. Entonces comenzaba pacientemente a vaciar el espacio que quedaba bajo su cuerpo y que contenía los peces atrapados, tragando agua con su boca ventral y expulsándola a través de los opérculos situados en la parte superior de su cuerpo, hasta finalmente engullir a todos los peces que bajo ella se encontraban.

Pero volvamos a los tiburones. En una de sus primeras estancias en El Hierro, David tuvo la suerte (y el susto) de verse a cara a cara con una especie de tiburón de aspecto imponente, un extraño visitante de aguas profundas. El solrayo es un tiburón de carácter pacífico según indican los libros y el escaso conocimiento que se ha acumulado sobre esta especie. Pero cuando uno se encuentra de frente una boca en la que no caben los dientes y ve esa temible silueta oscura aproximándose de frente, la teoría salta por los aires.

La realidad es que uno se acojona cuando semejante mole se le viene encima. Metidos en una grieta, David y el afortunado grupo de buceadores a los que guiaba, vivieron con emoción y altas dosis de adrenalina el paseo del escualo que, efectivamente, se limitó a curiosear a su alrededor. Era una hembra que parecía claramente preñada, por lo exagerado del abultamiento de su barriga.

Se piensa que esta especie, que normalmente vive entre los 400 y 1000 metros de profundidad, puede acercarse a parir a las aguas someras del Mar de Las Calmas, como se conoce esta zona a resguardo de los constantes alisios. Los solrayos tienen dos crías, una por útero, y un sistema reproductivo excepcional, la ovofagia o canibalismo uterino. Esta estrategia reproductiva consiste en que un solo embrión sobrevive y se desarrolla alimentándose del resto de huevos que se encuentra en el útero una vez ha reabsorbido su saco vitelino.

El inofensivo solrayo
El inofensivo solrayo

Fueron tiempos felices en La Restinga. Casi siempre lo son cuando uno es joven. Lo cierto es que David disfrutaba mostrando el paraíso a los buceadores que llegaban hasta El Hierro y contándoles estas historias y otras muchas sobre los protagonistas que habitaban aquellas aguas tan limpias. Sin embargo, ni en este rincón perdido del Atlántico uno podía abstraerse de que los fondos submarinos no escapaban al peor depredador del planeta. No se trataba de tiburones, si no de un mamífero que se había hecho dueño del planeta: nosotros.

Pedacitos de un paraíso o un paraíso hecho pedazos

No todos los mares son, ni mucho menos, como la reserva marina de La Restinga o la del Archipiélago de Chinijo, los mejores fondos de las Islas Canarias. Más bien se trataban de las raras excepciones. David se iba dando cuenta de que había graves e irreversibles daños en el fondo marino. Eran menos perceptibles que los de tierra por razones obvias: casi nadie los veía.

Después de acostumbrarse a la rara sensación de ingravidez, moviéndose en tres dimensiones y a un silencio embaucador, empezaba a ser consciente de la realidad del estado de conservación del mar. A un ritmo desbocado los mares del planeta habían perdido diversidad y biomasa, y estaban muy lejos de los paraísos submarinos que Cousteau nos había enseñado en sus documentales.

Buceando David había encontrado todo tipo de desperdicios en el fondo marino. Baterías de coche, ruedas, botellas y casi cualquier residuo sólido que uno pueda concebir. Pero si había un síntoma de degradación extendido en casi todos los lugares que había tenido la oportunidad de explorar en su Canarias natal, eran los blanquizales.

Se conocen así los fondos rocosos limpios de algas y que muestran la roca desnuda, apenas cubierta por una capa de algas coralináceas costrosas. La razón inmediata por la que se forman estos “desiertos” marinos es la excesiva proliferación de los erizos. Estos parientes de las estrellas y pepinos de mar disponen de un temible aparato bucal conocido pomposamente como la linterna de Aristóteles, que les posibilita raspar la roca y alimentarse del más mínimo propágulo de alga que intente asentarse sobre ella. Los erizos, a pesar de su aspecto primitivo, son capaces de actuar conjuntamente a modo de ejército, disponiendo un frente de avance formado por los individuos más grandes. Sin embargo, la pregunta es ¿y por qué hay tantos erizos? En general, en cualquier ecosistema, cuando con el tiempo una especie se vuelve muy abundante es que algo va mal. La nota predominante de una naturaleza sana es el equilibrio. En una naturaleza en buen estado de salud, cualquier perturbación es absorbida por el engranaje de relaciones tróficas que un ecosistema en orden pone en funcionamiento ante cualquier anomalía.

colonizacion erizos

El ser humano ha sido capaz de desquiciar incluso este tipo de auto regulaciones, tanto en tierra como mar adentro. Los erizos normalmente ocupan las grietas y solo de noche se aventuran a salir de sus escondrijos para alimentarse. Cuando hay tantos y tan libremente expuestos por todo el fondo, es síntoma claro de escasez de depredadores. Los erizos campan a sus anchas y se alimentan y reproducen hasta ocupar todo el espacio disponible, creando verdaderos desiertos como denota la roca blanca y casi inerte. La falta de algas, importante fuente de alimento y refugio para muchas especies, degenera en unos fondos pobres en biodiversidad y en abundancia de especies marinas.

En efecto, los mares en los que buceaba David mostraban muchos signos de agotamiento. Además de los blanquizales otra de las diferencias con los santuarios que había visto en aquellos documentales de su infancia era el tamaño de los peces. Era difícil encontrar ejemplares, de cualquier especie, que diesen la talla. La sobrepesca estaba detrás de esta triste realidad. Y no sólo a nivel local. Se estima que tres cuartas partes de los stocks pesqueros mundiales se encuentran sobreexplotados o han sido diezmados de modo irreversible. Auténticas armas de destrucción masiva, como la pesca de arrastre, han minado la “infinita” capacidad productiva del mar.

Imaginen que para alimentarse cazando conejos en un bosque utilizan docenas de tractores que van arrasando día tras día con todo tipo de vida que encuentran a su paso, dejando un paisaje completamente yermo y desolado. Imaginen que, de todo lo que arrastran los tractores (árboles, setas, arbustos, flores y cualquier ser vivo que encuentre a su paso), seleccionamos conejos de determinado peso y tiramos a la basura todo lo demás, incluyendo los conejos más pequeños.

Piensen qué pasaría si, en vez de tractores, van al mar y usan flotas inmensas de barcos que arrastran constantemente, día y noche, redes de más de 5 toneladas de peso y con una boca del tamaño de un campo de fútbol. Barcos que peinan incesantemente cualquier superficie mínimamente plana del fondo oceánico que se encuentre entre los 0 y 2.000 metros de profundidad. Eso es la pesca de arrastre, donde el porcentaje de capturas incidentales que se tira por la borda puede llegar hasta el 90%. El culmen del disparate en el que se ha convertido la explotación pesquera de nuestros océanos.

Cualquier pez que no tenga valor comercial, de cualquier tamaño, se devuelve al mar, pero muerto. Se acaba así con ejemplares en edad reproductiva, sesgando las poblaciones hacia especies únicamente comerciales y desequilibrando los ecosistemas, con consecuencias como las que contábamos al principio como es la invasión de erizos.

Infografía de la pesca de arrastre por Don Foley.
Infografía de la pesca de arrastre por Don Foley.

Resulta extremadamente complejo luchar contra la esquilmación del mar. La presión del mercado, de los consumidores, con una demanda creciente de pescado barato, lleva al incumplimiento continuo de unas regulaciones que resultan obvias sobre el papel, pero que no se toleran cuando en la lonja no hay anchoas, bocartes, atún rojo o gamba de garrucha. Total, por una más, qué más da, si nadie ve lo que está pasando.

Cada período de descanso que se le ha dado al mar ha desatado polémicas que dan alas a la pesca furtiva y se empeñan en señalar a los ecologistas como los culpables de que no haya merluza de pincho en las pescaderías. La razón, exclusivamente, es que la flota pesquera ha crecido exponencialmente, que los medios para detectar bancos de peces son infalibles, y que se sigue tirando devuelta al mar (y ya muerta) una buena parte de la captura.

Es una pena no utilizar la tecnología de la que disponemos para ser más eficaces y selectivos, amén del problema de fondo de la humanidad, más allá de los mares: la codicia.

Sobre pesca

Sobre los autores de este artículo:

J.M. Valderrama es investigador contratado (a ratos) de la Estación Experimental de Zonas Áridas (CSIC). Combina su actividad científica con la escritura y la divulgación. Autor del blog Dando bandazos y de tres libros: Días de nada y rosas, Altitud en vena y Aquí Bahía. Es coator, como miembro de la Asociación Harmusch, del libro Expediciones zoológicas al Sahara Atlántico y colabora con diversos blogs, como este.

David Acuña es biólogo marino con experiencia en gestión de recursos marinos a través de administraciones públicas, consultorios ambientales, instituciones científicas y ONGs. En los últimos años se ha especializado en el estudio de la ecología de los tiburones y de sus relaciones con el ser humano.



Por J.M. Valderrama, publicado el 12 abril, 2016
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