La vitamina C y el Cambio Climático

Por J.M. Valderrama, el 19 noviembre, 2018. Categoría(s): Divulgación • Medio Ambiente

Reconozco que los títulos requieren de un ingenio adicional con el fin de que el lector, siempre limitado por su escaso tiempo, supere el umbral de curiosidad y siga leyendo o, en este mundo virtual, haga click. La relación enunciada, sin embargo, no es tan forzada y tiene un común denominador: la estupidez humana.

El escorbuto[1] era (y sigue siendo) una enfermedad terrible que inicialmente se manifiesta por un cansancio extremo. Debido a ello, su origen se atribuyó a la pereza, el segundo pecado capital, y se interpretó como un justo castigo divino; el remedio era no enfadar a Dios. A medida que la enfermedad progresa, los síntomas se agudizan: dolor articular generalizado, encías sangrantes hasta que los dientes se caen, magulladuras que se convierten en heridas abiertas. Finalmente, en medio de unos dolores espantosos, sobreviene la muerte.

El escorbuto es una enfermedad generalmente asociada a los marineros, aunque también aparece en otros contextos, siempre relacionada con largas estancias en lugares remotos. Se estima que el escorbuto mató a más de dos millones de marineros entre los tiempos de Colón y la aparición de los barcos a vapor (que redujeron enormemente la estancia en alta mar). El escorbuto se llevó por delante más gente que la suma de naufragios, batallas navales y otras enfermedades sufridas en un barco. Un dato habla por sí solo: al diseñar las tripulaciones, se sobredimensionaba su tamaño considerando que el número de bajas que causaría el escorbuto sería el 50%. Un viaje por mar en aquella época suponía tener muchas papeletas para diñarla.

Lo peor del escorbuto no son sus terribles síntomas ni la cantidad de gente que ha muerto. Lo peor, y ahí está la conexión con el cambio climático, es que se pudieron evitar miles o millones de muertes. Se tenía el conocimiento para hacerlo y por diversos motivos la solución se perdía una y otra vez, en un ejercicio de negligencia colectivo difícil de superar.

En efecto, se tiene constancia de que el remedio se encontró en varias ocasiones: En 1535 el explorador francés Jacques Cartier trajo noticias sobre una especie de té que los nativos americanos prepararon y gracias al cual su tripulación se curó milagrosamente; A lo largo de los siglos XVI y XVII varios capitanes de barco sugirieron cargar más frutas y verduras, pues existía una conexión entre la enfermedad y el consumo de alimentos frescos (en realidad de vitamina C, esa era la clave); En 1734 un médico holandés, Johannes Bachstrom, acuñó el término ‘antiescúrbico’ para referirse a una serie de alimentos que lo curaban, todos ellos ricos en vitamina C.

Lo más asombroso ocurre en 1747. James Lind, un médico escocés a bordo del HMS Salisbury, procedió como mandan los cánones en ciencia: aplicó diferentes remedios a doce marineros enfermos de escorbuto. Sanó el que se infló a zumos de naranja. En ese punto debería haberse resuelto el dilema para siempre. No fue así.

Lind se pasó casi treinta años escribiendo un tocho en el que describía sus hallazgos. Lo publicó en 1795 –mientras tanto los marineros seguían cayendo como moscas- y a la solución del escorbuto le dedicó un parrafito. Tras ello dedicó muchas páginas a elucubrar si verdaderamente eran los cítricos la solución o si quizás debería repetir su experimento. Estaba lejos de conocer el fundamento de la cura producida por las naranjas y por ello puso en duda lo que evidenciaba su experimento en alta mar.

Hoy sabemos que el escorbuto es una avitaminosis. La falta de vitamina C impide, entre otras cosas, la síntesis de colágeno, una proteína que sirve para amalgamar diversos tejidos del cuerpo y sin la cual todo se desmorona. El escorbuto prosiguió con su silenciosa matanza y el remedio llegó, como dijimos, de la mano de la máquina de vapor, que permitió acortar la estancia en alta mar. En otros lugares seguían palmando como moscas: las expediciones árticas de 1820 cobraron su peaje, como lo hicieron en 1848 los mineros que buscaban oro en Alaska y en 1853 los soldados que combatían en la guerra de Crimea.

Uno se siente tentado a calificar a los humanos de aquella época como una especie de mendrugos, unos seres analfabetos poco espabilados, que bastante hicieron con que la especie no se extinguiera. Ni siquiera tenían internet, ¡qué gente!

Sin embargo, si echamos un vistazo a uno de los principales problemas que tenemos encima, el del cambio climático, puede que nuestros sucesores (si es que existen) consideren que el Homo sapiens sufrió un salto evolutivo hacia atrás en los siglos XX y XXI, siendo menos sapiens que sus ancestros.

El cambio climático actual, el producido por la actividad humana, por quemar carbón y petróleo a mansalva, fue enunciado hace 79 años por Guy Steve Callendar; escribió esto; “A medida que el hombre cambia hoy en día la composición de la atmósfera a una velocidad excepcional[2] a escala geológica, resulta apropiado investigar el efecto probable de tal cambio. De las mejores observaciones de laboratorio, parece ser que el efecto principal del incremento del dióxido de carbono de la atmósfera, aparte de una pequeña aceleración de la erosión de las rocas y el crecimiento de las plantas, sería un incremento gradual de la temperatura media de las regiones más frías de La Tierra” (Guy Stewart Callendar 1939 Meteorological Magazine Vol. 74).

Antes, en 1895, el químico sueco Arrhenius estimó la sensibilidad del clima al duplicar la concentración de CO2 en un aumento de temperatura de 5-6ºC. Aunque no acertó cuantitativamente, dadas las simplificaciones de su modelo, sí reflejó lo esencial; la mejor estimación actual es de 1.5-4.5ºC.

La evolución entre emisiones de dióxido de carbono y el aumento de temperaturas es tan mimética, que el único contrargumento que se puede plantear es esa nebulosa que pesa sobre la correlación estadística entre dos magnitudes. En efecto, en ciencia es importante discernir entre casualidad y causalidad; existen múltiples ejemplos para ilustrar el peligro que supone interpretar erróneamente un resultado estadístico (¡la chi cuadrado la carga el diablo!). Uno clásico es la fuerte correlación entre en el consumo de helado y el número de asesinatos lo que no significa que comer helado te convierta en asesino (ni tampoco que el aumento de asesinatos despierte las ganas de comer helado en la población); la explicación radica en que ambos fenómenos, la pulsión por comer helado y la tasa de asesinatos, aumentan con la subida de las temperaturas. Otro más reciente y que demuestra la cautela necesaria a la hora de publicar conclusiones estadísticas, es el estudio que dio por buena la relación entre vacunas y autismo. La publicación sirvió de base al movimiento antivacunas para volver a la edad media (sanitaria) y su censura reforzó la tesis conspiracionista que considera las vacunas como un invento de las multinacionales para sacarnos los cuartos.

La relación entre la anomalía de las temperaturas y concentración de CO2 es, como decíamos, bastante clara. Si nuestro escepticismo (el espíritu crítico es esencial en ciencia) considera que 140 años (gráfico de la izquierda) no es tiempo suficiente como para afirmar que hay cierta relación entre variación de temperatura y concentración de CO2, quizás nos abra los ojos lo que ha sucedido en los últimos 400.000 años (gráfico de la derecha): en efecto, las trayectorias de ambas variables se parecen.

La correlación entre temperaturas y emisiones de CO2, además de ser robusta, refleja la evolución pronosticada por muchos modelos: desde principios del siglo XX hasta hoy estos modelos se han ido sofisticando y arrojando la misma conclusión, el CO2 derivado de la quema de combustibles fósiles es la principal causa de la subida de temperaturas en la Tierra.

El núcleo del razonamiento (link a un excelente artículo en el que se explica con mucho más detalle) consiste en calcular el aporte de temperatura debido a los diversos factores involucrados en el clima: radiación solar, albedo, erupciones volcánicas y concentración de gases de efecto invernadero. Como se aprecia en el gráfico izquierdo de la siguiente figura, la temperatura pronosticada por modelos que solo incluyen el efecto de los fenómenos naturales (erupciones volcánicas, radiación solar…) -la línea azul oscura es la media de las líneas azules claro- se parece bastante a la temperatura real (línea negra) hasta los años 70 aproximadamente y después divergen. Sin embargo, el gráfico de la derecha, que además incluye el forzamiento debido a la emisión de CO2 procedente de la quema de combustibles fósiles, encaja perfectamente con la trayectoria de las temperaturas.

Dato a dato vamos acumulando evidencias sobre lo que está pasando y sobre cómo está ocurriendo. Era predecible que el aumento de la temperatura derritiese el hielo y, en consecuencia, aumentase el nivel del mar (cosa que ha ocurrido y ha sido medida), cambiase la salinidad del mar y se modificasen las corrientes (está ocurriendo) y se modificase el hábitat y por tanto la distribución de especies. También que una mayor concentración de vapor de agua en la atmósfera provocase un mayor número de fenómenos meteorológicos extremos. Todos estos hechos los van ratificando las diferentes estaciones meteorológicas esparcidas por tierra, mar y aire.

Tenemos información al segundo de lo que ocurre y sabemos dónde hay que intervenir para que las cosas cambien. ¡Sabemos que hay que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y ¡NO lo hacemos! ¿Somos más listos que nuestros antecesores? ¿A pesar de tener wifi por todas partes?

Por cierto, aviso a los navegantes: hoy en día sigue muriendo gente de escorbuto.

 

Notas del autor:

[1] En este magnífico artículo el lector puede encontrar mucha más información sobre el escorbuto

[2] Si levantase la cabeza sabría lo que es ‘excepcional’ En 1939 el flujo de carbono de energías fósiles a la atmósfera era aproximadamente de 1,5 Gt. En 2000 superaba las 6 Gt y en 2014 llegó a 9,7.



Por J.M. Valderrama, publicado el 19 noviembre, 2018
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