El 19 de septiembre de 1991 apareció por casualidad, en plenos Alpes, en un área entre la frontera italiana y la suiza, un valioso paquete de información. En un primer momento no lo parecía y ninguno de los dos países querían hacerse cargo de su recuperación. Pero, cuando una vez rescatado se dieron cuenta de lo que tenían entre manos, empezó una disputa que les llevó a realizar mediciones de la frontera, que no se hacían desde 1919, para determinar de qué lado se encontraba; resultó ser el italiano.
Con celeridad, los expertos comenzaron a leer todo lo que había permanecido guardado durante 5.000 años en esta cápsula del tiempo bajo el hielo y consiguieron tener novedosas evidencias sobre cómo era la vida de la Europa del Calcolítico. Descubrieron, por ejemplo, cómo eran los usos de vestido (algo que en la actualidad es fácil, pero entonces no existía el Vogue) y se encontraron con que ya se trabajaban y utilizaban diferentes tipos de cuero, seleccionados en función del uso más apropiado para cada caso. El grado de sofisticación era tal que incluso se usaban zapatos impermeabilizados preparados para poder caminar por la nieve. También se obtuvieron las primeras evidencias de que aquellos europeos ya practicaban el tatuaje, muy posiblemente con un carácter ritual sanador y, ya que hablamos de terapias, conocían el poder curativo (este sí) de algunas plantas, como la capacidad coagulante de un tipo de musgo del pantano o las antibacterianas del hongo del abedul.
En noviembre de 2002 se halló en Galera, en la provincia de Granada, otro valioso paquete de información. En este caso, una vez desencriptado, se obtuvieron datos con 3.500 años de antigüedad. Este hallazgo aportó más información sobre la cultura argárica (la que en ese momento, Edad del Bronce, se dio en el sudeste de la Península Ibérica) que todos los trabajos arqueológicos realizados hasta ese momento de forma conjunta. Los expertos pudieron constatar nuevos detalles sobre los ritos funerarios, como que antes del enterramiento se realizaba una exposición del cadáver durante al menos 72 horas (tiempo de duración del rigor mortis) para después colocarlo en posición fetal y envolverlo, no con cuerdas como se pensaba hasta entonces, sino en una manta de la que sólo quedaba expuesta la cara. O sobre la alimentación, como que se cocinaban gachas de trigo. También se obtuvo la primera prueba de que ya se tricotaba lana y hasta se pudo saber, una información harto difícil de encontrar, cómo se peinaban estas gentes.
El primero de los hallazgos es la momia de Otzi, el Hombre del Hielo, la momia más antigua de Europa y la más estudiada por la ciencia.
El segundo, la momia de Galera, la segunda más antigua del Viejo Continente.
Tanto Otzi como la momia de Galera arrojaron una ingente cantidad de información cuando los expertos las estudiaron, y podrán seguir haciéndolo en el futuro, cuando se tengan nuevas preguntas que realizarla o nuevos métodos con los que hacerlo, ya que ambas continúan a disposición de la ciencia. Y no sólo de la ciencia, sino también de la sociedad: las dos se encuentran en museos que se han convertido en centros de divulgación y de turismo científico, con miles de personas que miran con estupefacción estas piezas del pasado. Pero, ¿y si las hubiéramos encontrado y no hubiéramos hecho nada con ellas? ¿Y si nos hubiéramos quedado sin todo ese conocimiento? ¿Y si no hubiéramos podido estudiar éstos u otros restos humanos similares? No son preguntas estúpidas, y vamos a ver por qué.
El concepto de repatriación
Hasta los años 70 del pasado siglo XX los restos humanos (momificados, esqueletizados, fosilizados…) formaban parte de un patrimonio cultural único e indisputable que se custodiaba en museos u otros centros de investigación, y que estaba a disposición de la ciencia y, podríamos decir, de la humanidad. Pero en ese momento en Estados Unidos se produjeron las primeras reclamaciones: los indios nativos americanos comenzaron a exigir la devolución de los restos de sus antepasados para inhumarlos y a ellos se sumaron, como en una especie de piezas de dominó, otras comunidades de distintos puntos del planeta. Aparece el concepto de repatriación. La repatriación es la devolución a la comunidad de la que provenían de los ítems (restos humanos o cualquier otro objeto, como los relacionados con ritos religiosos) que legalmente pertenecen a un Estado o institución. Y se abrió el debate… un debate acalorado entre los pueblos indígenas, reclamando el control de su patrimonio como una cuestión de derechos humanos, y los científicos, alegando que las devoluciones supondrían la pérdida de un patrimonio de toda la humanidad y la base de datos para el desarrollo de la arqueología, la antropología física y otras ciencias… un debate, todavía sin cerrar, que llevó primero a la firma en 1989 del Acuerdo de Vermillion, donde se recogen aspectos éticos para el tratamiento de restos humanos, y al desarrollo y aprobación después de leyes de repatriación en distintos países.
¿Qué ha pasado desde la firma del Tratado de Vermillion hasta ahora? Veámoslo a través de algunos (curiosos) ejemplos.
El hombre de Kennewick
Estados Unidos. El 28 de julio de 1996 Will y Thomas, dos jóvenes de 19 y 21 años, están disfrutando de las carreras anuales de hidroplanos cuando por casualidad encuentran cerca de la orilla del río Columbia, en las inmediaciones de la localidad de Kennewick del Estado de Washington, ¡un cráneo!
No se podían imaginar que lo que la policía recuperó como las pruebas de un posible asesinato resultó tener 9.000 años de antigüedad. Sí, habían dado con uno de los restos más antiguos, más completos y mejor conservados de Norteamérica, el que se quedó en llamar “el Hombre de Kennewick”.
El descubrimiento de estos restos desató una guerra entre científicos y miembros de las comunidades de indios nativos de este lugar. Acogiéndose a la ya entonces asentada Ley de 1990 de protección y repatriación de las tumbas de los nativos americanos, The Native American Grave Protection and Repatriation Act (NAGPRA), que protege los derechos de los pueblos indígenas sobre restos humanos, objetos y lugares ceremoniales, los indios Umatilla pidieron la devolución de los restos del Hombre de Kennewick, que los científicos también reclamaban por tratarse de un material de gran valor que no podía dejar de ser estudiado. La disputa llegó a los tribunales en donde, entre otras muchas alegaciones, los investigadores aducían que los primeros estudios morfológicos indicaban que este individuo no estaba relacionado con los nativos americanos sino que podría estar conectado con grupos de poblaciones provenientes del Pacífico, como los polinesios. Por su parte, frente a las pruebas científicas, los Umatillas exponían su tradición oral, según la cual sus tribus eran parte esa tierra “desde el comienzo de los tiempos» y añadían además que no creían que sus pueblos hubieran “migrado desde otros continentes como lo consideran los científicos». Los tribunales dictaminaron que no se podía demostrar la conexión del Hombre de Kennewick con las tribus americanas y continuó el estudio de los restos.
Hubo que esperar hasta 2015 para resolver el enigma. Fue entonces cuando un equipo de científicos de la Universidad de Copenhague y la Escuela de Medicina de la Universidad de Stanford publicaron en Nature los resultados del análisis de la secuencia del genoma en la que se empleó ADN antiguo de un hueso de la mano del hombre de Kennewick. Y sí, los Umatilla tenían razón: los análisis genéticos indicaban que el Hombre de Kennewick estaba más estrechamente relacionado con los nativos americanos que cualquier otra población. Así que dos años después fue devuelto a las tribus que, siguiendo sus ritos, lo enterraron en febrero de 2017. No volverá a ser recuperado.
Los Niños de Llullaillaco
Argentina. Marzo de 1999. Una expedición organizada por la National Geographic Society a cargo del antropólogo norteamericano Johan Reinhard y de la arqueóloga argentina, Costanza Ceruti, ascendió hasta la cima del volcán Llullaillaco (6.739m), uno de los más altos del mundo, para investigar las ruinas de lo que parecía un santuario inca. Lo era. Los científicos hallaron las pruebas que así lo demostraban… las de una ceremonia de un sacrificio humano: las momias de tres niños.
Los llamados “Niños de Llullaillaco” se habían conservado en magníficas condiciones durante más de 500 años por las condiciones de extrema sequedad y altas temperaturas de la zona. Tanto, que se trata de las momias mejor conservadas del periodo precolombino. Tanto, que tenían conservados sus órganos internos 5 siglos después. Tanto, que algunos expedicionarios llegaron a decir que parecía que los niños sencillamente estaban dormidos.
Los Niños de Llullaillaco son La Doncella, una adolescente de unos 15 años; El Niño, un niño de entre 7 y 12 años; y La Niña del Rayo, una niña de unos 6 años, que después de morir fue alcanzada por un rayo. Junto a ellos también apareció un ajuar de unos 80 objetos.
Estos restos momificados fueron trasladados en un primer momento al congelador de unas instalaciones militares en la comarca, pero debido a la falta de espacio fueron trasladados a la Universidad Católica de Salta, con instalaciones más apropiadas para el estudio y conservación de este valioso legado.
Desde entonces se les han realizado numerosos estudios por científicos de distintas especialidades y partes del mundo: radiografías y tacs con los que se han podido conocer la constitución y patologías de los órganos internos, huesos y articulaciones, estudios odontológicos, de ADN antiguo o análisis de cabello, entre otros. Los resultados de estos trabajos han dado información sobre la muerte de los tres infantes, pero también sobre su vida (incluyendo su perfil social) y sobre la sociedad y la cultura a la que pertenecieron, como los ritos de sacrificio en los santuarios andinos.
En Argentina la primera ley de repatriación es del año 1991. Las críticas a la manipulación de estos restos no tardaron en llegar desde distintos ámbitos. La comunidad kolla denunció incluso ante los tribunales la violación de los derechos de su pueblo, sin embargo, la denuncia fue desestimada por el Fiscal Federal porque la expedición en la que habían sido hallados había sido legalmente autorizada. No fue la única crítica aludiendo a falta de respeto o incluso profanación de los restos de una cultura. Sin embargo, es muy curioso contraponer estas críticas con la propia tradición de la cultura a la que pertenecieron los Niños, la inca, que tenía por costumbre sacar sus momias a pasear, darles de comer… formaban parte del mundo de los vivos.
En España, también.
¿Y en España? En nuestro país no existe normativa sobre conservación, manejo y exhibición de restos humanos. Pero eso no significa que no hayamos tenido algunos casos muy controvertidos.
Quizá el más conocido sea el del «Negro de Banyoles», un bosquimano que fue desenterrado en 1830 en África, disecado y llevado a Francia por naturalistas franceses, y que en 1916 llegó a la localidad gerundesa de la que recibió su nombre, donde comenzó a exhibirse en el Museo Darder. Allí permaneció apaciblemente durante décadas hasta que en 1992 comenzó la polémica cuando el médico Alfonso Arcelín pidió que fuera dignificado y devuelto a su lugar de origen. Los vecinos de la localidad llegaron incluso a movilizarse para evitar su salida del museo, y se recogieron más de 7.000 firmas en las que la ciudadanía decía que si bien no debía ser exhibido, sí debía conservarse para permanecer a disposición de investigadores y expertos. Y la resistencia vecinal acabó en conflicto diplomático entre España y los Países de la Organización para la Unidad Africana en el que llegó a intervenir la UNESCO para aconsejar la inhumación o el traslado del bosquimano a su país de origen. En 2000 fue sacado de su vitrina y enviado al Museo Arqueológico Nacional. Allí se le quitó la indumentaria y accesorios con los que había sido expuesto en el museo catalán, el relleno interior y otros añadidos como los genitales y el cabello, y también se decidió extraerle toda la piel. El cráneo y los restos óseos se enviaron en un ataúd a Botsuana en 2007. El 4 de octubre de 2007 fue enterrado en un Parque Nacional con honores reservados hasta ese momento para héroes nacionales.
Otro caso remarcable es el de los restos de la necrópolis judía del siglo XIV aparecidos en 1996 en la ciudad de Valencia. El Ayuntamiento valenciano y la Consellería de Cultura accedieron a la petición de la Federación de Comunidades Israelitas de España para que los restos óseos fueran trasladados al cementerio judío de Barcelona antes de que ningún científico (arqueólogos o antropólogos) pudiera poner una mano sobre ellos. La comunidad científica, a través de la Universidad de Valencia, se movilizó (llegó incluso a decir que el modo de proceder había sido similar a sepultar un archivo de documentos tras haberlos leído), e interpuso una queja al Defensor del Pueblo de las Cortes Valencianas. Éste les dio la razón y calificó el entierro de los restos como «un total sacrificio del derecho a la cultura de los ciudadanos”. Pero lo hizo en 1998, cuando los restos llevaban dos años enterrados en el cementerio barcelonés.
Kennewick, Llullaillaco o Banyoles son sólo tres ejemplos de los muchos casos de controversia acaecidos en distintas partes del mundo en torno al tratamiento de restos humanos. Cada uno de ellos casi una novela, despertaron un amplio interés tanto de la comunidad científica como de la sociedad y pusieron el foco sobre un tema de debate todavía sin resolver. Cada uno de ellos, casi con nombres y apellidos, se contraponen a los miles de individuos anónimos, de distintas épocas y partes del planeta, que durante años han reunido los científicos de todo el mundo para crear colecciones para el estudio. Colecciones que, cuando han sido lo suficientemente grandes en términos estadísticos, han permitido, por ejemplo (y es sólo un ejemplo), desarrollar las herramientas (funciones discriminantes, morfometrías geométricas, análisis biológicos…) con las que hoy se hacen identificaciones humanas, a veces a partir de tan sólo un pequeño trozo de hueso. Colecciones con las que se hace ciencia en el presente y se podrá hacer ciencia en el futuro cuando dispongamos de nuevas técnicas. Son nuestra base de datos para hacerlo. Están completamente vivas. Y, sin embargo, algunas de esas colecciones, como la de la Smithsonians Institution con la que se crearon todos los parámetros para población norteamericana, han sido devueltas a los indios americanos para que las inhumaran según sus ritos. Y la de la Smithsonians no es la única. Una realidad para la que surge una pregunta: ¿no los estaremos enterrando vivos?
Este artículo nos lo envía Susana Escudero (@Suescudero): «Licenciada en Filología Inglesa, y Máster en Antropología Forense, ha ejercido siempre como periodista. En la actualidad trabaja en Canal Sur, donde realiza junto a Emilio García (IAA-CSIC) el programa de ciencia de radio “El Radioscopio”, por el que han ganado dos Prismas y el Premio Andalucía de Periodismo. Se puede decir que soy feliz por haber conseguido unir dos de mis grandes pasiones: radio y ciencia».
Para leer más
- Patrimonios en disputa: acervos nacionales, investigación arqueológica y reclamos étnicos sobre restos humanos. María Luz Endere, ML. Trabajos de Prehistoria, Vol 57, No 1 (2000) pp. 5-17.
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Etnicidad y política en torno al tratamiento de restos humanos de interés arqueológico y bioantropológico. Pasado, presente y futuro de los pueblos indígenas. Liliana Tamagno. Revista Argentina de Antropología Biológica. Vol 17. Número 2. (2015)
- Acuerdo de Vermillion.
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Criterios sobre la exhibición de restos humanos en los museos. Américo Castilla. Argentina. (2006)
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No toquéis a los muertos. Las resistencias de la administración española para regular y legislar un patrimonio singular: los restos humanos. Mª Adoración Martínez Aranda, Jesús López Díaz. IX Congreso Internacional Sociedad y Patrimonio. (2014) pp. 253-266.
- Kennewick Man Virtual Interpretative Center.
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The Ancestry and Affiliations of Kennewick Man, Morten Rasmussen et al. Nature. 2015 Jul 23; 523(7561). pp. 455–458.
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James Chatters, Ancient Encounters: Kennewick Man and the First Americans. Simon & Schuster (August 13, 2002).
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Westermann, Frank, El negro y yo. Traducción española de Goedele de Sterck. Barcelona: Océano, (2007).
Soy licenciada en Filología Inglesa y Máster en Antropología Forense, aunque llevo ejerciendo como periodista desde que tenía 20 años. En la actualidad trabajo en Canal Sur, donde realizo junto a Emilio García (IAA-CSIC) el programa de ciencia de radio “El Radioscopio”, por el que hemos ganado, entre otros, tres Prismas y el Premio Andalucía de Periodismo. Se puede decir que soy feliz por haber conseguido unir dos de mis grandes pasiones: radio y ciencia.