El 25 de mayo del 2011, la Organización Internacional de la Epizootias (OIE), algo así como la OMS de la veterinaria, declaró erradicada del planeta una enfermedad infecciosa que no sólo mató a millones de animales, sino que también acabó con la vida de millones de seres humanos.
Sirva este artículo para mostrar que la salud animal y el bienestar de las personas son vasos comunicantes, para contar la historia de una enfermedad terrible que causó enormes sufrimientos, para narrar la carrera global que condujo a su erradicación y, finalmente, como homenaje a aquellos que hicieron posible esta proeza.
Hoy, la peste bovina junto con la viruela son las dos únicas enfermedades infecciosas erradicadas en todo el mundo. Confiemos en que la polio sea la siguiente.
Comenzaremos nuestro recorrido con un viaje en el tiempo. Roma A.D. 1713:
Nada conseguía aplacar la inquietud del Papa Clemente XI. La reciente firma del Tratado de Utrech le había hecho perder territorios e influencia. Francia, con la herejía jansenista y su rey, ese arrogante Luis XIV, no hacían más que darle dolores de cabeza.
Todo esto, aunque molesto, entraba dentro de la lógica de la lucha por el poder. Algo mucho más serio quitaba el sueño al Obispo de Roma. No era el pecado ni las obras del maligno las preocupaciones que le atormentaban sino algo mucho más prosaico: su ganado se moría. Ni siquiera la procesión hacia la basílica de San Pedro seguida con celo por sus fieles, quienes también perdían sus animales, dio los resultados esperados. El Señor parecía haberle dado la espalda. 1714 comenzó con los peores presagios, el frío no contenía la epidemia y los campos se cubrían de animales muertos. El hambre acechaba. No había leche, ni carne, ni mucho peor animales para roturar los campos. Sin ellos era imposible cultivar la tierra y obtener cosechas. Conforme avanzaba el año, sus pérdidas se acercaban ya a las 25.000 cabezas: una catástrofe; así que el Sumo Pontífice, para salvar a sus rebaños, puso su confianza en la misma persona que cuidaba de su salud. Su médico personal: Giovani Maria Lancisi.
El galeno puso manos a la obra y obtuvo el favor papal para -contra el criterio de no pocos cardenales- promulgar una serie de normas entre las que destacaba la siguiente consideración:
«es mejor matar a todos los animales enfermos y sospechosos, en lugar de permitir que la enfermedad se propague para tener suficiente tiempo y el honor de descubrir un tratamiento específico que a menudo se busca sin ningún éxito «
Al sacrificio de todos los animales enfermos y de aquellos que habían estado en contacto con éstos añadió un estricto control de los movimientos de ganado (y de otros animales como perros) así como la obligación de enterrar los cadáveres en cal viva y de no aprovechar nada de éstos, ni piel ni carne, para evitar futuros contagios.
Además, quienes no cumpliesen con estas normas lo pagaban, bien con el castigo de galeras a perpetuidad (si eran eclesiásticos) o directamente eran ejecutados (todos los demás). No hubo excepciones de grado, clase social o posición económica.
En nueve meses, la epidemia estaba controlada.
El éxito del médico italiano no pasó desapercibido en las cortes europeas y sus normas se impusieron en gran parte del continente. Sirvió también para poner las bases del estudio de los principios que habían controlado la epidemia y que tuvo como resultado la creación de la primera facultad de veterinaria del mundo, fundada en la ciudad francesa de Lyon en 1761 con el apoyo real de Luis XV.
Aunque de manera muy tímida, los gobernantes comenzaban a darse cuenta de que este mal no podría vencerse sin colaboración transfronteriza, más allá de la ojeriza que reyes o súbditos de naciones históricamente enfrentadas pudieran tenerse.
Hoy sabemos que la enfermedad que atormentó las finanzas del Papa Clemente XI fue la peste bovina (también conocida con su nombre alemán de Rinderpest). Un virus muy contagioso y altamente mortal (más del 90%) que se cebaba en los rumiantes tanto domésticos como silvestres. Llegó a Europa con los ejércitos asiáticos y fueron, más tarde, las armadas locales las que expandieron la infección puesto que la logística y transporte de los materiales de guerra obligaban a usar la fuerza de tracción de los bueyes quienes, junto a las armas, llevaban el virus mortal. Con la llegada del ferrocarril, creció exponencialmente el comercio de ganado y con él la transmisión del virus se aceleró por todo el continente, llegando en oleadas desde Rusia principalmente, donde era endémico.
El virus pertenece al género de los morbilivirus como el moquillo canino o el sarampión. Este último apareció como una mutación del Rinderpest que se adaptó a los humanos hacia el S.XI o XII de nuestra era. Es un virus ARN altamente contagiosos. Tras la infección el animal comenzaba a manifestar los primeros síntomas 3-6 días más tarde: fiebre, letargia, descargas nasales y oculares, llagas en la boca y un olor fétido. Más tarde aparecía la diarrea y el animal moría unos pocos días después.
La alta mortandad animal se convertía en una sentencia de muerte para las comunidades. Sin ganado faltaban la leche y la carne. Pero peor aún, desaparecía la fuerza motriz que permitía arar los campos, sin bueyes, eran las personas las que debían atarse a los arados y arrastrarlos para intentar obtener una magra cosecha, siempre insuficiente. Los que podían permitírselo compraban caballos o mulas -inmunes a la enfermedad- pero la alta demanda elevaba los precios.
Así, en las sucesivas epidemias que se han documentado en la Inglaterra del SXIV, un caballo de tiro pasaba de costar 12 chelines hasta 35 en plena epidemia. El hambre llegaba a las villas y no era raro que la necesidad empujase a comer carroña e incluso a cometer actos de canibalismo.
La peste bovina aceleró acontecimientos históricos de primera magnitud. Así en 1749 el médico francés Blondet describe la situación en la campiña de su país: “pastos desolados, las tierras sin cultivar, las granjas abandonadas, todo atestigua nuestra desgracia”. Tan solo en la región de Limousin 4.000 personas murieron de hambre en el mes de marzo de 1770. A la mortalidad propia de la enfermedad, se añadía los disparos que los soldados tenían orden de realizar a todo animal sospechoso de haber estado en contacto con reses enfermas. Aunque el rey pagaba por los sacrificios, los nuevos precios del ganado sano, siempre al alza, convertían la compensación real en papel mojado. Sin fuerza motriz para arar, sin estiércol para abonar y sin una fuente clave de alimentos, no es sorprendente que los ánimos estuviesen soliviantados y que ese descontento, como apuntan algunos historiadores, contribuyese al caldo de cultivo que desembocó en la Revolución Francesa en 1789.
Hasta 1774 la península Ibérica no se había visto afectada por la peste, pero ese año, la enfermedad llegó a la frontera con Francia. Las autoridades fueron alertadas para que evitasen la importación de animales. Sin embargo; optaron primero por mandar a dos veterinarios quienes confirmaron la gravedad de la epidemia e insistieron en la primera recomendación. Aun así, su dictamen fue ignorado. La infección entró por San Sebastián, causó altísima mortandad en Andoain y se expandió por Guipúzcoa, Santander y Aragón.
El horror no se limitaba a Europa, África sufría la peste como consecuencia de sucesivas importaciones de ganado europeo. A finales del S XIX el emperador de Etiopía Menelik perdió más de 250.000 reses. Se iniciaba así la gran hambruna etíope de 1888-1892 y que un misionero francés describió así: “vaya donde vaya me cruzo con esqueletos andantes o con cadáveres medio devorados por las hienas, de los hambrientos que han caído de agotamiento”.
Un tercio de la población etíope murió como consecuencia de esta hambruna.
Pero no sólo el ganado doméstico se veía implicado. También los animales silvestres sufrían la enfermedad: búfalos, jirafas, antílopes, todos los ungulados caían presa de la infección.
El ganado está fuertemente enraizado en muchas culturas africanas para los que los animales suponen la única manera de tener capital, las reses constituyen un sistema económico en sí mismas: dotes, herencias y préstamos se pagan con ganado. Su muerte se traducía en la muerte de culturas enteras.
Algo había que hacer puesto que la expansión y frecuencia con la que la peste bovina retornaba al agro, con sus consecuencias en forma de hambre y muerte, consiguieron poner de acuerdo a un buen número de países para dejar de lado sus rencillas e intentar aunar esfuerzos y combatir la enfermedad.
En 1871, el gobierno austríaco puso en marcha la primera conferencia internacional para el control de la peste bovina. Los gobiernos acordaban alertarse mutuamente por telégrafo cuando hubiese un brote de enfermedad a fin de interrumpir el comercio de animales, se comprometían a compensar a los ganaderos por sus pérdidas, así como a poner en práctica exigentes medidas de desinfección ante cualquier diagnóstico positivo.
Siguiendo estas normas, las autoridades alemanas alertaron a sus pares británicas -estamos en 1877- de que los animales que acababan de arribar a su territorio llegaban de Hamburgo donde se acababa de diagnosticar un brote de peste bovina. La rápida comunicación permitió a los veterinarios ingleses inmovilizar el ganado, sacrificarlo y evitar que la enfermedad se propagase por territorio inglés. Rápidamente se instauró la inmovilización de los animales alemanes, así como la prohibición de la importación en territorio holandés, belga, suizo y francés entre otros. Los esfuerzos permitieron yugular la enfermedad en Europa.
Pero si bien el virus veía cortocircuitada su expansión en el viejo continente, comenzaba su fulgurante expansión en otras latitudes de la mano de la actividad colonizadora de las potencias europeas.
De este modo, la importación de reses para alimentar al contingente militar español sito en las Islas Filipinas introdujo la Rinderpest en el archipiélago. Pero sin duda, donde el virus campaba a sus anchas era en el continente africano. En Sudáfrica la peste se cebaba con los bovinos y ninguna medida preventiva parecía funcionar. Tan grave era la situación que el gobierno de la provincia de El Cabo solicitó los servicios de Robert Koch quien años antes había establecido sus famosos postulados que permitían atribuir una enfermedad a un germen determinado. Koch conocía su oficio y estaba seguro de que un microorganismo provocaba la peste. Las experiencias vacunales frente a la rabia y viruela le hacían ser optimista de cara a hallar una profilaxis efectiva contra la rinderpest.
Después de muchas pruebas con distintos fluidos corporales, acabó recomendando que se inoculase al ganado sano con bilis de animales que hubiesen muerto del mal. El método no tuvo éxito, pero permitió que científicos locales creasen otra alternativa: inyectar suero de animales infectados. No era una solución ideal, se transmitían muchas otras infecciones tratando de evitar la peste, pero los animales inoculados desarrollaban cierta inmunidad frente al virus. En el ganado tratado la mortalidad bajó del 77% al 44%. Los colonos de origen europeo tenían más acceso a este remedio e inoculaban más, de ahí podemos conocer la diferencia entre ganado que no recibía la profilaxis -mayoritariamente de ganaderos nativos- frente a los de propietarios de origen europeo.
En 1902, investigadores turcos demostraron que el agente que estaba detrás de los brotes de peste era un virus.
Pocos años después, en 1910, los japoneses invadieron la península coreana y los veterinarios del país nipón se propusieron crear un cinturón inmunitario entre Corea y China para proteger la cabaña coreana de la rinderpest. Para ello, el veterinario Chiharu Kakizaki fue capaz de inactivar al agente vírico de muestras de sangre y bazo al mezclarlas con glicerina: Había nacido la primera vacuna contra la peste bovina.
Los esfuerzos de coordinación internacionales para luchar contra la peste dieron otro gran paso con la firma de 28 países para la creación, en 1928, de la OIE, la Organización Internacional de las Epizootías, aún activa hoy y que tuvo un papel protagonista, junto con la FAO, en la erradicación de la rinderpest de la faz de la Tierra.
Unos años más tarde, en Filipinas, un veterinario militar norteamericano, Raymond Alexander Kesler utilizó cloroformo para inactivar el virus presente en macerados de bazo, ganglios linfáticos e hígado. La vacuna requería múltiples dosis y proveía inmunidad por un período de tiempo limitado pero lo importante era que ayudaba, junto a las medidas de cuarentena y sacrificio, a limitar la enfermedad. Filipinas lanzó una campaña de vacunación que entre 1924-1931. Se administró a razón de 300.000 cabezas/año.
Las vacunas muertas no producen la infección pues el virus está inactivo, pero son capaces de “alertar” al sistema inmune y generar defensas. El inconveniente mayor es la necesidad de repetir las dosis para mantener su capacidad profiláctica lo que supone un coste y trabajo muchas veces prohibitivos.
La siguiente batalla era conseguir vacunas vivas, que estimulasen la inmunidad a largo plazo pero que no provocasen la enfermedad o dieran lugar a una dolencia atenuada, con síntomas leves. Las experiencias anteriores con virus rábico y viruela invitaban a probar la atenuación del virus mediante el pase en especies no diana. Así, se probó en diferentes animales con éxito variado. La primera experiencia exitosa se obtuvo mediante el pase en cabras y dio lugar a la vacuna denominada Kabete O, muy eficaz para el ganado africano (aunque producía una leve enfermedad) pero aún mortal para el 50% de la cabaña europea, por lo que el viejo continente debía continuar con la administración de la vacuna muerta.
Esta vacuna podía transportarse fácilmente en cabras vivas previamente inmunizadas. Una vez sacrificada, de cada cabra podían obtenerse entre 500 y 800 dosis. Era un modo de transporte tremendamente eficaz en las condiciones del continente africano.
Llegamos así a los años 40. La Segunda Guerra Mundial supuso, contra lo que pudiera suponerse en un principio, un impulso en la lucha contra la peste bovina.
El presidente norteamericano Roosevelt conocía de primera mano las consecuencias de una infección. Con 40 años sufrió una parálisis con la que viviría el resto de su vida. La polio se cebaba con los pequeños, pero los adultos tampoco estaban a salvo.
Ahora la guerra era su mayor preocupación y el dossier que le acababa de llegar del estado mayor de la defensa le convenció de que debía actuar rápido. La inteligencia americana sabía que los japoneses estaban desarrollando, con éxito, armas biológicas. En Manchuria, la unidad 731 del ejército japonés experimentaba con el tifus, la peste y el cólera. Sus víctimas se contaban en cientos de miles.
Resultaba imprescindible contar con vacunas y medicinas que pudiesen neutralizar un ataque biológico nipón. Y el ejército estadounidense se puso manos a la obra y no sólo para defenderse de ataques a su población humana sino también para proteger a los animales.
La isla de Grosse es un pequeño punto en el mapa en la enormidad de Canadá. Sita en el río San Lorenzo esta isla fluvial era el punto de entrada y cuarentena para los miles de emigrantes irlandeses que arribaron a las costas del país huyendo de la gran hambruna de 1845-49 debida a la pobre cosecha de patatas. Muchos, al llegar, murieron en esta isla canadiense de tifus y cólera. Es el mayor cementerio debido a la gran hambruna que hay fuera de territorio irlandés. Cerró sus puertas en 1932, pero volvió a abrirlas diez años más tarde para, en esta ocasión, ocuparse de la peste bovina.
Los norteamericanos sabían que, de llegar el virus a su territorio, el ganado carecía por completo de defensas así que resultaba imperioso inmunizarlo con una vacuna, pero para hacerla había que traer a suelo americano al virus responsable, con los riesgos que ello acarreaba. ¿La solución?, centrar todas las investigaciones en un espacio aislado como la Isla de Grosse.
La armada USA tuvo éxito, en 19 meses tuvieron lista una nueva vacuna.
Ya hemos visto cómo los japoneses conocían la enfermedad y no habían dejado de hacer progresos sobre su control: el veterinario Junji Nakamura consiguió atenuar el virus tras repetidos pases por una especie intermediaria no diana: el conejo. Proteger al ganado en territorio nipón era crítico para el esfuerzo bélico. El soldado norteamericano era el mejor alimentado de toda la contienda, no así el japonés. Proteger los rebaños era extremadamente importante. El uso de la vacuna lapinizada (pasada más de 100 veces por conejo) se generalizó en Asia. La reproducción del virus peste no tenía secretos para los nipones.
Por su parte, Hitler descartó desde un principio y por completo la guerra biológica y aunque su lugarteniente Himmler coqueteó con ella, no hubo auténticos esfuerzos para hacerla realidad. No era el caso del imperio del sol naciente.
Los japoneses aceleraban con sus pruebas y los americanos, en la Isla de Grosse, intentaban ganarles la carrera con una vacuna eficaz, y, sobre todo, fácil de producir y administrar. Iniciaron los trabajos con la vacuna inactivada con cloroformo, pero al inyectarla a los terneros, éstos producían tan sólo unas 350 dosis por animal. En 1943, para producir 100.000 dosis se necesitó el concurso de 270 bóvidos. El virólogo Richard Shope, a cargo de las instalaciones canadienses, calculó que, para proteger a la cabaña norteamericana, que contaba entonces con unos 60 millones de animales, se necesitarían 170.000 terneros y unos 60 años de trabajo al ritmo actual. Evidentemente, había que encontrar otras soluciones. La vacuna podría atajar pequeños brotes, pero no proteger al ganado en su totalidad.
Shope decidió probar una ruta diferente: cultivar el virus en huevos de ave, las experiencias previas con el virus gripal habían sido exitosas, así que se exploró esa vía. Utilizó la cepa Kabete O. El proceso requería pasar el virus por una suspensión de bazo vacuno para después pasarlo por la membrana corioalantoidea del huevo durante 8-12 veces. De ahí se le pasaba a la yema. En ese punto, el virus replicaba con enorme velocidad invadiendo al embrión y todos los fluidos que lo envuelven en 24 horas.
Esta vacuna avianizada confería una protección completa en 10 días tras la administración. Y se obtenían 3-4 dosis por huevo. Además, congelada y envasada al vacío conservaba sus propiedades durante 15 meses. Con esta vacuna, en 1944, los EE. UU. estaban preparados para neutralizar un ataque con Rinderpest por parte japonesa.
Y es que la amenaza era absolutamente real. A la cabeza del esfuerzo nipón por infectar las vacas americanas estaba el albéitar japonés Noboru Kuba. El plan consistía en añadir preparados víricos a globos aerostáticos que se construyeron para bombardear territorio norteamericano (algunos llegaron a impactar y uno causó la muerte de 6 personas, únicas bajas en el continente americano de esta guerra). Kuba preparó un macerado de órganos infectados, lo desecó y obtuvo 50 gramos de polvo altamente contagioso. Hizo una prueba con un cohete que explotó en el aire diseminando el polvo infeccioso alrededor. 10 vacas habían sido colocadas en las inmediaciones. El experimento resultó un éxito pues las 10 vacas desarrollaron síntomas y murieron de Rinderpest. El proyecto llegó a la Unidad 731 (conocida después de la guerra por sus múltiples experimentos atroces, mutilaciones, pruebas con la peste bubónica, etc.) con la idea de producir 20 toneladas de polvo infectivo. La idea llegó a oídos del general Tojo quien, aunque retirado, aún tenía una influencia importante en las decisiones militares. Tojo estaba convencido de que, de tener éxito el plan, los americanos arrasarían la cosecha de arroz llevando el hambre al corazón del imperio japonés. El plan fue abortado.
Tras el final de la contienda, las naciones volvieron a colaborar para acabar con la peste pues ésta seguía haciendo estragos. Así la cabaña china perdía 200.000-300.000 efectivos cada año debido a la infección lo que condenaba a muchos agricultores -niños incluidos- a tirar de los arados para arrancar algún grano al terruño. A partir de 1947, millones de dosis avianizadas llegaron desde Canadá. Se estableció una red de laboratorios locales para producir la vacuna in situ. Lamentablemente, resultó imposible multiplicar el virus en huevos y la vacuna de origen caprino producía síntomas demasiado severos en el ganado asiático así que, finalmente, se optó por la vacuna lapinizada. Cada conejo proporcionaba entre 300-600 dosis, era fácil de transportar y de replicar. Se inyectaba al lagomorfo y 3-6 días más tarde se podía sacrificar para procurar más vacunas. El programa fue un éxito absoluto y el último caso de Rinderpest fue declarado en China en 1955.
A nivel internacional las naciones aunaron esfuerzos (con notables excepciones) para la lucha contra el hambre. Así en 1945 se creó la FAO, agencia dependiente de la ONU creada con este fin. La FAO tomó la responsabilidad (en colaboración con la OIE) de ayudar a los países más pobres. Facilitar recursos, pero sobre todo colaboración técnica para eliminar la peste bovina. Su actuación fue clave para abordar programas conjuntos de prevención, facilitar vacunas, desarrollar nuevas versiones de ésta y validar los resultados una vez las campañas fuesen implementadas.
Tailandia había llevado a cabo muchas campañas de vacunación, pero era recurrentemente re-infectada debido al contrabando de ganado que entraba desde la vecina Camboya. Este tipo de situaciones subrayaban la necesidad de un esfuerzo internacional. Con asistencia de la FAO, técnicos tailandeses desarrollaron una vacuna lapinizada pero que fue adaptada al ganado porcino. Mucho más abundante que los conejos en la región y con un rendimiento mayor pues de cada animal se obtenían hasta 800 dosis.
En 1957, el mayor éxito, según el por aquél entonces secretario general de la FAO era la práctica erradicación de la enfermedad en Asia y su control, aunque aún quedaba mucho por hacer en África.
Los años 60 dieron otro gran impulso a la lucha contra la enfermedad. El veterinario británico Walter Plouwright consiguió reproducir al virus en cultivos celulares de riñón de vaca. Este hallazgo permitía prescindir de los animales vivos o huevos para mantener al virus vivo en un laboratorio. La nueva vacuna TCRV (Tissue Culture Rinderpest Vaccine) era segura para todas las especies de ganado, de todas las edades, confería protección de por vida y era barata y fácil de producir.
La única pega es que necesitaba estar refrigerada. Este punto no era menor, pues llegar a áreas lejanas, en África, a menudo zonas de conflicto armado, no era fácil. Pero al no reproducir la enfermedad ni dar lugar a bajas, los ganaderos permitían sin reticencias la vacunación de sus animales.
Aquí un breve vídeo que explica en detalle sus hallazgos:
La inmunización y control de este virus contó con dos factores que facilitaron el éxito que condujo a su erradicación. Fue una suerte que las características del virus ayudaran a su control, a saber:
- El virus presenta 3 linajes: Asiático y Africano I y II. La inmunidad frente a una cepa viral confería protección frente a todas las demás lo que permitió usar la misma vacuna en distintas áreas del mundo.
- La tasa de reproductividad del virus R0 (el número de animales que infecta un animal portador del virus) es relativamente baja. Oscila entre 1.5 (linaje II) a 4.6 (linaje I). Para determinar la inmunidad de rebaño mínima se calcula con esta fórmula 1-(1/R0), lo que da un requerimiento de inmunidad de rebaño que oscila del 33 al 78%. De hecho, la enfermedad fue erradicada de la región somalí con una inmunidad de rebaño que nunca superó el 50%. Para dar un ejemplo distinto, el virus del sarampión tiene una R0 de 18, por ello requiere una tasa de inmunización muy alta, sobre el 95% de la población para ser eficaz.
A partir del año 1987 la FAO instaura un programa de vigilancia en el que, tras dos años de ausencia de casos, los países tenían que dejar de vacunar. Era la única forma de comprobar que el virus no estaba activo puesto que la serología no distinguía los animales que tenían anticuerpos debidos a la vacuna o a la infección natural. Si en dos años tras el cese de la vacuna no había casos clínicos la FAO determinaba que el país estaba libre de peste bovina.
También hacia el fin de los 80 otra vuelta de tuerca vino a acorralar a la peste: el veterinario Jeffrey C. Mariner, junto con científicos del centro de investigación de Plum Island en NY, tras pasar el virus por células Vero (de riñón de mono verde africano), consiguieron una vacuna termoestable, es decir que no necesitaba refrigeración durante 30 días. La TRV o ThermoVax. Esto resultaba crítico en África donde las grandes distancias y la ausencia de medios técnicos dificultaba el uso de neveras.
Los pastores, ganaderos, nómadas, veterinarios, autoridades, todos absolutamente todos colaboraban para vacunar a los animales. Nuevos diagnósticos permitieron también con un simple algodoncillo aplicado en un ojo determinar en 10 minutos si un animal tenía o no anticuerpos.
Como fichas de dominó, los países iban recibiendo el estatus de libres de peste: India en 2004, Pakistán en 2007, Etiopía en 2008, Somalia en 2010. Así hasta llegar al 25 de mayo de 2011 fecha en que la OIE declaró libres a todos los países y la peste bovina fue declarada la segunda enfermedad erradicada del planeta Tierra tras la viruela en 1980. Un mes más tarde la FAO ratificaría la declaración de la OIE.
Los esfuerzos para conseguir esta erradicación tuvieron un coste aproximado de $610 Millones. El beneficio es incalculable: millones de personas que pueden escapar del hambre, evitar sufrimiento y muerte de millones de animales, la protección de la fauna silvestre de una amenaza que causó incontables muertes, además de todo lo aprendido para mitigar el impacto de otras enfermedades tanto animales como humanas.
Tanto la FAO como la OIE han pasado resoluciones para que los países miembros destruyan sus stocks de virus peste que aún almacenan en varios laboratorios. 24 países poseen todavía virus viable. Los riesgos son enormes, en caso de fuga millones de reses morirían, la fauna salvaje estaría en peligro, el coste de erradicación sería exponencial, la paralización del comercio de ganado frenaría el desarrollo ganadero, habría riesgo cierto de falta de alimentos, millones de pequeños productores verían su existencia y viabilidad comprometida.
Además, no hay ninguna necesidad objetiva de mantener muestras de virus. Si una nueva epidemia apareciese hoy sería posible reunir la información genética del virus que está disponible en GenBank una base de datos genéticos que contiene las secuencias completas de las cepas Nakamura III y Kabete O por si fuera necesario elaborar, nuevamente, vacunas.
Hoy podemos celebrar una efeméride como pocas en la historia: la eliminación de un virus que causó sufrimientos inimaginables. Gracias a la ciencia, hoy es pasado.
Unos pocos científicos, con recursos muy limitados vencieron a la peste bovina.
Justo es que su hazaña sea conocida y reconocida como merece.
Espero que este artículo haya servido a ese fin.
Este artículo nos lo envía Juan Pascual (podéis seguirlo en twitter @JuanPascual4 o linkedn). Me licencié en veterinaria hace unos cuantos años en Zaragoza y he desarrollado mi vida profesional en el mundo de la sanidad animal, de ahí mi interés en divulgar lo que los animales aportan a nuestro mundo actual. Soy un apasionado de la ciencia. Creo que es fundamental transmitir el conocimiento científico de una manera sencilla para que los jóvenes se enganchen pronto y para que la sociedad conozca más y mejor lo mucho que la ciencia aporta a nuestro bienestar. Viajar es otra de mis pasiones junto con la literatura, que no deja de ser otro modo de viajar.
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Referencias científicas y más información:
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