La comunicación interespecies y las gafas de visión antropocéntrica

Por Colaborador Invitado, el 1 junio, 2023. Categoría(s): Biología • Ciencia

En el siglo V a.C., Protágoras formuló un axioma: el hombre es la medida de todas las cosas. Es una verdad incuestionable, siempre lo ha sido y, probablemente, siempre lo será. Los humanos interactuamos con el mundo que nos rodea a través de un filtro antropocéntrico: algo es grande o pequeño en función de nuestro propio tamaño, está cerca o lejos dependiendo de nuestra capacidad de desplazamiento, es bueno o malo de acuerdo a nuestros intereses. Por eso cuando nos relacionamos con otras especies lo hacemos tomándonos a nosotros mismos como referencia. Evaluamos la inteligencia de los animales en la medida en que se aproxima a la nuestra y cuando queremos comunicarnos con ellos, intentamos enseñarles nuestro propio lenguaje, en lugar de aprender nosotros el suyo o buscar algo parecido a una lengua franca.

El mejor ejemplo son los esfuerzos que, a lo largo del tiempo, hemos hecho para enseñar a los simios a que hablen como lo hacemos nosotros. Los primeros experimentos en este sentido datan de un siglo atrás, cuando en 1931, el matrimonio formado por Luella y Winthrop Kellogg se llevó a una cría de chimpancé de siete meses, a la que bautizaron Gua, a vivir con ellos y con su hijo Donald, de diez meses de edad. Winthrop Kellogg, psicólogo conductista, era un firme defensor de la idea de que el entorno —la educación, la sociedad— es la principal influencia en la formación de la personalidad humana y de todos los rasgos que la caracterizan, entre ellos el lenguaje. A pesar de que la intención inicial del psicólogo era que el experimento durase cuatro años, la cría de chimpancé solo estuvo con la familia humana nueve meses, durante los cuales ambos bebés fueron educados de igual forma y recibieron la misma atención. Al cabo de este tiempo, Gua ni siquiera había empezado a adquirir los rudimentos del lenguaje humano, pero en cambio Donald había comenzado a imitar los sonidos guturales de su hermana adoptiva chimpancé. No se sabe con seguridad, pero se cree que fue Luella, la esposa de Kellogg, quien influyó en la decisión de interrumpir abruptamente el experimento. La historia tuvo además un final trágico, pues Gua, tras ser separada de sus padres de adopción y devuelta a  “donde le correspondía” (un centro de experimentación con primates, en Florida), falleció de neumonía menos de un año después, cuando todavía estaba intentando reaculturarse en su nuevo ambiente.

Pero otros etólogos retomaron los esfuerzos de Winthrop Kellogg en las décadas siguientes, solo que ahora, convencidos de que el problema de los simios estaba en que su laringe era incapaz de vocalizar los sonidos necesarios para hablar como los humanos, se volcaron en la enseñanza del lenguaje de signos. Y los monos lo hicieron muy bien; las chimpancés Vicky, Washoe, Nim Chimpsky, Sarah, Kermit, Darrell, Bobby y muchos otros demostraron que podían aprender varios cientos de signos y utilizarlos para comunicarse con sus cuidadores y entre ellos.

En la década de los setenta, los gorilas Koko y Kanzi dejaron claro que también ellos podían aprender a comunicarse por señas. Koko, por ejemplo, llegó a aprender más de mil signos y a entender unas dos mil palabras de las que Francine Patterson, su cuidadora, utilizaba. Los simios eran capaces de comunicarse e interactuar, hasta cierto punto, con los humanos. Hasta cierto punto, porque con el tiempo quedó claro que el problema no está en su laringe, sino en su estructura cognitiva. Por muy similares que sean algunas de sus reacciones y comportamientos, los simios tienen unos procesos mentales propios y diferentes de los de los humanos. Por ejemplo: no hacen preguntas. Y no porque no sepan hacerlas o no entiendan las palabras necesarias para elaborarlas, sino por alguna otra razón. Nunca solicitan a sus cuidadores información adicional a la que se les proporciona; es, simplificándolo mucho, como si no tuviesen curiosidad. Se podría decir que viven el aquí y el ahora.

En el fondo, a los investigadores les movía la creencia de que los grandes simios venían a ser algo así como los “hermanos tontos” del ser humano, que, en la carrera de la evolución, se habían saltado las clases de lengua y por eso se habían quedado atrás. Pero había esperanza para ellos; si lográbamos enseñarles un lenguaje comme il faut (preferiblemente el inglés), no tardarían en ponerse a la par de nosotros. Tal vez serían un poco más peludos, pero serían racionales que era, al fin y al cabo, lo importante.

Lo intentamos también con otros animales; con aves, porque cuando descubrimos que algunas de ellas eran capaces de articular palabras inteligibles, pensamos que ya teníamos la mitad del camino recorrido, y con los delfines, porque son inteligentes, sociables y amistosos. Sin embargo, los pájaros habladores aprendían un puñado de palabras y cuándo debían utilizar cada una, pero no eran capaces de ir mucho más allá. Son inteligentes, pero no tienen el tipo de inteligencia que nos gusta a nosotros. En cuanto a los cetáceos —delfines, orcas, ballenas beluga—, les enseñamos a interpretar algunas de nuestras órdenes y a utilizar un sistema de pulsadores con signos para transmitir sus propios y muy sencillos mensajes, de todo lo cual los ejércitos de diversos países hicieron buen uso y no tardaron en reclutarlos para sus operaciones especiales submarinas.

En esencia, una y otra vez hemos estado intentando implantar en otras especies nuestros procesos cognitivos, la forma en que vemos el mundo y, en consecuencia, la forma en que nosotros mismos nos comunicamos. Queríamos hacer humanos a los animales, con distinto aspecto, pero humanos al fin y al cabo. Y seguimos intentándolo en nuestro día a día; no hay más que ver la cantidad de vídeos que inundan Youtube, TikTok y Facebook, en los que las mascotas aparecen vestidas de personas y son obligados a participar en ritos culturales desprovistos de significado para ellos, como fiestas de cumpleaños con tartas incluidas, paseos en carritos para bebés o disfrazados de Papá Noel. Los cuidadores de animales han advertido que estas conductas, a menudo, hacen que nuestras mascotas se sientan incómodas y que, probablemente, sufran. Sugieren que prestemos atención a sus gestos (esa famosa comunicación no verbal que tanto nos gusta citar) para darnos cuenta de cuándo los estamos poniendo en situaciones que para ellos son, digamos, enojosas.

Y ahí está la clave; la comunicación interespecies es perfectamente posible, como bien saben quienes pasan tiempo con animales. Son muchos quienes comprenden qué necesita en un momento dado su mascota y estas interpretan con gran precisión los deseos de sus amos, a poco que estos se hayan molestado en establecer un proceso comunicativo respetuoso. Hace mucho que quedó claro que los perros son capaces de entender cierto número de palabras, pero esto no significa que las “entiendan” del mismo modo que las entendemos nosotros. La percepción del mundo que les rodea se fundamenta en la información que reciben a través del olfato, si bien es cierto que pueden asociar un sonido determinado (una palabra) a un significado o instrucción de su amo, igual que nosotros somos capaces de asociar un ladrido concreto a cierto estado de ánimo, aunque no seamos capaces de reproducir ese ladrido.

Intentar que los animales utilicen el lenguaje como lo hacemos las personas es, por lo que sabemos hasta ahora, una tarea tan vana, como antropocéntrica. Pensamos y nos comunicamos en función de cómo somos y cómo percibimos el mundo. Una parte considerable de todo lo que decimos en una conversación cualquiera de las que mantenemos en un día cualquiera de nuestras vidas está condicionada por el hecho de que tenemos manos y casi todo lo demás depende de las peculiares estructuras sociales que hemos desarrollado. En el caso de que tuviésemos aletas y viviésemos en el mar, sin duda nuestra producción comunicativa sería muy distinta, a pesar de lo cual nos comunicaríamos con nuestros congéneres sin ninguna dificultad, como vienen haciendo los delfines desde hace varios milenios.  Hace casi un siglo, en 1944, el clásico de la SF Clifford D. Simak escribió un relato, “Desertion”, en el que algunos de los exploradores de Júpiter son transformados para adoptar unas características físicas que les permitan adaptarse al entorno hostil del planeta, de manera que puedan sobrevivir sin ayuda auxiliar. El problema es que los exploradores no regresan a informar y al concluir el relato conocemos la razón: lo que para los humanos es un medio ambiente parecido a un infierno, para los seres adaptados es una especie de paraíso, en el que gracias a sus nuevos sentidos perciben el entorno de manera extraordinariamente placentera, hasta tal punto, que nadie quiere volver a su forma humana. El mensaje subyacente es que la morfología y lo que ella conlleva importa y mucho.

Por fortuna, en las últimas décadas la ciencia ha adoptado estrategias más asertivas y los más recientes esfuerzos comunicativos en este campo se dirigen hacia la comprensión de los lenguajes propios de las especies estudiadas. Lenguajes que están resultando ser inesperadamente complejos, por cierto, como es el caso de las ballenas y sus elaborados cantos o de los estorninos, capaces de incluir en sus “frases” elementos recursivos, una propiedad que a partir de Chomsky y hasta hace muy poco se creía que era exclusiva del lenguaje humano. O de los carboneros norteamericanos, cuya estructura gramatical varía en función de las circunstancias, algo que estamos todavía empezando a entender.

Esta nueva visión de la naturaleza del resto de las especies de animales que comparten el planeta con nosotros se basa, pues, en el respeto y la empatía. Una vez libres de las “gafas de visión antropocéntrica” con las que durante tanto tiempo hemos contemplado el mundo, nos daremos cuenta de que no somos “mejores” ni más “evolucionados” que aves, mamíferos, o insectos, especies que, como decíamos más arriba, llevan miles de años prosperando y comunicándose mejor que bien. Sus lenguajes, adaptados en cada caso a sus particulares morfologías, satisfacen a la perfección sus necesidades de interacción. Y es muy probable que comunicarnos con ellos sea igualmente posible (al menos en la mayoría de los casos), siempre y cuando estemos dispuestos, antes de nada, a escuchar.

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Este artículo nos lo envía Juan F. Trillo, Filólogo, lingüista y escritor decidido a hacer buen uso de las apasionantes posibilidades narrativas que ofrece el mundo científico. Puedes visitar su página web personal: Si un león hablase



Por Colaborador Invitado, publicado el 1 junio, 2023
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