A estas alturas no deberíamos necesitar más evidencias de que nuestro planeta se está calentando. A la emisión de gases de efecto invernadero, que sigue sin freno a nivel global, se une un cóctel de causas que hacen que estemos viviendo el que probablemente sea ya el año más cálido del que hay registros, y que día tras día y mes tras mes estemos batiendo todos los récords de temperatura.
Pero parece que los termómetros que se resisten a bajar o los episodios meteorológicos extremos (que van siendo cada vez más graves y frecuentes conforme la atmósfera adquiere más energía) no son para muchas personas prueba suficiente de lo que está ocurriendo. Y no solo por motivos ideológicos, también por nuestra condición humana: la «memoria meteorológica» es muy poco fiable, y es fácil olvidar que nunca hemos tenido los abrigos guardados tanto tiempo en el armario, que el «veranillo de San Miguel» no ha durado nunca tanto, o que sí, es verdad que siempre ha habido días de calor, pero nunca tantos y tan seguidos.
Pero quizá unas imágenes nos ayuden.
Entre los paisajes más vulnerables al cambio climático están los glaciares. El calor, obviamente, hace que el hielo se derrita con más rapidez, pero también les afecta la sequía (la falta de nevadas impide que la masa que se pierde en verano se recupere en invierno) o incluso las partículas contaminantes, que se depositan sobre el hielo formando una capa oscura que disminuye su albedo, haciendo que se calienten aún más. Todo ello hace que reaccionen a los cambios en el clima con más rapidez que otros entornos, sirviendo como una especie de sistema de alerta temprana.
Una alerta que suena con insistencia: en los últimos años los glaciares de todo el mundo han ido perdiendo masa de hielo y extensión. Pero la situación es especialmente grave en zonas como los Alpes: entre 2022 y lo que llevamos de 2023 los glaciares alpinos han perdido un 10% de su volumen, una cifra catastrófica.
En esta serie de entradas vamos a intentar poner «cara» a ese retroceso, mostrando los cambios que han ido sufriendo algunos de esos glaciares a lo largo del tiempo. Y empezaremos con uno de los más conocidos: el glaciar del Ródano, en el Valais suizo.
Nota: salvo que se indique expresamente otra cosa, las imágenes empleadas proceden de fuentes libres de derechos (antiguas postales, organismos públicos, etc.) o bien han sido tomadas por el autor.
Hace unos años, varios medios de comunicación nos contaron una curiosa historia: los suizos habían cubierto un glaciar con mantas. Según quien lo contara, se trataba de una iniciativa científica o popular, y la intención era ayudar a frenar los efectos del calentamiento global o simplemente preservar un atractivo turístico fundamental para la zona, pero en cualquier caso se trataba de evitar el deshielo del glaciar.
En realidad la cosa era un poco más prosaica. La iniciativa no era ni científica ni popular, sino de un señor, Philipp Carlen. No cubre el glaciar, sino solo una pequeña parte. Y no pretende combatir los efectos del cambio climático, sino preservar un negocio familiar: la cueva de hielo del glaciar, que pertenece a los Carlen desde 1870.
El glaciar del Ródano es famoso por el fascinante tono azulado del hielo, visible tanto en las cuevas naturales que se formaban en su frente (y que constituían el nacimiento oficial del Ródano) como en la artificial, excavada como decíamos en 1870.
Excavada, habría que decir, por primera vez: desde entonces el glaciar ha ido retrocediendo, y la cueva ha tenido que ser excavada de nuevo de vez en cuando, pero el proceso se ha ido acelerando: entre 1870 y finales del siglo XX el glaciar retrocedió unos 250 metros; desde entonces hasta ahora, en poco más de dos décadas, ha retrocedido otro tanto.
Hasta que, a mediados de la década pasada, la situación era tan insostenible que Philipp Carlen tomó la decisión de cubrir la cueva con esas mantas blancas, para intentar que por lo menos sobreviviese durante toda la temporada turística.
La idea, por supuesto, no ha servido para frenar el retroceso del glaciar. Basta con comparar estas fotografías tomadas con tan solo siete años de diferencia: como se puede ver, entre 2016 y 2023 no solo el frente del glaciar ha desaparecido, sino que la lengua de hielo es apreciablemente más delgada. Y la cueva, que antes formaba parte de ese frente glaciar, ahora está prácticamente desgajada, tapada con sus mantas.
Y ni siquiera así se ha podido salvar: los desperfectos en la cueva son claramente visibles, con zonas en las que el techo se ha derretido por completo, dejando ver las mantas.
Es cierto que el verano en Europa ha sido tórrido, y que las temperaturas en muchos casos han llegado a salirse de la escala. Casi literalmente: en Meiringen, en el cantón suizo de Berna, ha faltado poco para que el termómetro que registra las temperaturas diarias bajo la atenta mirada del ciudadano honorario más famoso de la población superase los cuarenta grados, el máximo de la gráfica.
Y también es cierto que es un proceso que no es nuevo. Aunque el retroceso de los glaciares suizos se ha ido acelerando década a década, año tras año, hasta darnos esas imágenes que hemos visto y que iremos viendo, es una tendencia que se viene observando desde mediados del siglo XIX. Pero incluso en esa época tan temprana se puede comprobar que la actividad humana es, en parte, responsable del fenómeno.
Lo comentaremos en la próxima entrada.
Abogado, socio fundador de Círculo Escéptico y miembro de ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico. Además de El Fondo del Asunto mantiene los blogs La lista de la vergüenza, dedicada a dar cuenta de las titulaciones pseudocientíficas que imparten muchas Universidades españolas, y El remedio homeopático de la semana. Confiesa que cuando era un chaval probó la acupuntura para evitar la caída del cabello; hoy es rotundamente calvo.